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optimi pessima. El animal normal permanece fiel a la forma y a la ley de su especie; si bien su capacidad de conocimiento no es reflexiva ni objetivante, no por ello es menos espontánea; es también una forma o un modo de la inteligencia universal, aunque los hombres, que por prejuicio o ignorancia equiparan la inteligencia al pensamiento discursivo, no la reconozcan como tal. Es cierto que algunos sueños, que no proceden de reminiscencias personales y que parecen surgir de un fondo inconsciente común a todos los hombres, contienen motivos o imágenes que se encuentran por todas partes en los mitos y en el simbolismo tradicional. Lo cual no significa que en el alma humana haya algo así como un museo de prototipos heredados de lejanos antepasados; los auténticos símbolos son siempre «actuales», son tan válidos hoy como hace mil años, porque reflejan realidades intemporales. Efectivamente, en ciertas condiciones, el alma puede asumir temporalmente la función de un espejo que refleje de modo pasivo e imaginativo las verdades universales contenidas en el Espíritu puro. Sin embargo, las «inspiraciones» de este tipo son bastante raras; dependen, por así decirlo, de circunstancias providenciales, como los sueños premonitorios de los que ya hemos hablado. Los sueños simbólicos, por otra parte, no revisten cualquier «estilo» tradicional; su lenguaje formal está normalmente determinado por la tradición o la religión a la que el individuo está adherido, ya que, en este campo, no existe lo arbitrario. Ahora bien, si consideramos los ejemplos de los sueños pretendidamente simbólicos citados por Jung, se comprueba que en la mayoría de los casos se trata de un falso simbolismo como el que encontramos en ciertos círculos pseudo-espirituales. El alma no es sólo un espejo sagrado; la mayor parte de las veces es un espejo mágico que se burla del que se contempla en él; Jung hubiera debido saberlo, dado que habla de las «astucias del ánima», aludiendo así al aspecto femenino de la psyché. Algunas de sus experiencias, que comenta en sus memorias76, hubieran debido enseñarle que quien explora los abismos psíquicos inconscientes se expone no sólo a las astucias del alma egocéntrica, sino también a los influjos extraños que provienen de seres y entidades ignotos, especialmente si los métodos empleados utilizan la hipnosis o a médiums. Dentro de este contexto se sitúan ciertos dibujos ejecutados por los pacientes de Jung y en los cuales él creía ver auténticos mandalas77. El término sánscrito mandala designa un esquema circular, bastante habitual en el hinduismo y en el budismo mahâyâna, que sirve de punto de apoyo a la meditación; esto nos recuerda que todos los contenidos esenciales del cosmos están presentes en el corazón como «morada» del Espíritu increado. La configuración de un esquema así obedece a leyes religiosas e inmutables; se trata, en definitiva, del instrumento que expresa una concentración que ha alcanzado la máxima consciencia espiritual. Por eso demuestra no poca ignorancia definir como mandala el diseño producido por coacción interior de un enfermo psíquico. Por otra parte, no hay que olvidar que existe un simbolismo de carácter muy general y subyacente al lenguaje del que nos servirnos espontáneamente cuando comparamos una verdad o un discernimiento a la luz, el error a las tinieblas, un progreso a una ascensión y un peligro moral a un abismo; o cuando representamos la fidelidad con un perro o la astucia con un zorro. Ahora bien, para explicar la presencia de tal lenguaje simbólico en los sueños, cuyo lenguaje es figurativo y no discursivo, no es necesario referirnos a un «inconsciente colectivo»; bastará con comprobar que el estado de vigilia no abarca todo el campo de la actividad mental. Que el lenguaje figurado de los sueños no sea discursivo no significa que sea necesariamente irracional, y es incluso bastante probable que, como Jung observó acertadamente, algún soñador sea más sabio en el sueño que en estado de vigilia; además, esta mayor sabiduría del sueño parece no ser rara en los hombres de nuestra época, sin duda porque las formas de vida impuestas por la vida moderna son particularmente ininteligentes e incapaces de transmitir los contenidos esenciales de la vida humana. Todo esto, empero, nada tiene que ver con el papel de los sueños puramente simbólicos o sagrados en una determinada tradición, bien porque estos sueños se presentan involuntariamente o porque han sido evocados por determinadas acciones sacras, como es el caso, por ejemplo, de los indios norteamericanos, cuya tradición favorece, unida a su ambiente natural, el sueño profético. Para no descuidar ningún aspecto de esta cuestión, queremos añadir: en toda comunidad que ha llegado a ser infiel a su forma tradicional, al marco sagrado de su vida, se produce una decadencia o una especie de momificación de los símbolos recibidos, y este proceso se reflejará en la vida psíquica de cada individuo que pertenezca a esa colectividad y sea partícipe de esa infidelidad. A toda verdad corresponde una huella formal, y cada forma espiritual proyecta una sombra psíquica; cuando ya no quedan más que estas sombras, revisten de hecho un carácter de fantasmas ancestrales que se mueven en el subconsciente. El más pernicioso de los errores psicológicos es reducir la simbología tradicional a estos fantasmas. En cuanto a la definición de «inconsciente», no hay que olvidar nunca que se trata de algo eminentemente relativo y provisional. Al igual que la luz, la conciencia alcanza distintos grados y también se refracta conforme a los medios que atraviesa; el ego es la forma de la conciencia individual, y no podría ser su fuente luminosa, que coincide con la fuente de la inteligencia. En su naturaleza universal, la conciencia es un aspecto del Logos78, que es a un tiempo conocimiento y ser, lo que significa que nada subsiste realmente fuera de ella79. Por consiguiente, el «inconsciente» de los psicólogos es simplemente todo lo que, en el alma, queda al margen de la conciencia habitual, del «yo» empírico orientado hacia el mundo físico. En otras palabras: «el inconsciente» comprende tanto el caos inferior como los estados superiores, que los hindúes comparan con la beatitud del sueño profundo, prajna, que irradia de la fuente luminosa del Espíritu universal; la definición de «inconsciente», por lo tanto, no delimita ningún campo determinado del alma. Mucho errores de la llamada «psicología de las profundidades» de la que Jung es uno de los principales protagonistas, son resultado del hecho de haber operado con el «inconsciente» como si fuera una entidad definida. Se ha afirmado demasiado a menudo que la «psicología de las profundidades» de Jung «ha restablecido la realidad autónoma de la psique». En verdad, según la perspectiva inherente a esta psicología, el alma no es ni independiente del cuerpo ni inmortal; no es más que una especie de fatalidad irracional situada fuera de todo orden cósmico inteligible. Si el comportamiento moral y mental del hombre estuviera realmente determinado por un conjunto de «tipos» ancestrales surgidos de un abismo psíquico completamente inconsciente e inaccesible a la inteligencia, el hombre estaría como suspendido entre dos irrealidades irreconocibles y divergentes, la de las cosas y la del alma. La psicología moderna considera siempre que el vértice luminoso del alma es la conciencia del yo, que “progresa”; en la medida en que se aleja de las tinieblas del «inconsciente». Ahora bien, según Jung, en estas tinieblas se encuentran las raíces vitales de la individualidad; el «inconsciente colectivo» estaría dotado de un instinto regulador, de una especie de sabiduría sonámbula, sin duda de naturaleza biológica; por lo cual la emancipación consciente del ego implicaría el peligro de un desarraigo vital. El ideal es, según Jung, un equilibrio entre los dos polos, el consciente y el inconsciente; equilibrio que sólo parece posible par mediación de un tercer elemento, una especie de centro de cristalización que denomina el «sí», término imitado de las doctrinas hindúes. A este respecto escribe: «Con la sensación del sí como una entidad irracional, indefinible, a la que el yo no se contrapone ni se somete, sino que se adhiere, y alrededor de la cual evoluciona de algún modo, como la Tierra gira en torno al Sol, se consigue el fin de la individuación. Me sirvo del término "sensación" para explicar el carácter empírico de la relación entre el yo y el sí. En esta relación no hay nada inteligible, ya que no podemos hablar de los contenidos del sí. El yo es el único contenido del sí que conocemos. El yo individualizado se "siente" como objeto de un sujeto desconocido y superior a él. A mi parecer, la comprobación psicológica alcanza aquí su límite extremo, ya que la idea del sí es en sí misma un postulado trascendente, que puede justificarse psicológicamente, pero no probarse científicamente. El paso más allá de la ciencia es una exigencia absoluta de la evolución psicológica aquí descrita, ya que sin este postulado yo no podría formular los procesos psíquicos comprobados por la experiencia. Así, pues, la idea de un sí posee, por lo menos, el valor de una hipótesis, a la manera de la estructura del átomo. Y si es cierto que con esto aún seguimos siendo esclavos de una imagen, se trata, sin embargo, de una imagen eminentemente viva, cuya interpretación sobrepasa mis capacidades. Acepto que es una imagen, pero una imagen que nos contiene»80. A pesar de una terminología que se quiere científica, estaríamos tentados de otorgar, todo crédito a los presentimientos expresados en este pasaje, y de encontrar en ellos una aproximación a las doctrinas metafísicas tradicionales, si Jung, en un segundo pasaje, no relativizara la noción del sí, considerándola esta vez no corno un principio trascendente, sino como resultado de un proceso psicológico: «Podríamos definir el sí como una especie de compensación del conflicto entre lo interior y lo exterior. Esta formulación no es inadecuada, ya que el sí tiene carácter de resultado, de una meta por alcanzar, de algo que se va produciendo gradualmente a través de penosas experiencias. Del mismo modo, el sí es también el fin de la vida, pues es la expresión más total de esa combinación de destino llamada individuo, y no sólo del hombre individual, sino de todo un grupo, en el que unos y otros se integran en una imagen completa»81. Hay ámbitos en los que el diletantismo no se perdona. Si se habla de arquetipos, no puede prescindirse de la doctrina platónica o, considerarla como resultado de una tentativa infantil que hay que rectificar; y si se utiliza el concepto del sí (Atmâ) de la terminología hindú, lo mínimo que se puede hacer es intentar comprender su significado. Ese feliz equilibrio entre consciente e inconsciente, o la incorporación a la «personalidad, empírica de ciertos impulsos que proceden del inconsciente, que paradójicamente Jung llama «individuación», término por el que tradicionalmente se designa no un proceso psicológico cualquiera, sino la diferenciación de los individuos a partir de la especie, eso que Jung entiende con tales términos es una suerte de plasmación definitiva de la individualidad, del yo concebido como un fin en sí. Desde una perspectiva como ésta la noción del «sí» pierde, evidentemente, todo el significado metafísico que le atribuyen los hindúes, para quienes el yo realizado no es más que un reflejo finito e inconstante del Sí inmutable e ilimitado. Pero Jung no sólo se ha apropiado, reduciéndolos a un plano psicológico y, además, clínico, de los conceptos tradicionales arriba citados; ha ido más lejos: compara el psicoanálisis, del que se sirve para lograr esa «individuación», con una iniciación en el auténtico y sagrado sentido del término: «La única forma de iniciación aún válida y de utilidad práctica en la esfera de la civilización occidental, es el "análisis" del “inconsciente” utilizado por los médicos ...»82. Los místicos de Eleusis y de Delfos -por citar sólo este ejemplo occidental de iniciación- habrían estado, pues, en análogas condiciones a las de los pacientes de una clínica psiquiátrica; y los Padres de la Iglesia, que no dudaban en designar el bautismo y la crismación como iniciación, se hubieran referido con ellos a un «análisis del inconsciente»... Tomando los datos de esta falsa ecuación dictada por una ignorancia singular, característica del arrogante impulso cientifista europeo, la psicología junguiana se extiende a dominios en los que no es mínimamente competente83. No se trata solamente del tanteo torpe, aunque bien intencionado, de un investigador de la verdad separado de los orígenes por el ambiente materialista. En realidad, Jung evitó deliberadamente todo contacto con los verdaderos representantes de las tradiciones por él investigadas y explotadas: durante su viaje a la India, por ejemplo, se negó a visitar a un sabio como Shri Ramana Maharshi -aduciendo un motivo que demostró una insolente frivolidad84-, quizá porque instintiva e «inconscientemente» -es el momento de decirlo- temía el contacto con una realidad que desmentiría sus propias teorías. La metafísica, es decir, la doctrina de lo eterno y lo infinito, no era para él sino una especulación en el vacío y, en última instancia, simplemente una tentativa de lo psíquico de superarse a sí mismo, comparable al ridículo gesto del barón de Münchhausen que quería salir del barro agarrándose a su propio codo. Esta concepción es característica de la ciencia moderna, y sólo por ello lo mencionamos. A la absurda objeción de que la metafísica no sería más que un producto de la psyché, podríamos contestar fácilmente que también esta objeción es tal producto. Con la misma lógica podríamos decir que toda la psicología no es más que una «proyección» de un «complejo», o el producto de determinadas células cerebrales, y así sucesivamente. Pero el hombre vive de verdades; admitir cualquier verdad, por relativa que sea, es reconocer que intellectus adaequatio rei; la mera afirmación «esto es esto», ya presupone el principio de la unidad de conocimiento y ser y, por tanto, la presencia de lo absoluto en lo condicionado. Desde luego, Jung rompió ciertos moldes puramente materialistas de la ciencia moderna, pero no nos resulta de ninguna utilidad -por decir lo mínimo-, puesto que los influjos que se infiltran a través de esa brecha proceden de sectores psíquicos tenebrosos y siniestros -aunque se justifiquen como «inconsciente colectivo»-, y no del Espíritu, que es lo único verdadero y lo único que puede salvamos. Capítulo V: REFLEXIONES SOBRE LA DIVINA COMEDIA DE DANTE, EXPRESION DE LA SABIDURIA TRADICIONAL Quien considere a la Divina Comedia de Dante como una pura fantasía poética, en realidad no la comprende del todo, y quien la vea como una construcción conceptual envuelta en ropaje poético no le hace justicia. Dante no es un gran poeta, «a pesar de su filosofía»; es un gran poeta en virtud de su visión espiritual que, precisamente porque abarca más de cuanto se pueda imaginar en un principio, condiciona tanto el sentido como la forma de la obra. Está en la naturaleza del arte sacro el ser a la vez verdadero y bello, incidiendo así en todos los planos del alma y, al mismo tiempo, en el corazón, la razón, la imaginación y la percepción sensible, infundiéndoles el presentimiento de la Unidad divina. El artista no es tanto el inventor como el que conoce y percibe, puesto que las formas que dan sentido a las cosas ya están inscritas en ellas; lo único que tiene que hacer es separar las cualidades esenciales, que corresponden más al ser que al devenir, de lo que es accidental y fortuito. Por eso, en su descripción de los invisibles mundos psíquicos y espirituales, Dante pudo referirse a la estructura del universo visible tal como los sentidos la captan desde el punto de vista terrenal. Sobre la validez de este punto de vista, anclado en la naturaleza del propio hombre, ya nos hemos pronunciado en otro lugar85; sólo nos queda, pues, llamar la atención sobre el significado que, en parte sobre la base de los prototipos ya existentes, en parte según su propio criterio, Dante atribuye a los elementos del universo visible. Ya hemos dicho que las condiciones de ser o de conciencia correspondientes a los siete cielos planetarios pertenecen al mundo de la materia sutil o psíquica; en realidad, los diversos movimientos de los planetas demuestran que debe tratarse aún de un mundo condicionado por la forma. Para ser más exactos, las condiciones así representadas son de tipo tanto psíquico como espiritual; son como una extensión del Espíritu divino al campo de la psique, o como una ascensión de la psique al campo del Espíritu. Y es justo que así sea, puesto que el hombre es esencialmente espíritu; una condición que en cierto modo incluya el conocimiento de Dios, puede caracterizarse por una cierta disposición de ánimo, aunque no quedarse reducida a esto. El propio Dante lo explica poniendo en labios de Beatriz que el espíritu de cada elegido tiene su propio «sitial» en el último cielo sin forma, y comparece al mismo tiempo en una esfera correspondiente a su tipo de beatitud |