Título: La falta o disminución del discernimiento ¿constituye una incapacidad?




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Título: La falta o disminución del discernimiento ¿constituye una incapacidad?

Autor: Llorens, Luis R.

Publicado en: LA LEY 14/09/2007, 1


SUMARIO: I. Introducción. - II. La problemática. - III. El régimen de capacidad en nuestro derecho. - IV. La falta o disminución del discernimiento no constituye una "incapacidad". - V. Consectarios.
I. Introducción
1. Para el I Congreso Iberoamericano sobre Síndrome de Down, desarrollado en mayo de 2007 en Buenos Aires, organizado por A.S.D.R.A. (Asociación Síndrome de Down de la República Argentina), en donde tuvimos la oportunidad y el honor de exponer nuestras ideas, se propuso premiar a los trabajos científicos que contribuyeran a una mejora en la calidad de vida de las personas afectadas por ese síndrome. En la convocatoria se enumeraron distintas disciplinas a las que se consideraban aptas para tal fin.
Entre ellas no hallamos ninguna vinculada con lo jurídico, lo que no nos sorprende. En primer lugar, porque en estos tiempos parece haberse esparcido en la sociedad el concepto de que lo jurídico es un mal del que no podemos prescindir, que sólo sirve para entorpecer las relaciones humanas y que nada nos aporta de bueno. Opinión generalizada que no compartimos, pero que comprendemos, ya que hasta nuestros propios Estados se encuentran imbuidos de esta desidia acerca de lo jurídico. Parecieran no estar convencidos de la necesidad de cumplir ni de hacer cumplir las normas. Así, por ejemplo, a propósito del conflicto entre la República Argentina y la República Oriental del Uruguay por la instalación de las "pasteras" en el Río Uruguay, destaca el constitucionalista Daniel A. Sabsay en el diario La Nación: "A pesar del importante y exhaustivo marco jurídico regulatorio existente, como lo es el Estatuto del Río Uruguay, firmado por ambos países en 1975, ni Uruguay ni la Argentina han reaccionado cumpliendo ni haciendo cumplir el tratado internacional" (1).
Por otro lado sabemos que, al menos en materia de capacidad y discernimiento, la ciencia jurídica se encuentra anquilosada en viejos cuerpos legislativos, tal como nuestro Código Civil argentino de 1870 (excelente, para entonces), y en algunas tradiciones, que provienen —muchas veces— de la antigua Roma y que no han sabido ser superadas. Resulta así de esa legislación que los minusválidos (2) psíquicos, dependientes de un régimen de protección jurídica, en vez de gozar de normas que los beneficien, son sancionados por la ley al incluirlos dentro de regímenes pensados con criterios de épocas en donde se consideraba más importante el interés de sus eventuales herederos que la persona del necesitado.
Sin embargo, veremos que nuestra legislación reciente y actual (que ha pasado inadvertido entre el fárrago de sorprendentes normas que se sancionan a diario sin ser sopesadas debidamente) —bien interpretada— nos conduce a reconocer que la persona necesitada de protección jurídica —incluida en primer lugar la persona que padece el síndrome de Down— puede otorgar innumerables actos jurídicos, en la medida en que tenga las aptitudes naturales de discernimiento necesarias para ese fin.
Esto es, afirmamos que tanto desde la esfera de la normativa jurídica como desde la esfera de la valoración (la dikh), el impedimento jurídico nunca puede ir más allá del impedimento natural.
Sostener que el hecho de que una persona tenga determinada característica genética le impide otorgar actos jurídicos (en general) y escrituras públicas (en particular) es una afrenta, que sólo conduce a negar el ejercicio de la característica distintiva del ser humano: Su libertad.
La libertad, junto con su potencial ejercicio, configuran la esencia de la dignidad del hombre. Por lo tanto, se impone no restringir injustificadamente a las personas con alguna minusvalía psíquica la libertad para otorgar negocios jurídicos, si ellas gozan del discernimiento necesario para ese acto. Esta decisión importa respetar a esas personas y mejorar su calidad de vida.
2. Para el replanteo del régimen de capacidad, desde esta óptica, es imperioso tener también presente la cuestión del ocultamiento. Hasta no hace tanto, al enfermo mental se lo consideraba una afrenta para la familia y, por lo tanto, se lo solía ocultar de la sociedad. Es lo que nosotros llamamos el ocultamiento "objetivo".
En las últimas décadas, es notoria la evolución social positiva hacia la integración del discapacitado psíquico. Es cada día más común su presencia en lugares públicos, escuelas, trabajos, etc.
Sin embargo, consideramos que —en ciertas oportunidades— se cae en lo que llamamos el ocultamiento "subjetivo", que consiste en insertar sin integrar. Esto es, no se trata de sacar al discapacitado a la calle, de mostrarlo, de exhibirlo casi impúdicamente y de recordar sólo la primera parte del lema "todos iguales, todos diferentes".
Se trata de tomar los cuidados especiales imprescindibles para su protección, los recaudos para que esa persona pueda ejercer sus derechos y su libertad en toda la medida de sus posibilidades, mediante la promoción de sus mejores cualidades, sin mayores riesgos que los inevitables.
El punto consiste en proteger sin sobre proteger. Según Marín Calero, los éxitos se han obtenido cuando "se les ha ayudado a dar cada paso, hasta habituarlos a que los den solos o con el menor nivel de ayuda posible" (3).
Desconocer esta verdad es también ocultar, desconocer y olvidar.
3. Veremos, además que el vocabulario es extremadamente pobre e impreciso.
II. La problemática
Una de las mayores inquietudes de los padres de las personas afectadas por minusvalías psíquicas, entre ellas el Síndrome de Down, consiste en el futuro de sus hijos cuando los sobrevivan. ¿Quién los acompañará, los cuidará, les brindará afecto, etc.? Aunque no menos importante es la preocupación acerca de los medios de subsistencia y la administración de dichos medios.
En algunos casos los notarios hemos advertido el deseo de constituir fideicomisos en favor de la persona discapacitada y, entre otros, el de donar bienes a estas personas, con o sin reserva de usufructo a favor de los progenitores o sin ella.
La respuesta tradicional, para el último supuesto, en el ámbito notarial apunta a la "incapacidad" del donatario, a la necesidad de su declaración, al nombramiento de un curador y de un representante adhoc (si es que este último es el donante) para aceptar la donación. Todo ello sin considerar si el pretendido donatario tiene el discernimiento necesario para el acto.
Al decir de Marín Calero: "(...) si se trata de personas cuya deficiencia cursa con un fenotipo característico y llamativo, como ocurre con las que tienen Síndrome de Down, es igualmente probable que ese mismo funcionario no se detenga a hacerle ningún examen particular y "presuma", sin más su incapacidad. (...) de manera que el incapaz, según el concepto social, se verá automáticamente tratado como si fuera un incapacitado jurídico, aunque formalmente no lo sea, en los actos de tal clase" (4).
Un análisis detallado de la situación, desprendido de las prácticas habituales en esta materia, nos permite llegar a la conclusión de que no existe inconveniente alguno para que personas afectadas por ese síndrome otorguen por sí mismos determinados actos jurídicos, entre ellos escrituras públicas de donación a su favor cuando tienen el discernimiento necesario para comprenderlo y decidir.
Ello, sin perjuicio del debido asesoramiento a las partes acerca de la apertura de un régimen jurídico de protección de la persona que se encuentra en situación de riesgo o de debilidad frente a los demás y de la eventual denuncia de la situación por el propio autorizante del acto a los funcionarios con competencia en la materia.
III. El régimen de capacidad en nuestro derecho
a) El régimen clásico
Es sabido que la capacidad es uno de los atributos inherentes a la persona, junto con el nombre, el domicilio, el estado (particularmente el de familia) y el patrimonio. Como tal, la capacidad importa reconocer a la persona como centro de "imputación subjetiva de derechos y su posibilidad de ejercerlos" (5).
Estos atributos son "cualidades intrínsecas de las personas que las determinan en su individualidad y singularidad" y cabe distinguirlos de los "derechos de la personalidad" que "son verdaderos derechos subjetivos", que "son todos aquellos derechos innatos del hombre cuya privación importaría el desmedro de su personalidad y que como tales poseen la característica de ser vitalicios, inalienables, imprescriptibles, extrapatrimoniales, absolutos; como el derecho a la vida, a la salud, a la libertad, al honor, entre otros muchos enunciados (...)" (6).
Es también sabido que cabe distinguir lo que se ha llamado "capacidad de derecho", de la "capacidad de hecho". La primera apunta a la posibilidad de determinada persona de ser titular de un derecho. La segunda, a su ejercicio.
Creemos innecesario dar aquí mayores precisiones al respecto. Sólo diremos que nadie —en virtud de una característica personal, no de un accidente o situación— puede ser privado de la titularidad de sus derechos.
Distinta es la situación de la capacidad de hecho: "La capacidad de hecho o de hacer es la aptitud jurídica, ya no de tener derechos subjetivos, sino de ejercerlos; es decir, de realizar actos jurídicos tendientes a adquirirlos, modificarlos o a perderlos. Cuando decimos "realizar" queremos significar "por uno mismo", sea directamente o dando poder a un tercero." (7).
Cuando determinada persona no tiene aptitud para ejercer por sí mismo —en igualdad de condiciones con las demás personas— determinados derechos, podemos decir que se trata de una persona dependiente, en riesgo y necesitada de un régimen de protección jurídica que lo beneficie y que impida el aprovechamiento por terceros de esa situación. Asimismo, que lo promueva en su crecimiento personal y patrimonial.
Al decir "que lo beneficie" no queremos significar que lo iguale sino que lo equipare, esto es, "que lo ponga en una situación fáctica de igualdad con los demás". Coincidimos con Marín Calero cuando dice: "El derecho parece haber decidido reaccionar ante la discapacidad como lo haría cualquier adulto ante el hecho de encontrarse a un niño manejando una navaja o unas tijeras: quitándoselas, para evitar que se dañe sin querer (...) cualquier bienintencionado propósito de proteger a los discapacitados, preservarlos de los problemas de la vida, pero a costa de alejarlos de ésta, es erróneo, aunque quien lo cometa sea el propio legislador (...)" (8).
En la actualidad, esta categoría de personas está integrada por: a) Los menores (con sus diversas categorías, incluidos los nasciturus); b) los "dementes" y c) "los sordomudos que no saben darse a entender por escrito". (art. 54 y concs., Cód. Civil).
Sin entrar en un análisis de cada uno de estos supuestos podemos decir que —sin considerar la controvertida categoría de sordomudos que no saben darse a entender por escrito— la "incapacidad" de ejercer por sí los derechos proviene de dos fuentes: La falta de madurez supuesta por la ley en razón de la edad del sujeto y la enfermedad mental.
No es del objeto de este estudio el análisis de las soluciones que la ley presta para el problema de la minoridad. Sólo consignaremos que el art. 475 del Cód. Civil dispone que las leyes sobre minoridad se aplican supletoriamente a las disposiciones sobre la incapacidad de los mayores.
Conforme con los arts. 140 y 141 de nuestro Cód. Civil, para que exista incapacidad a causa de una minusvalía psíquica, los requisitos son tres, a saber: La declaración judicial, la enfermedad mental y que ésta produzca la ineptitud referida. Si no se reúnen conjuntamente los tres elementos, el sujeto no es incapaz, principio que constituye una garantía para todos los habitantes1 (9).
Según el régimen del Código Civil de Vélez Sarsfield, la consecuencia primera de esta declaración judicial es la incapacidad absoluta del sujeto, aún en intervalos lúcidos (art. 54 inc. 3 y 469, Cód. Civil), lo que acarrea, por una parte, el nombramiento de un curador (art. 468 del mismo Código), que sustituye la voluntad del declarado "demente". Otra consecuencia es la nulidad de todos los actos jurídicos otorgados por el sujeto (10).
Se dice que estos eventuales actos son nulos, por oposición a anulables, porque no se necesita más prueba que la sentencia que declaró la incapacidad (art. 1041, Cód. Civil). Por otro lado, se dice de ella que es relativa (en oposición a absoluta), porque no puede ser declarada de oficio por el juez, sino a pedido del propio incapaz, de su representante o del ministerio público, quien no la puede pedir en "el solo interés de la ley" (art. 1048, Cód. Civil).
Este régimen, propio del siglo XIX, produce dos consecuencias prácticas gravísimas para el sujeto: La primera es la falta de matices, pues no se considera la importancia de la ineptitud, ni para qué cuestiones el sujeto está impedido o afectado. La segunda, es la absoluta irrelevancia de sus deseos y de su voluntad, aun de los que pueda sanamente formular (11).
Este régimen de "todo o nada" (12), perduró inalterado hasta que en el año 1968 se incorporó el instituto de la inhabilitación (art. 152 bis, conf. dec.-ley 17.711/68) (Adla, XXVIII-B, 1810), instituto para cuyo análisis remitimos a la conocida bibliografía sobre la materia (13).
Sólo consignaremos que, aun cuando el régimen necesita de una regulación más precisa y más desarrollada, a través de él puede lograrse una atenuación del principio de incapacitación absoluta y que los actos se otorgan conforme con la propia iniciativa del inhabilitado. Especialmente se discute si el régimen genérico del inhabilitado es de capacidad o de incapacidad (14).
Recientemente, entre las falencias del régimen del art. 152 bis del Cód. Civil, se ha señalado también que el instituto puede ser fuente de economía procesal, pero en determinados supuestos existen sujetos que, si bien no precisan de una incapacitación absoluta, están expuestos al otorgamiento "de actos complejos que directamente no los comprende, de allí que no necesita un complemento volitivo, sino directamente requiere que otro con control judicial disponga por sí. Por ello para ciertos actos la voluntad complementaria sería un riesgo, puesto que en la inhabilitación la intervención del curador cuando se realiza un acto de disposición no requiere de autorización judicial. De allí que no es suficiente garantía ni protección para los actos complejos la figura de la inhabilitación, pues no lo protege contra los errores y malos manejos del curador (15).
b) El "estallido" del régimen clásico
Ultimamente, una autorizada pluma ha dicho: "El régimen jurídico de capacidad/incapacidad ha estallado con las nuevas normas de derechos humanos (lo mismo sucede en el terreno de las personas con perturbaciones mentales) (...)" (16).
Este "estallido" comenzó, quizás, por la eficaz labor doctrinaria (17) y jurisprudencial. Así, uno de los autores de la cita precedente, en ejercicio de la magistratura, dijo hace ya muchos años: "Si el juez puede privar a una persona de dirigirse a sí misma y de administrar sus bienes en forma total, también puede hacerlo parcialmente" (18).
En igual sentido hemos detectado un fallo inédito del Juzgado de Primera Instancia Número Ocho en lo Civil y Comercial del Departamento Judicial de Morón, Provincia de Buenos Aires, en el que por auto del 28/09/84 el juez Pedro Iribarne, a pedido de la entonces Asesora de Menores, doctora Vilma A. Recoder, autoriza al insano a "percibir directamente" (y por tanto a administrar y disponer) de parte de su pensión. Posteriormente, a pedido de las autoridades del instituto en donde se encontraba internado el declarado demente, y con la conformidad de la misma asesora, con fecha 18/05/90, esta vez el juez Héctor Puga lo autorizó a trabajar como tornero contratado y, por ende, a percibir, administrar y disponer por sí del producto de su trabajo (19).
En igual sentido, fue en España una sentencia del Tribunal Supremo del 5 de marzo de 1947 la que abrió las puertas (20).
En el ámbito normativo, el estallido (en el sentido de la necesidad de una imprescindible reforma completa del régimen) se vislumbró ya con la aprobación en nuestro país de la Convención Internacional de los Derechos del Niño por la ley nacional 23.849 en 1990 (Adla, L-D, 3693). Esta Convención internacional forma parte ahora de nuestro actual sistema constitucional, conforme con lo dispuesto por el art. 75, inc. 22, de nuestra Carta Magna. A nuestro entender, tiene especial incidencia en el régimen de capacidad de los mayores en virtud de la ya citada remisión que efectúa el art. 475 de nuestro Cód. Civil, aspecto que ha pasado inadvertido para la doctrina y la jurisprudencia.
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