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amor-intellectus en su Vita nova, «pero tú no eres así» (Ego tanquam centrum circuli, cui simili modo se habent circumferentiae partes, tu autem non sic) (XII, 4). En la medida en que el ambicionar y el querer se alejan de este centro, impiden al alma abrirse espiritualmente a lo eterno: «la pasión, el intelecto ata» (Paraíso, XIII, 120). Cuando Dante dice de las almas condenadas que han perdido el bien del intelecto, quiere decir que en ellas la voluntad se ha desviado definitivamente del centro esencial. El impulso volitivo que niega a Dios se ha vuelto en ellas instinto central; están en el infierno porque, a fin de cuentas, quieren el infierno: Los que murieron con Dios airados De todos los países aquí acuden, Y a traspasar el río se apresuran; Tanto la justicia divina los incita Que el temor se convierte en deseo. (Infierno, III, 122-126) No ocurre lo mismo con las almas que sufren las penas del purgatorio: su voluntad no ha negado el elemento divino del hombre, sino que lo ha buscado en lugares erróneos; en su nostalgia del infinito, se han dejado engañar: en un pasaje del Paraíso dice Beatriz a Dante: Veo claramente cómo ya resplandece En tu intelecto la eterna luz, Que, vista por sí sola y para siempre, El amor enciende; Y si otra cosa vuestro amor reclama, De aquélla no es sino un vestigio mal conocido que en ésta se trasluce. (Paraíso, V, 7-12) Cuando con la muerte desaparecen el objeto de la pasión y la ilusión de su bondad divina, estas almas experimentan su ansia como lo que realmente es: un consumirse por las apariencias que no acarrea sino dolores. Debatiéndose dentro de los límites de su placer, reconocen negativa e indirectamente qué es la realidad divina, este conocimiento es su arrepentimiento. Con ello desaparece gradualmente el instinto errado que continúa actuando en ellas sin la aprobación del corazón, hasta que la negación de la negación no desemboque en el Sí de la libertad primordial, vuelta hacia Dios: De la mundicia, sólo la voluntad da prueba, Que, completamente libre para cambiar de sitio, Al alma induce y a su deseo ayuda. Ya antes lo quiso, mas no le dejó el talento, Que, contra su voluntad, la divina justicia Tanto como puso en pecar pone en tormento. (Purgatorio, XXI, .61-66) Aquí hemos tocado un motivo de fondo de la Divina Comedia: la relación recíproca entre conocimiento y voluntad. El conocimiento de las verdades eternas está potencialmente presente en el espíritu humano, el intelecto; pero su desarrollo está en un primer momento condicionado por la voluntad: negativamente, por el pecado del deseo, y positivamente, por su superación. Las diversas penas del purgatorio descritas por Dante pueden interpretarse, por tanto, bien como estados sucesivos a la muerte, bien como peldaños del acceso que conduce a la condición intacta y original en la que conocimiento y querer o, más exactamente, el conocimiento del fin eterno del hombre y la aspiración al placer, ya no son divergentes. En el momento en que Dante entra en el paraíso terrenal, en la cumbre de la montaña del purgatorio, Virgilio le dice: No esperes mis palabras ya, ni mi consejo: Libre, recto y sano es tu albedrío, Y error sería no hacer según su juicio: Por lo que corona y mitra yo te ciño. (Purgatorio, XXVII, 139-142) El paraíso terrenal es, por así decirlo, el «lugar» cósmico donde el rayo del Espíritu divino, que traspasa todos los cielos, toca a la condición humana, pues a partir de ésta, Dante se ha elevado hasta Dios por Beatriz. Mientras que en el hombre pecador es la voluntad la que determina la medida de su conocimiento, en los elegidos la voluntad surge de su Conciencia del orden divino. Su voluntad es, en otras palabras, la expresión espontánea de su visión de Dios, por lo cual su jerarquía en el cielo no viene dictada por ninguna coerción; esto es lo que el alma de Piccarda explica al Poeta en el cielo de la luna, respondiendo a la pregunta de si los Bienaventurados de una esfera no aspiran a una esfera superior «para ver más y para mejor hacerse afectos»: Hermano, nuestra voluntad se aquieta Por la virtud de caridad que nos lleva a querer Sólo lo que tenemos y otra cosa no ansía. Si deseásemos estar más elevados, En desacuerdo estarían nuestros deseos Con la voluntad de Aquel que aquí nos puso; Verás que eso no cabe aquí en estas esferas Si aquí la caridad es necesaria Y su naturaleza bien la consideras: Constituye más bien, la bienaventuranza Que te conformes a la voluntad divina Para que nuestras voluntades sean una sola: El ir así, de grado en grado, como vamos Por este reino, a todo el reino place, Tanto como al Rey, que a su querer confórmanos: En su voluntad está nuestra paz: Ella es aquel mar donde todo confluye, Tanto lo que ella crea como lo que genera La naturaleza. (Paraíso, III, 70-87) Conformarse a la voluntad divina no significa falta de libertad, sino, al contrario: la voluntad que se rebela contra Dios es por ello mismo víctima de la coerción91, por lo cual «los que con Dios mueren airados» tienen miedo de llegar al infierno «al que la divina justicia les incita» (Infierno, III, 121-126); la aparente libertad de la pasión se transforma en esclavitud del instinto «Que, contra su voluntad, la divina justicia, tanto como puso en pecar pone en tormento» (Purgatorio, XXI, 61-66), mientras que la voluntad de aquellos que conocen a Dios brota de la misma fuente de la libertad. La verdadera libertad de la voluntad depende, por consiguiente, de su relación con la Verdad, que a su vez constituye el contenido del conocimiento esencial. Por el contrario, la más alta visión de Dios de que Dante habla en su obra, está en armonía con el cumplimiento espontáneo de la voluntad divina. El conocimiento coincide con la Verdad divina y la voluntad coincide con el Amor divino, y ambas cualidades se revelan como aspectos del Ser divino, uno inmóvil y otro en movimiento. Esta es la conclusión de la Divina Comedia y al mismo tiempo la respuesta al esfuerzo de Dante por captar el origen eterno del ser humano en la Divinidad: Mas no para eso eran mis plumas; Si no hubiera sido mi mente iluminada Por un fulgor que satisfizo su deseo. Faltó aquí fuerza a la alta fantasía; Mi deseo y mi voluntad, empero, ya giraban Como rueda a la que a su vez impulsa El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas. (Paraíso, XXXIII, 139-145) Nunca faltará algún estudioso que asegure que Beatriz no existió jamás, sosteniendo que todo lo que Dante dice de ella se refiere en realidad a la Sabiduría divina, la Sophia. Esta concepción indica la confusión entre símbolo auténtico y alegoría, en la acepción que el Renacimiento da a este término; en este sentido, una alegoría es más o menos una invención conceptual, un disfraz artificioso de conceptos generales, mientras que la simbología auténtica está contenida, como ya decíamos, en la esencia de las cosas mismas. El hecho de que Dante preste a la Sabiduría divina la imagen y el nombre de una mujer noble y bella viene dictado por una ley imperiosa; no sólo porque este aspecto femenino, en su sentido más sublime, es, en cuanto objeto de conocimiento, inherente a la Sabiduría divina, sino también porque la presencia de la divina Sophia se le ha revelado a través de la mujer amada. Esto nos proporciona la clave para comprender, por lo menos en líneas generales, la alquimia espiritual en virtud de la cual el profeta transforma las apariencias sensibles en esencialidad suprasensible: si el amor capta toda voluntad llevándola a confluir al centro del ser, un amor tal tiene la posibilidad de convertirse en conocimiento de Dios. El medio que conduce del amor al conocimiento, es la belleza: cuando ésta se experimenta en su inagotable esencia que libera de todos los confines, le es inherente un aspecto de la Sabiduría divina; por eso la atracción entre los sexos puede conducir al conocimiento de lo divino, ya que el deseo puede ser absorbido y anulado por el amor, y la pasión por la experiencia de la belleza. El fuego que Dante debe atravesar en el último escalón antes de alcanzar el Paraíso terrenal (Purgatorio, XXVII), es el fuego en el que los Iujuriosos deben, purgar sus pecados. «Entre tú y Beatriz está este muro», dice Virgilio a Dante en el momento en que éste teme atravesar las llamas (ibid., 36). «Tan pronto estuve dentro, me habría arrojado a un vidrio ardiente para refrescarme» (ibid., 49-50). La inmortal Beatriz hace frente a Dante, primero con severidad (Purgatorio, XXX, 103 ss.), pero después con tierno amor, y, mientras lo conduce hacia las esferas celestes, le revela su propia belleza, que su mirada resiste a duras penas (Paraíso, XXI, 1 ss., XXIII, 46.48). Es significativo que Dante no se refiera más, como en su Vita Nova, a la belleza del alma de Beatriz, a su bondad, a su inocencia, a su humildad, sino que hable solamente de su belleza visible: lo que es exterior se convierte en símbolo de lo interior, la percepción sensible se convierte en expresión de la visión espiritual. Dante aún no es capaz de mirar directamente la luz divina, y por eso la contempla en el espejo de los ojos de Beatriz (Paraíso, XVIII, 16-18; XXVIII, 3 ss.). Sólo al final, en el cielo supremo, Beatriz se substrae completamente de su vista y su mirada permanece fija en la fuente de luz divina hasta consumirse en ella (Paraíso, XXXIII, 82-84). La justicia movió a mi supremo autor: Me hicieron la divina potestad, La suma sabiduría y el amor primero. Antes que yo, nada hubo creado Sino lo eterno, y permanezco eternamente: Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza. (Infierno, III, 1-9) Frente a estas célebres palabras escritas en la puerta del infierno, más de un lector moderno tiende a decir con el Poeta: "Maestro, su significado me espanta" (ibid., 12), pues les resulta difícil conciliar la representación de la condena eterna con la idea de amor divino, «el amor primero». Sin embargo, para Dante el amor divino es el origen de la creación como tal; en realidad, el amor divino ha proporcionado la existencia al mundo creado «de la nada», haciéndolo participar del Ser divino. Así entendido, el amor divino, sin ser distinto del amor, pierde todos los límites que se le puedan atribuir desde un punto de vista humano; es la expresión de la abundancia del Ser y de la beatitud contenida en Dios, un exceso que revierte en la nada o en el casi nada. En realidad, en la medida en que el mundo es distinto de Dios, tiene su raíz en la nada. Por otra parte, le es inherente necesariamente una parte de negación de Dios, y la amplitud ilimitada del amor divino se pone de manifiesto tanto en la aceptación de, incluso, esta negación de Dios como en la concesión de su existencia. Por lo tanto, la existencia de las posibilidades infernales depende del amor divino, pero al mismo tiempo tales posibilidades son condenadas por la justicia divina como negaciones de Dios. «Antes que yo, nada hubo creado, Sino lo eterno, y permanezco eternamente»: las lenguas semíticas distinguen entre la eternidad, que sólo se refiere a Dios, equivalente a un eterno Ahora, y la duración eterna, propia de las condiciones del más allá; el latín escolástico distingue entre aeternitas y perpetuitas, pero no así el latín vulgar, por lo cual ni siquiera Dante pudo expresar claramente esta distinción. Pero ¿quién sabía mejor que él que la duración del más allá no es idéntica a la eternidad de Dios, así como la existencia fuera del tiempo del mundo de los ángeles no es comparable a la duración del infierno, parecida a un tiempo rígido? Si bien la condición de los condenados no tiene fin en sí misma, vista desde Dios no puede ser sino finita. «Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza»: inversamente podría decirse: quien todavía espera en Dios, no deberá pasar por esta puerta. La condición de los condenados es la desesperación, así como la esperanza sería la mano abierta para recibir la gracia. Al lector moderno le parece extraño que Virgilio, que, sabio y benévolo, pudo conducir a Dante hasta la cima del Purgatorio, deba tener su propia sede, como todos los demás sabios y héroes de la antigüedad, en el limbo. Sin embargo, Dante no pudo colocar al no bautizado Virgilio en uno de los cielos sólo alcanzables en virtud de la gracia. Mas, si se observa detenidamente, en la obra dantesca se pone en evidencia una extraña fractura que aparece como el indicio de una dimensión no realizada. En su conjunto, describe el limbo como un lugar oscuro, sin luz y sin cielo, pero apenas Dante entra con Virgilio en el «noble castillo» donde pasean los sabios de la antigüedad «por prados de fresco verdor», habla de un «lugar abierto, luminoso y alto» (Infierno, IV, 115 ss.), como si ya no se encontrara en las capas subterráneas de la tierra. «Había allí gentes de mirar reposado y grave, de gran autoridad en su semblante Hablaban con parsimonia, la voz suave» (Ibid., 112-114) Todo esto ya no tiene nada que ver con el infierno, pero tampoco puede incluirse directamente bajo la gracia cristiana. Se plantea aquí, pues, el problema de si Dante tenía una actitud fundamentalmente negativa respecto a las fes no cristianas. En un pasaje del Paraíso, en el que Dante coloca entre los elegidos al príncipe troyano Rifeo (XX, 67 ss.), habla de la imponderabilidad de la elección divina y aconseja a los hombres que no la juzguen a la ligera. ¿Qué podría significar Rifeo para Dante sino un ejemplo lejano de un santo extra-eclesiástico? No decimos extra-cristiano, puesto que para Dante cualquier revelación de Dios en el hombre es Cristo. Surge un segundo problema: ¿Era consciente Dante de que la configuración de la Divina Comedia se acercaba mucho a ciertas obras de la mística islámica que le son afines? El género del poema épico que describe en forma alegórica la vía del que conoce a Dios no es raro en el mundo islámico. Es presumible que algunas de esas obras hubieran sido traducidas en lengua provenzal92, y es bien sabido que la comunidad a la que Dante pertenecía, los «Fedeli d'Amore», tenía relación con la Orden de los Templarios, situada en Oriente y abierta al mundo espiritual islámico93. Es posible encontrar para casi cada elemento importante de la Divina Comedia un prototipo correspondiente en los escritos esotéricos del Islam: para la interpretación de las órbitas de los planetas como niveles de conciencia espiritual; para la subdivisión del infierno; para la figura y el papel de Beatriz, etc. Sin embargo, a juzgar por ciertos pasajes del Infierno de Dante (XXVIII, 22), es más bien improbable que él hubiera conocido y reconocido al Islam como religión. Es mucho más verosímil que hubiese tenido acceso a escritos no directamente islámicos94; las cosas que en este sentido se adjudiquen a Dante resultarán mucho más fuera de lugar de lo que la investigación comparada pueda suponer95. Las verdades espirituales son como son, y los espíritus pueden encontrarse en un nivel determinado de conciencia sin haber conocido jamás la existencia uno del otro en el plano terrenal. 1 DANTE, |