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Capítulo IV: PSICOLOGIA MODERNA Y SABIDURIA TRADICIONAL La psique es el objeto de la psicología; escribe C. G. Jung, «y desgraciadamente es al mismo tiempo su sujeto. No podemos ignorar este dato»53. Esto sólo puede significar que todo juicio psicológico participa inevitablemente de la naturaleza esencialmente subjetiva, e incluso pasional y tendenciosa, de su objeto. De hecho, nadie conoce al alma si no es a través de su propia alma, y para el psicólogo el alma consiste en lo psíquico y en nada más; ningún psicólogo escapa, entonces, a este dilema, sea cual fuere su pretensión de objetividad, y cuanto más categóricas sean sus afirmaciones y mayor sea su pretensión de formular enunciados universalmente válidos, tanto más sospechosos serán. Tal es el veredicto que la psicología moderna enuncia sobre sí misma, por lo menos cuando es honesta. Como quiera que sea, la sospecha de que todo lo que puede decirse del alma humana no sea, en última instancia, más que un falaz reflejo de sí misma, continúa royendo el corazón de la psicología moderna, extendiéndose, como un relativismo desintegrador, a todo lo que toca: historia, filosofía, arte y religión, todo, con su contacto, se convierte en psicológico y en subjetivo, por lo tanto, exento de toda certeza objetiva e inmutable54. Mas todo relativismo apriorístico se contradice a sí mismo. A pesar de la reconocida precariedad de su punto de vista, la psicología moderna se comporta exactamente igual que cualquier otra ciencia; emite juicios y cree en su validez, invocando inconscientemente aquello que niega: la certeza innata en el hombre. Que la psique es «subjetiva», es decir, que en razón de su subjetividad está condicionada y en cierto modo «teñida», es precisamente demostrable porque existe en nosotros algo que escapa a esta limitación subjetiva, consiguiendo percibirla, por así decirlo, «desde arriba»; este algo no es sino el espíritu, en el sentido del término latino intellectus. Este intelecto nos aporta las solas luces que tienen la virtud de iluminar el mundo incierto y constantemente fluctuante de la psyché; se trata de una evidencia, pero de una evidencia que escapa al pensar científico y filosófico de nuestro tiempo. Es importante, ante todo, no confundir el intelecto con la razón (ratio): porque ésta, siendo el reflejo mental del intelecto, en la práctica se ve condicionada por el sector al cual se aplica y por el marco que se le asigna. Queremos decir con esto que, en el caso de las ciencias modernas, el alcance de la razón está limitado por su propio método empírico. En el plano en que se sitúa, la ratio no es tanto fuente de verdad como garantía de coherencia: actúa solamente como ley ordenadora. Para la psicología moderna aún es menos, pues si bien el racionalismo científico ofrece a la investigación del mundo físico una base estable, resulta enteramente insuficiente en cuanto se trata de describir el mundo del alma; incluso los movimientos psíquicos superficiales, aquellos cuyas causas y fines se sitúan en el plano de la experiencia corriente, difícilmente pueden traducirse en términos racionales. Todo el caos de las posibilidades inferiores de la psique, generalmente inconscientes, escapan a la racionalidad y, con mayor razón, toda dimensión espiritual, infinitamente superior al simple campo racional. Según los criterios establecidos por el pensamiento moderno, no sólo gran parte del mundo psíquico, sino también la realidad metafísica, serían «irracionales». De ahí deriva la tendencia típica de la psicología moderna a poner en duda la propia razón, cosa absurda desde el momento en que la razón no puede negar a la razón. La psicología se encuentra frente a un ámbito que desborda por todas partes el horizonte de la ratio, y, por lo tanto, el marco de una ciencia construida sobre el empirismo y la lógica cartesiana. En su inconfesado embarazo, la mayor parte de los psicólogos modernos se acogen a un cierto pragmatismo; se dedican a asociar la «experiencia» psíquica con una actitud clínica «aséptica», con un distanciamiento interior, creyendo poder salvaguardar así la «Objetividad» científica. Sin embargo, no pueden dejar de asociarse a tal experiencia, pues es el único modo de llegar a conocer el significado de los fenómenos psíquicos, siendo imposible captarlos desde el exterior al modo de los fenómenos corpóreos. El yo del observador psicológico, por tanto, está siempre incluido en la experiencia, como Jung reconoce en las palabras arriba citadas. ¿Qué significa, pues, la reserva clínica del «control» de la experiencia? En el mejor de los casos representa el supuesto «sentido común» que aquí, sin embargo, carece de significado, desde el momento en que su naturaleza, asaz limitada, lo deja expuesto a los prejuicios y a la arbitrariedad. La actitud artificialmente «objetiva» del psicólogo -una objetividad ostentada por el sujeto- no incide, pues, realmente en la naturaleza incierta de la experiencia psicológica; y con esto volvemos, a falta de un principio intrínseco y al mismo tiempo inmutable, al dilema del alma que intenta captar al alma, al que nos referíamos al empezar este capítulo. Al igual que cualquier otro sector de la realidad, la psique sólo puede conocerse a partir de algo que la trascienda. Es a esto a lo que nos referimos cuando reconocemos el principio moral de la justicia, en virtud del cual los hombres deben superar su «subjetividad», es decir, su egocentrismo; pero la voluntad humana no podría nunca superar el egoísmo si la inteligencia que la guía no fuera más que una realidad psíquica y no sobrepasara esencialmente a la psyché, si en su esencia no trascendiera el plano de los fenómenos, tanto interiores como exteriores. Esta advertencia es suficiente para probar la necesidad y la existencia de una psicología que no se apoye sólo en la experiencia, sino en verdades metafísicas dadas «desde arriba». El orden del que se trata está inscrito en nuestra alma, y es de este orden del que en realidad no podemos prescindir. La psicología moderna, sin embargo, no reconocerá nunca este orden, pues si a veces pone en cuestión el racionalismo de ayer, no se acerca a la metafísica, entendida como doctrina de lo perdurable, más de lo que pueda acercarse cualquier otra ciencia empírica; su punto de vista, que asimila lo suprarracional a lo irracional, la predispone a los más graves errores. Lo que le falta por completo a la psicología moderna son criterios que le permitan insertar los diversos aspectos o tendencias de la psique en su contexto cósmico. En la psicología tradicional, tal como se presenta a partir de toda religión auténtica, estos criterios vienen dados de dos maneras: ante todo, por la cosmología, que sitúa a la psique y sus modalidades en la jerarquía de los grados de la existencia, y después por la moral, enfocada hacia una meta espiritual. Esta última parece que se ocupa únicamente de los problemas relativos al querer y al obrar; sin embargo, está estructurado según un esquema cuyas líneas principales asocian el sector psíquico del yo a las leyes universales. En cierto modo, la cosmología circunscribe la naturaleza del alma; la moral espiritual la sondea. Así como una corriente de agua muestra su vigor y su dirección al chocar contra un obstáculo inmóvil, el alma humana manifiesta sus inclinaciones y tendencias sólo en su antagonismo respecto a un principio inmutable; quien quiera conocer la naturaleza de la psyché, debe resistirla, y sólo podrá hacerlo si asume un punto de vista que, por lo menos virtual y simbólicamente, corresponda al Sí eterno, del cual surge el espíritu como un rayo que traspasa todos los modos de ser del alma y del cuerpo. La psicología tradicional posee, pues, una dimensión impersonal y puramente teórica, la cosmología, y una dimensión personal y práctica, la moral o ciencia de las virtudes; y es justo que así sea, desde el momento en que el verdadero conocimiento de la psique nace del autoconocimiento: quien sepa ver «objetivamente» su propia forma psíquica subjetiva -y sólo será capaz con los ojos del Sí eterno- conocerá al mismo tiempo todas las posibilidades inherentes al mundo psíquico. Y esta «visión» es a la vez el fin último y, si ello es necesario, la garantía de cualquier psicología sagrada. La diferencia entre la psicología moderna y la tradicional se pone de manifiesto en el hecho de que para la mayoría de los filósofos modernos la moral no tiene nada que ver con la psicología. En general, gustosamente la confunden con la moral social, más o menos marcada por las costumbres, imaginándola como una especie de dique psíquico que, aun siendo quizá útil según la ocasión, impediría o perjudicaría, en la mayor parte de los casos, el desarrollo «normal» de la psique individual. Esta concepción ha sido ampliamente divulgada por el psicoanálisis freudiano, que, como es sabido, se ha convertido en un uso muy corriente en ciertos países, usurpando prácticamente la función que antaño realizaba el sacramento de la confesión: el psicoanalista sustituye al sacerdote, y el estallido de los complejos comprimidos sustituye a la absolución. En la confesión ritual, el sacerdote no es más que el vicario impersonal -y, por lo tanto, necesariamente reservado- de la Verdad que juzga y que perdona; confesando sus pecados, el pecador convierte las tendencias que subyacen a ellos en algo que no es «él mismo», por así decirlo; las «objetiviza»; al arrepentirse crea una distancia, y con la impartición de la absolución su alma retorna virtualmente al equilibrio inicial que surge del propio centro divino. En el caso del psicoanálisis freudiano55, el hombre no se desnuda frente a Dios, sino frente a su prójimo; no se distancia de los trasfondos caóticos y tenebrosos de su alma revelados por el análisis, sino que, por el contrario, los asume, debiendo decirse: «así soy yo realmente». Si no consigue superar esta mortificante delusión gracias a algún influjo benéfico, le queda algo así como una deshonra interna. En la mayoría de los casos, será un sumergirse en la mediocridad psíquica colectiva lo que hará las veces de absolución, siendo más fácil soportar una degradación cuando se la comparte con otros. Sea cual fuere la utilidad eventual y parcial de un análisis así, el resultado habitual es el descrito a partir de tales presupuestos56. Si las doctrinas de salvación tradicionales, esto es, dadas por una religión auténtica, no se parecen en modo alguno a la psicoterapia moderna, es debido al hecho de que la psique no se deja curar por medios psíquicos; la psyché es el ámbito de las acciones y reacciones indefinidas; por su propia naturaleza, es esencialmente inconstante y engañosa, engaña a los demás y se engaña a sí misma, de modo que sólo puede ser curada por algo que se encuentre «fuera», o «por encima» de ella; es decir, por algo que, o bien proceda del cuerpo, con el restablecimiento del equilibrio de los líquidos humorales generalmente alterado por las enfermedades psíquicas57, o bien proceda del espíritu, por medio de formas y acciones que expresen y den testimonio de una presencia superior. Ni la plegaria ni el retiro en lugares sagrados, ni el exorcismo que se aplica en algunos casos58, son de tipo psíquico, si bien la psicología moderna intenta explicar estos medios y su eficacia por vía exclusivamente psicológica. Para esta psicología, los efectos de un rito y su interpretación teológica o mística son cosas totalmente diferentes. Cuando atribuye a un rito alguna efectividad, que naturalmente sólo considera válida en el plano subjetivo, la remite a ciertas disposiciones psíquicas de origen ancestral que el rito actualizaría; no hace al caso preguntarse por el sentido atemporal y sobrehumano del rito o del símbolo, como si el alma pudiera acaso curarse creyendo en la proyección ilusoria de sus propias preocupaciones, individuales o colectivas. La separación entre verdad y realidad, inherente a esta tesis, no preocupa a la psicología moderna, que llega incluso a interpretar las formas fundamentales del pensar, las leyes que gobiernan la lógica, como un residuo de costumbres ancestrales. Es un camino que conduce a la propia negación de la inteligencia y a su sustitución por fatalidades biológicas, aunque no está claro que la psicología pueda llegar a tanto sin destruirse a sí misma. Mientras que la palabra «alma» tiene un significado más o menos amplio, según como se utilice, e incluya a veces no sólo la forma incorpórea del individuo, sino también el espíritu supraformal inherente a ella, la psique, en cambio, es claramente la forma «sutil»59 no físicamente limitada, sino determinada por el modo de ser subjetivo propio de la criatura. Para poder «situar» este modo de ser en su justo lugar, será preciso referirse al esquema cosmológico que representa los diversos grados de la existencia en forma de círculos o esferas concéntricas. Este esquema, que podría concebirse como una ampliación simbólica de la concepción geocéntrica del universo visible, hace coincidir simbólicamente al mundo corpóreo con la tierra; en torno a este centro se extiende la esfera -o las esferas- del mundo sutil o psíquico, que a su vez está englobado por la esfera del Espíritu puro. Desde luego, esta imagen está limitada por su carácter espacial, aunque expresa muy bien las relaciones existentes entre estos diversos estados: cada una de las esferas se presenta, tomada independientemente, como una entidad perfectamente homogénea, mientras que desde el «punto de vista» de la esfera inmediatamente superior no es más que su contenido. Así, el mundo físico, considerado desde su propio plano, no tiene en cuenta al psíquico, del mismo modo que éste no tiene en cuenta el mundo supraformal del espíritu, pues sólo capta lo que tiene forma. Por otra parte, cada uno de los mundos citados es conocido por el mundo que lo engloba: sin el «trasfondo» inmutable y supraformal del Espíritu, las realidades psíquicas no se presentarían como «formas», y sin el alma inherente a las facultades sensibles no podría captarse el mundo corpóreo. Esta doble relación de las cosas, que en un principio escapa a nuestra visión subjetiva, se vuelve tangible, por así decirlo, cuando se considera más de cerca la naturaleza de la percepción sensible, por un lado, ésta capta efectivamente el mundo físico, y ningún artificio filosófico podrá convencernos de lo contrario; por otro, no hay duda de que del mundo sólo captarnos las «imágenes» que nuestra mente retiene, y en este sentido todo el tejido hecho de impresiones, recuerdos y anticipaciones, en suma, todo lo que constituye para nosotros la sustancia sensible y la coherencia lógica del mundo, es de naturaleza puramente psíquica o sutil. Es inútil intentar averiguar qué es el mundo «al margen» de esa continuidad sutil, ya que ese «al margen» no existe: rodeado del estado sutil, el mundo físico no es más que un contenido suyo, aunque en su propio espejo aparezca como un orden materialmente autónomo60. No es, evidentemente, el alma individual, sino el estado sutil integral lo que engloba al mundo físico; la conciencia subjetiva, que constituye el objeto de la psicología, separa al alma de su contexto cósmico, logrando que parezca aislada del mundo exterior y de su orden universalmente válido. Por otra parte, es el contexto lógico del mundo exterior lo que supone la unidad interior de lo psíquico, indirectamente manifestada por el hecho de que las múltiples visiones individuales del mundo visible, por fragmentarias que sean, se corresponden sustancialmente y se integran en un todo continuo. La unidad jerárquicamente ordenada de todos los sujetos individuales, que garantiza el nexo lógico del mundo, es, por así decirlo, demasiado obvia y demasiado manifiesta para ser observada. Cada ser refleja en su propia consciencia todo el mundo experimentable y no cree estar a su vez contenido en la consciencia de los demás seres como una posibilidad más, ni que todos estos diversos modelos de experiencia estén coordinados entre sí. Del mismo modo, todo ser se sirve de sus propias facultades cognoscitivas, confiando en que correspondan al orden cósmico total. En esta misma fe se apoya la ciencia más escéptica, que en realidad carecería de todo sentido si la percepción sensible, el pensamiento lógico y la constancia de la memoria no estuvieran tejidas en el mismo telar del mundo objetivo. Si el alma individual estuviera separada del universo, no podría contener al mundo entero. Como sujeto que conoce, contiene al mundo aunque no lo posea, ya que el mundo se convierte en «mundo» en su relación con el sujeto individual: su percepción presupone la escisión de la conciencia en sujeto y objeto, y esta escisión procede a su vez de la polarización subjetiva del alma. Todo se corresponde, pues, mutuamente. Pero no hay que olvidar que lo que en el plano esencial une, diferencia en el plano de la materia y viceversa, pues la dimensión esencial y la material forman una intersección como los dos ejes de la cruz: así, el espíritu que une a los seres por encima de la forma, en el plano de la «materia» psíquica plasma las formas diferenciadas, mientras que la «materia» psíquica como tal une a los individuos «horizontalmente» entre sí, y al mismo tiempo los mantiene encerrados en su propio tejido finito61. Naturalmente, hay que entender todo esto en sentido amplio, pues estas son cosas que sólo pueden expresarse simbólicamente. Cabría preguntarse qué tienen que ver estas consideraciones con la psicología, que no estudia el orden cósmico general, sino sólo la psique individual. Nuestra respuesta es que es erróneo considerar a la psique individual como algo limitado en sí mismo. Si bien, en principio, captamos sólo el fragmento del mundo psíquico que nosotros mismos «somos», en la medida en que representa nuestro «yo», seguimos, no obstante, estando inmersos en el mar de la existencia sutil como los peces en el agua, y, al igual que los peces, no vemos en qué consiste nuestro propio elemento. Sin embargo, éste nos influye constantemente; lo único que nos separa de él es la dimensión subjetiva de nuestra conciencia. El estado corporal y el estado psíquico pertenecen ambos a la existencia formal; en su extensión total, el estado sutil no es sino la existencia formal, pero se le llama «sutil» en tanto en cuanto se sustrae a las leyes de la corporeidad. Según un simbolismo de los más antiguos y de los más naturales, el estado sutil se compara a la atmósfera que envuelve a la tierra y que penetra los cuerpos porosos y transmite la vida. Un fenómeno cualquiera no puede ser verdaderamente comprendido más que a través de todas sus relaciones -«horizontales» y «verticales»- con la Realidad total. Esta verdad se aplica de una manera especial, y de alguna manera práctica, a los fenómenos psíquicos: el mismo «acontecimiento» psíquico puede ser considerado a un tiempo la respuesta a una impresión sensorial, la manifestación de un deseo, la consecuencia de una acción transcurrida, la huella de una disposición típica o hereditaria del individuo, la expresión de su genio y el reflejo de una realidad supraindividual. Es legítimo considerar el fenómeno psíquico en cuestión bajo uno u otro de estos aspectos, pero sería abusivo querer explicar los movimientos y motivos del alma por un único aspecto. Citamos a este respecto las palabras de un terapeuta consciente de los límites de la psicología contemporánea: «Existe un antiguo proverbio hindú cuya verdad psicológica no puede ser puesta en duda: El hombre se convierte en lo que piensa... Si día tras día, durante años, no se hace más que invocar al Hades62, explicando sistemáticamente todo lo que es elevado en términos de lo que es inferior, dejando al margen todo lo que en la historia cultural de la humanidad (a pesar de sus lamentables errores y crímenes) se ha considerado válido, no podrá evitarse el peligro de perder el discernimiento, de nivelar la imaginación (una fuente de vida) y de estrechar el horizonte mental»63. La conciencia ordinaria sólo ilumina un sector restringido de la psique individual, que a su vez representa una parte minúscula del mundo psíquico. Aquélla, sin embargo, no está separada de éste, su situación no es la de un cuerpo rigurosamente limitado por su extensión y separado de los demás cuerpos; lo que distingue al alma del conjunto del inmenso universo sutil son sus tendencias particulares, que la definen -para emplear una imagen simplificada- como una determinada dirección espacial define al rayo de luz que en ella se mueve. Por sus tendencias particulares, el alma está en comunión con todas las posibilidades cósmicas de tendencia o cualidad análogas; las asimila y se asimila a ellas. Esta es la razón por la que la ciencia de las tendencias cósmicas es decisiva para la psicología. Esta ciencia está presente en todas las tradiciones espirituales; la tradición cristiana -y no sólo ella- está basada en el símbolo de la cruz, que es símbolo de las principales tendencias cósmicas: el trazo vertical de la cruz significa, en su sentido ascendente, la tendencia hacia el origen divino; en sentido descendente ejemplifica la tendencia inversa que va desde los orígenes a las tinieblas; los dos brazos horizontales corresponden a la extensión en el ámbito de un determinado plano de existencia64. Estas tendencias están total y claramente representadas en la cosmología hindú con los tres |