Tesis de Grado




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fecha de publicación19.02.2016
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Rocha3.1242,01.5902,1Salto

7.652

4,8




5.649

7,4




San José3.9792,52.0632,7Soriano

3.272

2,1




2.071

2,7




Tacuarembó7.1684,55.0406,6Treinta y Tres

2.645

1,7




1.609

2,1




Total159.31910076.452100Fuente: Elaboración propia en base a INE.
Si realizamos el análisis por departamento, se puede inferir que la capital del país y Canelones registran el mayor porcentaje de personas que afirman tener ascendencia indígena, siendo estas del 44,9% y 16,0% respectivamente. A estos le siguen los departamentos de Salto y Tacuarembó con un 4,8% y 4,5% respectivamente.
I.IV Análisis de documentos y otras fuentes de información.
Otras investigaciones académicas realizadas en Uruguay en lo que respecta al pasado indígena, revelan que lo heredado culturalmente es de origen guaraní, así lo expresan González Rissotto y Rodríguez Varesse (1982), quienes sostienen que el aporte guaraní-misionero se manifiesta, por su presencia e inserción en la sociedad: por su predominio lingüístico, su gravitación económica y su caudal demográfico. La preeminencia lingüística se aprecia en la denominación de los accidentes geográficos, Cerro Batovi (Senos de mujer en guaraní), en la fauna, guazubirá (venado de los montes en guaraní), en la flora, ñandubay (árbol americano de madera rojiza muy dura en guaraní) y la medicina popular. Siendo este el aporte de origen americano más importante en la formación inicial de la sociedad uruguaya.

Por otro lado Oscar Padrón Fabre (1986), en el año 1981, inicia en el departamento de Durazno y otras localidades, como Carlos Reyles y Villa Carmen, la búsqueda de elementos que aporten datos sobre la importancia de la influencia indígena en la constitución de la sociedad. Las principales fuentes de información utilizadas fueron: partidas de bautismo, de defunción, y libros de fábrica, las que brindan insumos muy valiosos, tales como nombres, fecha de nacimiento, nombres de padres, abuelos y bisabuelos.

Ahora, filiar la ascendencia de personas a determinado grupo muchas veces no resulta sencillo, ya que es factible hallar documentos que testifiquen la ascendencia de grupos como el guaraní-misionero-paraguayo, donde se destaca la existencia de numerosas familias con apellidos de origen guaraní: Taparí, Cumbay, Viraque, Nongoy, Saracho. No encontrándose documentación alguna que testifique la ascendencia charrúa. Esto debido a que la hipótesis que prevalece a nivel científico, es que los charrúas fueron parcialidades nómadas, no integrándose a la vida social, por ende no existen registros parroquiales. Sin embargo los indios guaraníes fueron los que tuvieron una fuerte integración con la sociedad occidental, estando documentado en las partidas parroquiales.
I.V Estudios sobre genética
Trabajos de gran relevancia académica, basados en rasgos morfológicos, como los realizados por la Dra. Mónica Sans a partir del año 1986, dan cuenta de que uno de cada cuatro ciudadanos uruguayos tiene al menos un antepasado indígena. Para realizar el estudio tuvo en cuenta tres marcadores diferentes: la mancha mongólica (mancha que se encuentra en la parte superior de los glúteos, al momento del nacimiento), el diente en pala (extensión del esmalte dental de los bordes verticales hacia la cara lingual) y diversas características de los dermatoglifos (huellas dactilares). Con respecto al primer marcador la frecuencia de la mancha en recién nacidos fue elevada en todos los casos, en relación a lo esperado, en una población considerada caucásica (solo un 10% de los recién nacidos se considera que pueden presentar dicha mancha en poblaciones de origen blanco), arrojó un 37% en Montevideo y 43% en Tacuarembó. Con respecto al segundo marcador, las frecuencias obtenidas en incisivos centrales fueron de un 23% en Montevideo y 26% en Tacuarembó. Las diferencias observadas, en estos últimos, no son significativas y tampoco lo es la relación entre la frecuencia del rasgo en incisivos centrales y su frecuencia en incisivos laterales. Por último, las huellas dactilares no tienen relevancia, ya que no permiten discriminar con precisión.

A partir de los años 90 se utilizan técnicas más fiables que la morfología, (los rasgos morfológicos tienen una herencia muy compleja que dificultan el análisis de ancestros) y se analizan distintos grupos sanguíneos (ABO o RH y otros grupos del mismo tipo como Duffy, Diego y Kell), los cuales son propios de amerindios.

En este sentido, se realizaron trabajos de investigación (Sans y Figueiro: 2009) que apuntan al estudio del ADN mitocondrial, más precisamente de linaje materno. Estos muestran que la herencia materna es significativa cuando se analiza el ADN mitocondrial. Los datos dieron como resultado que en Montevideo se observó 20,4% de haplogrupos indígenas, un 62 % de aporte materno indígena en Tacuarembó y un 30% en Cerro Largo. Una muestra sobre el total del Uruguay arrojó que un 34%, un tercio de la población, tiene haplogrupos indígenas (Sans y Figueiro; 2009: 346). En contraposición con los marcadores de cromosoma Y (herencia masculina) que arrojan porcentajes de aporte amerindio de entre 2% y 8% en Tacuarembó y una media nacional al 1%. Según el estudio, estos datos son similares a los que se observa en América Latina. Los autores destacan que al no existir grupos indígenas en Uruguay se utilizaron las frecuencias de los diversos haplogrupos amerindios encontrados en la población actual para hacer inferencias sobre las características de los grupos étnicos que aportaron a la misma. La mayor parte de las muestras estudiadas, así como el total nacional, muestran el predominio de los haplogrupos B y C.

Así lo manifestó la investigadora, en una entrevista realizada en el Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, para el libro “Multiculturalismo en Uruguay”: “Sobre fines de los ´80 empezamos con ADN mitocondrial y más recientemente, con cromosoma Y que te permite una lectura mucho más fina que el ADN mitocondrial. Hoy en día, cuando se analizan los valores para promediar en el Uruguay: si uno toma las 2 herencias mezcladas, lo que podría ser grupos sanguíneos, está alrededor del 10% indígena para todo el promedio. Que es como que cada persona tuviera en promedio un bisabuelo o tatarabuelo. Cuando hacés lo mismo desde el lado mitocondrial, un tercio de la población tiene un ascendiente indígena. En síntesis, tenemos 10% cuando es por ambas vías, un tercio, 34% aproximadamente cuando hacés solo vía materna y entre el 2 y el 8%, cuando es cromosoma Y. Datos similares a lo que se ve en toda Latinoamérica”.

Asimismo, realizaron una comparación de esas frecuencias con diversas muestras de América del Sur, desprendiéndose algunos aspectos importantes vinculados a los haplogrupos estudiados. El haplogrupo C, presente en la población actual en un 35%, es especialmente frecuente en grupos de la Patagonia y Tierra del Fuego. El haplogrupo B, igualmente frecuente, se da tanto en el norte y noroeste argentinos como en grupos Mbyá de Misiones. En cuanto a los haplogrupos menos frecuentes, el haplogrupo A (19%) está fuertemente presente en grupos guaraníes, en tanto que el D es frecuente especialmente en grupos patagones y fueguinos. Estos resultados muestran claramente que las poblaciones de indígenas que más contribuyeron con su aporte a la población uruguaya actual (siempre por vía materna), fueron los correspondientes a los haplogrupos B y C, es decir, los grupos pertenecientes a los pampeanos-patagónicos, los restantes A y D fueron minoritarios. Este hallazgo se contrapone con las investigaciones históricas, que apuntan al predominio del aporte Guaraní en nuestra sociedad.
Europeos, africanos e indígenas conforman la población uruguaya, con sus diferentes aportes, y dejan al descubierto que es difícil mantener conceptos tales como “Uruguay país de inmigrantes”. Para los últimos, particularmente, los datos genéticos muestran aún más fuerte la hipótesis de la intensión de excluir a los pueblos indígenas de los capítulos que hacen a nuestra historia nacional (Sans y Figueiro; 2009:349).

Asimismo, recientes obras retratan a un Uruguay diferente y desconocido para muchos. Mostrando un país con una diversidad cultural mucho más importante que la que estamos acostumbrados a reconocer. No aquel país que se describe en la historiografía nacional o se divulga en las cartas de presentación internacional para atraer a turistas o inversores: europeizado, sin indios ni legado indígena; secularizado, con escasos negros y homogéneo culturalmente (Arocena F, y Aguiar S; 2007: 7). Esto refleja una realidad mucho más interesante de la sociedad uruguaya. Visualizándose la existencia de minorías culturales coexistiendo en su interior y demostrar que nuestra sociedad es una sociedad multicultural.

CAPITULO II

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SURGIMIENTO DE LAS ASOCIACIONES EN URUGUAY
Actualmente coexisten 11 agrupaciones de descendientes de indígenas, alguna de ellas se encuentran funcionando en la ciudad de Montevideo, el resto en el interior de país. Ellas son: INDIA (Integrador Nacional de Descendientes Indígenas Americanos), Sepé, ADENCH (Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa), Comunidad Charrúa Basquadé-Inchalá, Pirí (Tarariras Colonia), Guyunusa (Tacuarembó), Berá (Paso de los Toros), Olimar Pirí (Treinta y Tres), Asociación Queguay Charrúa (Aquechua) Pirí, Inchalá Guidai y Timbu Guazú (Tarariras Colonia). Las 10 últimas mencionadas conforman el Consejo de la Nación Charrúa (CONACHA), fundada el 25 de junio de 2005.

En 1986 se comienzan a dar los primeros pasos hacia la búsqueda de indicios que demuestra la existencia de descendencia de los primeros pobladores originarios de la Banda Oriental y se inicia un período de indagación sobre la ascendencia indígena en nuestra población. Con este propósito el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), crea la Comisión Coordinadora de la Primera Campaña Nacional de Relevamiento de Descendientes Indígenas, en todo el territorio nacional, para conocer a las familias de descendientes cualquiera fuese su etnia y reivindicar sus raíces culturales. Es así que “desde distintos ámbitos, con distintas estrategias y diferentes recursos, los interesados en el tema indígena hablan de una memoria que es necesario rescatar, un pasado que se debe revalorizar en búsqueda de una nueva identidad nacional que haga justicia a los antepasados” (Arocena,F y Aguiar, S; 2007: 24)

En julio de 1989 surge la Asociación Indigenista del Uruguay (AIDU) y un mes más tarde nace la Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa (ADENCH), nucleando a personas que manifiestan tener descendencia indígena. En 1998 por diferentes conflictos ideológicos y discrepancias generadas por la representación de Uruguay en el exterior, nace el Integrador Nacional de Indígenas Americanos (INDIA).

Son asociaciones sin fines de lucro, se financian a través del aporte voluntario de los asociados, ya que no reciben apoyo financiero de ningún organismo del Estado. Son agrupaciones, que persiguen como objetivo primordial, rescatar, revalorizar y difundir la temática indígena en nuestro país, así como realizar un aporte a la construcción de la identidad nacional y reivindicar el legado de los pueblos originarios.

La cantidad de integrantes oscilan entre 15 y 20 personas, mientras que la más numerosa declaró tener aproximadamente 250 integrantes. Tienen una disposición jerárquica en relación con las funciones que desempeñan, pero dicha jerarquía no se tiene en cuenta a la hora de tomar decisiones. Sus actividades y su accionar han generado polémicas y controversias, provocando fuertes discrepancias con científicos y diferencias entre las diferentes asociaciones.

En el ámbito de la enseñanza, lograron participar activamente en el debate educativo llevado a cabo en el año 2006, así como también lograr en distintos lugares del territorio integrarse a las escuelas a través de proyectos con temáticas indígenas, e incluso ampliarlos al trabajo comunitario. Ejemplo claro de ello son las huertas orgánicas, talleres de cestería, barro y pintura impulsados curricularmente en escuelas de Tacuarembó, Colonia, Canelones y Montevideo.

En lo que se refiere a la música, el grupo Basquadé Inchalá (levántate hermano en charrúa), Chaloná-Chonik (muchacha y somos la gente en charrúa) y Guidaí (Luna) se ha preocupado desde su formación, por la recuperación de la lengua charrúa y transmitirlo a través de la música y poemas, en distintos ámbitos de la sociedad.

Como resultados de la labor de estas agrupaciones se destaca: el retorno de los restos del cacique Vaimaca Perú en el año 2002 y la inhumación de sus restos con honores de Estado en el Panteón Nacional del Cementerio Central, constituyendo uno de los hechos más significativos ocurridos en el transcurso de ese año, restitución alcanzada a través de la ley 17.256. Por otro lado mantienen un fuerte vínculo a nivel internacional a través del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América y el Caribe, con sede en Bolivia, y cuentan con un delegado ante el Consejo Continental Gran Nación Pueblos Indígenas convocado por el Ministerio del poder popular de pueblos indígenas de Venezuela, un hecho inédito para la historia social y cultural de nuestro país. Integran desde el 2007 la Comisión Honoraria Contra el Racismo, Xenofobia y Discriminación, dentro de la órbita del Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Se logra la promulgación de la ley 17.767, que prohíbe realizar estudios científicos a Vaimaca Perú, luego de varios enfrentamientos con científicos de la Universidad de la República (UdelaR). Por último, y el objetivo más anhelado, es la aprobación en el Senado de la República de la Ley 18.589, que declara al 11 de Abril de cada año como el “Día de la Nación Charrúa y de la Identidad Indígena”.

CAPÍTULO III

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PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN

Pregunta: ¿Qué es ser descendiente de Charrúa en el siglo XXI?

Objetivo general:

Identificar en el discurso del auto reconocimiento de la ascendencia charrúa, los lugares desde los cuales se realiza el reclamo de una identidad cultural.
Objetivos específicos:

Indagar en los discursos de quienes se auto identifican descendientes de charrúas, cuales son los factores articuladores que habilitan la auto identificación.
Conocer las estrategias que han desarrollado las diferentes agrupaciones que reivindican la descendencia charrúa.
Identificar fortalezas y debilidades de los discursos de los descendientes.

CAPÍTULO IV

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MARCO TEÓRICO

IV.I Cultura e Identidad.

La cultura debe ser entendida como un conjunto de interacciones simbólicas, en donde las personas actúan sobre los objetos de su mundo e interactúan con los demás individuos a partir de los significados que los objetos y las personas tienen para él, “el interaccionismo simbólico considera que el significado es un producto social, una creación que emana de y a través de las actividades definitorias de los individuos a medida que éstos interactúan” (Blumer, H; 1982: 4), donde se vincula tanto lo heredado como la elaboración y re elaboración de nuevos contenidos. Por ello la noción de cultura refiere a conjunto de significados que son transmitidos históricamente mediante formas simbólicas por medio de las cuales los hombres se comunican, mantienen y desarrollan su conocimiento del mundo y de la propia interacción humana. La cultura no es algo que los sujetos meramente reciben, en una postura pasiva, sino que ella se co-construye junto con el resto de los individuos. Es por ello que puede señalarse, junto con Clifford Geertz que la cultura “es esencialmente un concepto semiótico (…) el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”. (Geertz; 1982:20). Así la cultura más que un estado de cosas es un proceso de producción de significaciones.

Estos contenidos simbólicos lejos de ser simples elementos abstractos, son el material con el cual se constituyen y organizan las creencias pero también las conductas llevadas adelante por lo sujetos. Estos contenidos dejan al descubierto el continuo e incesante campo de negociaciones que existen entre los distintos grupos con estilos y proyectos de vida disímiles. Así, una cultura no es una estructura homogénea sino que permite identificar en su interior la diferenciación, llevando a los sujetos a ocupar diferentes lugares sociales y a elaborar diferentes sistemas de pertenencia. Por lo tanto cada sociedad posee y se reconoce como diferente en la medida en que elabora su propia cultura, su propio registro de marcas distintivas, y dentro de ella es posible cierto grado de variaciones lo que significa la existencia de grupos diversos culturalmente que luchan por el rescate y la permanencia de determinado material simbólico no sólo mediante el rescate y reforzamiento de la memoria propia, sino también reclamando el reconocimiento de los otros de la legitimidad de ese material simbólico. Por supuesto esta variación de lugares culturales no se da sólo como una diferenciación en el sentido de variación sino que se inscribe en relaciones de poder donde algunos grupos serán hegemónicos y otros tomarán otras posiciones alternativas.

Los individuos, entonces, se encuentran inmersos en una conjunción de contenidos simbólicos que se originan al interior de una cultura, permitiendo una forma particular de conceptualizarla y comprenderla. Bhikhu Parek sostiene que “La cultura es un sistema de sentido y significado creado históricamente o, lo que viene a ser lo mismo, un sistema de creencias y prácticas en torno a las cuales un grupo de seres humanos comprende, regula y estructura sus vidas individual y colectivamente” (Parekh; 2005: 218).

En este sentido, Felipe Arocena (2012) destaca algunos elementos importantes en esta definición. Por un lado las culturas no permanecen “estáticas” en el tiempo ya que estas se encuentran expuestas a las múltiples influencias de otras culturas, a los impactos y cambios en su interacción con la naturaleza y a las innovaciones que puedan aparecer dentro de esa cultura. Las culturas también desaparecen por diversas causas ya sea porque sus portadores mueren por catástrofes naturales o porque son exterminados en una guerra por sociedades más poderosas, o porque la influencia de una cultura es tan dominante que termina absorbiendo a la otra. (Arocena, F; 2012: 28). Destaca el autor la importancia de la cultura, cumpliendo una función esencial al brindar el marco cognitivo que estructura la vida de sus miembros y una cierta definición de lo que es el mundo natural, lo que es la sociedad, lo que es el propio individuo, y las interacciones de estos tres universos: la naturaleza, el grupo y el yo. Este marco cognitivo (lenguaje, religión y normas forman el esqueleto que lo sustenta), puede ser más o menos difuso dejando espacios de incertidumbre donde los individuos y grupos eligen entre diferentes alternativas para desempeñar sus roles e inventar nuevos. (Arocena, F; 2012: 29)

En una sociedad determinada la cultura se encuentra materializada en sus memorias colectivas, los mitos, los rituales, las costumbres y las tradiciones. Por otra parte la transmisión oral, la historia familiar, los recuerdos que perduran a través de las diferentes generaciones, constituyen elementos esenciales que aportan a la identidad social y donde ella se ve representada. Por supuesto esto no significa que una cultura siempre expresa la verdad sobre sí misma, sino que también está atravesada de mitologías. En el caso que nos interesa, la cultura uruguaya ha sido tradicionalmente descripta como el resultado de los aluviones de inmigrantes, básicamente de origen europeo, siendo el discurso histórico prevalente, hasta los setenta, recogiendo en líneas generales una visión de la influencia de las diversas corrientes de inmigrantes, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX (Porzecanski, T: 2005:408). Esto ha permitido generar la idea de una matriz cultural altamente homogénea. Pero más allá de estas consideraciones, es posible reconocer la existencia de una importante diversidad cultural que desmiente la homogeneidad y simpleza con que suele concebirse la cultura uruguaya. Sin lugar a dudas el proceso de institucionalización de la sociedad uruguaya está fuertemente vinculado, desde la propia construcción colonial, a los grupos de inmigrantes, al punto que no en vano esa mirada hacia Europa permite entender el orgullo nacional de un país que llegó a ser considerado como la “Suiza de América”. Pero más allá de estas representaciones del ser nacional, pueden identificarse un conjunto importante de otras comunidades que han aportado, desde posiciones no hegemónicas, a la construcción de la identidad nacional.

La identidad se construye a partir de distintos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en la propia sociedad. “(…) la identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastativa por los actores sociales en relación con otros actores”. (Giménez, G; 2005: 1) En este sentido la identidad es la resultante de los múltiples grupos de pertenencia de un individuo. Los sujetos no participan sólo de un grupo cultural sino que, así como existen diferentes culturas al interior de una sociedad, dentro de una misma cultura coexisten grupos diversos. Sin duda cultura e identidad se encuentran fuertemente interrelacionados y son elementos indisociables, al punto de ser considerados por Giménez como dos polos de un mismo complejo simbólico

La identidad es continuamente negociada por los actores sociales, en un entorno donde los sujetos buscan ser reconocidos como parte de una comunidad y poseedores de una identidad. Desde este enfoque teórico, los individuos se apropian de determinadas pautas culturales, las cuales funcionan como diferenciadores con el resto de los sujetos del entorno, es decir, la identidad es la cultura interiorizada por los individuos, siendo construida por estos, y heredada históricamente.

Por lo tanto, hay determinadas características de la cultura que tienen una cierta permanencia dentro de los grupos sociales, teniendo efectos diferenciadores. Dicho de otro modo, los grupos se distinguen de otros de manera más o menos definida, particularmente, si pensamos en el desarrollo de su identidad, existiendo ciertas características o elementos distintivos que los diferencien con el resto de la sociedad. Asimismo pueden reconocer también aquellos rasgos que permiten identificar a un determinado grupo en particular, de cualquier otro y conocer cuáles son los rasgos distintivos que son propios de estos grupos. La identidad vista como proceso de generación de diferencias se enmarca dentro de un sistema de diferenciaciones sociales donde los diferentes grupos sociales se referencian mutuamente.

Por otra parte, y desde una perspectiva que también rescata la identidad como un proceso y no como un estado absoluto, Manuel Castells define identidad como “el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o un conjunto relacionado de atributos culturales, al que da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido” (Castells; 1998:28). Aquí por “sentido” debe entenderse una identificación simbólica realizada por un actor socialmente determinado para orientar su acción. La identidad no es solo un sistema de inter reconocimiento sino que al serlo ordena las acciones mutuamente orientadas de los agentes sociales. Las identidades se construyen a partir de la apropiación, por parte de los actores sociales, de determinados repertorios culturales que funcionan como diferenciadores con el resto de los sujetos del entorno. Según la concepción de este autor es importante identificar cuáles son, para un determinado grupo, los atributos particulares que le permiten a los individuos configurarse –reclamar para sí y recibir el reconocimiento- como miembros de ese grupo con una construcción de sentido particular.

Siguiendo esa línea de reflexiones plantea que “la construcción de las identidades utilizan materiales de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y las fantasías personales. (…) Pero los individuos, los grupos sociales y las sociedades procesan todos esos materiales y los reordenan en su sentido según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacial/temporal” (Castells; 1998:29) Por lo tanto el conjunto de materiales que sirven para la construcción de las identidades tiene que ver con un conjunto de construcciones simbólicas colectivas que los individuos internalizan a partir de determinaciones que conjugan tanto lo individual como lo colectivo.

Como se mencionó anteriormente, históricamente, tanto desde el ámbito educativo como desde el imaginario que organiza el pensamiento político, la identidad que definió a nuestro país estuvo construida sobre la idea de una población homogénea culturalmente y principalmente concebida por el aporte de un fuerte componente inmigratorio de origen europeo. Este modelo de país, construido bajo la insignia de la integración de las diferencias sociales, religiosas y étnicas, no tuvo en cuenta ni la singularidad e importancia del aporte indígena y afro descendiente. Ambas características resultaron invisibilisadas bajo la mitología de la integración.

Más arriba he señalado que la identidad es un proceso de negociación entre grupos sociales mutuamente referenciados. Estos procesos de negociación pueden llevarse a cabo de diferente manera a partir de los lugares que los grupos en cuestión ocupen en la estructura social. De esta manera Manuel Castells distingue además tres formas de construcción de la identidad. La primera es la que llama identidad legitimadora, y que se produce desde las instituciones dominantes de la sociedad y particularmente desde la acción del Estado. Este es el tipo de identidad que le corresponde a los sectores que logran erigirse como sectores hegemónicos. Por supuesto la lógica misma de la hegemonía cultural supone posiciones sociales subalternas, con las que mantienen relaciones de tensión y conflicto, más allá del intento de integración mediante la producción de hegemonía. Así el segundo tipo de identidad del que habla Castells es la llamada identidad de resistencia. Esta identidad es originada por actores sociales que se encuentran en posiciones devaluadas y estigmatizadas por la lógica de la dominación, construyendo trincheras de resistencia y supervivencia que se presenta como contrarias a los del grupo dominante. Este tipo de identidad supone que la construcción se realiza mediante reacciones defensivas ante la depresión y que ofician de negaciones del poder hegemónico. Frente a estos dos modos de establecer identidad, básicamente como enfrentamiento, también existe lo que llama identidad de proyecto. Este modo de identidad corresponde a aquellos actores sociales pertenecientes a grupos no hegemónicos que, basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad mediante la construcción de una nueva identidad que les permite reposicionarse y, al hacerlo, buscan alcanzar la transformación de la estructura social. Este modelo implica un proceso que supone abrir un nuevo curso entre las posiciones antagónicas. Para Catells este caso supone que “la construcción de la identidad es un proyecto de vida diferente, quizás basado en una identidad oprimida pero que se expande hacia la transformación de la sociedad como la prolongación de este proyecto de identidad” (Castells; 1998:32).

Visto el problema de la identidad desde esta perspectiva, una buena parte de las demandas de identidad refieren al pedido de reconocimiento de legitimación de un modo de vida. De esta manera las demandas por los derechos humanos y la justicia social comienzan a florecer desde diferentes sectores de la sociedad civil. Esto supone poner especial énfasis en el respeto a la diversidad cultural, el reconocimiento de la autodeterminación y la capacidad de elección de los individuos. Este énfasis en el aspecto individualista parece estar en oposición a las pautas de la globalización, que más allá de aspectos económicos macro, encuentra también afianzamiento en la dotación de mayor homogeneidad a los distintos modos de vida, favoreciendo pautas de consumo mundializadas.

Este proceso de la globalización, que se ha acentuado en las últimas décadas del siglo XX se ha visto potenciado por “un sistema tecnológico de sistemas de información, telecomunicaciones y transporte, que ha articulado todo el planeta en una red de flujos en las que confluyen las funciones y unidades estratégicamente dominantes de todos los ámbitos de la actividad humana’’ (Castells; 1999:2). Ello ha tenido como consecuencia la aparición de cambios importantes en todos los rincones del mundo. Uno de ellos ha sido la aparición de una economía mundializada, la constitución de un sistema económico que abarca todo el planeta. Conjuntamente con eso los individuos se han visto enfrentados a nuevos modos de experimentar la relación con el entorno y las formas de establecer lazos sociales. Así “(…) la disolución de los límites geográficos y culturales, más aún, es la expansión instantánea de la información hasta el sitio más alejado, consolidándose una notoria pérdida de fronteras del quehacer cotidiano, en el ámbito de la economía, la información, la ecología, la técnica, los conflictos transculturales y la sociedad civil (...) modificando a todas luces con perceptible violencia la vida cotidiana y que fuerza a todos a adaptarse y a responder” (Beck, U; 1988: 42).

No es posible pensar un proceso como la globalización sin pensar nuevas formas de vivenciar lo local y lo global, lo público y lo privado, y sin que aparezca un profundo proceso de hibridación cultural por este mayor flujo de contactos al que todas las sociedades están abiertas, producto de los nuevos requerimientos económicos de desarrollo. Pero esta pérdida de barreras, esta ganancia en espacios de identificación, no ha generado una mayor inclusión social. Por el contrario, estos procesos han estado profundamente relacionados con la acentuación de las formas de igualdad y desigualdad social producto de las transformaciones económicas que han llevado a nuevas e intensas crisis que suponen pérdida de fuentes de empleos además de un conflicto permanente con el medio ambiente, incluyendo un conjunto de tensiones que provienen de esa suerte de puesta en conflicto entre diferentes comunidades culturales.

Es en este sentido que puede pensarse que las minorías culturales han logrado, a pesar del discurso globalizador, ampliar sus espacios de participación operando una transformación en sus reivindicaciones que, ahora, también incorporan temas que se vuelven importantes dentro de la agenda política de los estados, que deben hacer frente a esos reclamos de reconocimiento. Así la globalización no ha borrado sino que ha potenciado la aparición de grupos culturalmente diferenciados que, en virtud de sus reclamos de reconocimiento, generan el desafío de construir comunidad desde la diversidad. Como señala Kymlicka, las sociedades de nuestro tiempo “tienen que hacer frente cada vez más a grupos minoritarios que exigen el reconocimiento de su identidad y la acomodación de sus diferencias culturales, algo que a menudo se denomina el reto del multiculturalismo”(Kymlicka, W;1996:25). Esta misma línea de problematización es la que plantea Charles Taylor, al sostener la importancia de pensar la relación y las tensiones que operan en tanto la construcción de identidad se establece socialmente en relación al concepto de reconocimiento, que constituye un elemento central en la constitución de esa identidad que, a su criterio, “se moldea en parte por el reconocimiento o por falta de éste; a menudo, también, por el falso reconocimiento de otros, y así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitado, o degradable o depreciable de sí mismo.” (Taylor; 1993:43-44). Así la noción de reconocimiento no supone la afirmación de un modo de vida, sino que también opera en dirección negativa. Así, en términos tanto de autoidentidad de los grupos sociales como de la manera en que se distribuyen los lugares sociales resultan tan importante el reconocimiento positivo como la falta de reconocimiento o, incluso, el falso reconocimiento. Esto supone la posibilidad de encontrar algún grado de discrepancia entre lo que los sujetos reconocen o quieren reconocer y lo que los otros sujetos quieren que se les reconozca. Dos elementos confluyen, entonces, en la construcción de la identidad. Por un lado el reconocimiento que los sujetos piden en tanto parte de una cierta comunidad que sostiene un cierto tipo de rasgos como rasgos de pertenencia. Por otro lado un conjunto de descripciones lo suficientemente específicas y diferenciadoras para solicitar se reconozca la diferencia dentro de esa comunidad a la que se pertenece.

Sin duda que el continente latinoamericano no ha escapado ni escapa a esta problemática, donde la colonización supuso la relegación de las culturas más originarias. Así fueron estableciéndose desplazamiento que permitieron, en algunos casos, hacer invisible ese conjunto de rasgos diferenciadores. Particularmente, la manera en que históricamente el poder político incidió en la posibilidad de establecer una comunidad indígena al interior de la trama social tuvo profundas consecuencias en el imaginario nacional. Así el reconocimiento de cierto grupo como poseedor de ciertas tradiciones propias de los indígenas se ve dificultado por esa invisibilidad que obstaculiza la aparición de manera sólida de ciertos atributos cultures que puedan ser reconocidos como aspectos diferenciadores al interior de la sociedad uruguaya. De esta manera nos encontramos hoy con que los recortes diferenciadores que estos grupos indigenistas reivindican, se encuentran todavía en un proceso de revalorización, especialmente lo que hace al aporte de la cultura indígena a la construcción de la identidad nacional.

En palabras de Gilberto Giménez citando a Pierre Bourdieu, “el mundo social es también representación y voluntad, y existir socialmente también quiere decir ser percibido, y por cierto ser percibido como distinto” (Giménez: 2005). No hay unidad sin diferencia. Pero la diferencia, para ser reconocida requiere de verdaderas pautas culturales, que signifiquen la formación de una cierta cosmovisión común, más allá de determinados comportamientos o signos que permitan esa identificación. En esta misma línea, siguiendo los aportes recogidos por Bhikhu Parekh (2005), podríamos decir que “cada uno a su modo lucha porque la sociedad reconozca lo legítimo de sus diferencias, en especial de aquellas que, según su forma de ver las cosas, no son triviales o incidentales, sino que surgen de sus identidades y las conforman (…)”. No hay identidad sin pertenencia social a un colectivo, pero tampoco la hay sin diferenciación.

En Latinoamérica, durante los últimos tiempos, han surgido distintos movimientos sociales guiados por pueblos indígenas, minorías nacionales, inmigrantes, entre otros, que luchan por obtener el reconocimiento de su identidad y su diferencia. Cada sujeto en su medio social, tiene que ser reconocido con quienes interactúa para que exista realmente una identidad definida. Pero este proceso no se da aislado, sino que aparece inserto en lo que llamamos procesos de modernización social que va de lo tradicional a lo moderno, donde los medios masivos de comunicación, la convergencia de diferentes procesos económicos, financieros, y migratorios, son uno de los principales pilares de este cambio, provocando una mezcla sociocultural. Eso es lo que afirma el antropólogo y crítico cultural Néstor García Canclini que denomina como “proceso de hibridación cultural” a todos aquellos “procesos socio culturales en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas”. Canclini pone el énfasis en las transformaciones ocurridas en las sociedades y las culturas, cambios éstos que generar una mayor heterogeneidad y mixtura de identidades, lo que lleva que más que a tener culturas monolíticas claramente identificables, tengamos siempre procesos de profunda interrelación entre los distintos componentes sociales.

Dicho de otro modo, lo que propone Canclini es que más allá de rasgos efectivamente diferenciadores, no podemos pensar la lógica de la interacción cultural si no es a partir del concepto de “hibridación”. La identidad, de esta manera es entendida como un proceso relacional y se construye a través de un proceso dinámico, desenvolviéndose siempre en relación a un “otro”, formando parte de una comunidad. Es por esto que la identidad no se puede construir como mera diferencia, tiene que haber siempre negociación e intercambio con el otro y son estos procesos los que podrían explicar también los desajustes entre los no reconocimientos o falsos reconocimientos. Por lo tanto, queda claro que la identidad se construye como diferenciación, pero debemos tener claros cuales son los límites de esa diferenciación, para poder diferenciar dentro de la hibridación cultural algunos elementos o rasgos particulares más fuertes y así reconocerlos como diferentes dentro de la comunidad.

Por lo tanto, queda claro que la identidad se construye como diferenciación, pero debemos tener claros cuales son los límites de esa diferenciación, para poder identificar dentro de la hibridación cultural algunos elementos o rasgos particulares más fuertes y así reconocerlos como diferentes dentro de la comunidad. No pocas veces esos rasgos distintivos pueden ser más bien difusos. Es el caso de las minorías culturales abordadas en este trabajo de investigación, que por un lado, buscan ser reconocidos, pero a su vez se caracterizan por tener un conjunto de rasgos muy débiles que solo son compartidas al interior de este grupo, para poder ser diferenciados dentro de una comunidad. Es así que en los procesos sociales actuales, la identificación social puede ser entendida en dos direcciones, la primera tiene que ver con una tendencia a la homogeneidad general que busca la globalización y la segunda está vinculada con el rescate de lo autóctono que marca la aparición de múltiples identidades. Podemos decir que el problema de la identidad y la negociación de la identidad deben ser entendidas en el contexto actual de la globalización. Lo global y lo nacional se conjugan, alterando y amenazando a las identidades locales, reelaborándolas, en un entorno donde el multiculturalismo exige “sociedades multiculturales compuestas por grupos que se identifican según su etnia, religión o lengua unidos por lazos, con su propia historia cultural, valores y modo de vida” (PNUD 2004:2)”. Así los procesos de diferenciación y de su reconocimiento no supone exlcusión, si no la manera de gestionar alcanzar un lugar dentro del conjunto.

Estas tensiones que se generan entre lo local y lo global, así como las que surgen al interior de cada uno de las distintas sociedades, pueden ser analizadas desde la perspectiva teórica desarrollada por Yuri Lotman. Dicho autor, preocupado por el espacio semiótico, aborda un modelo de comunicación para entender la cultura y la riqueza que esta tiene, y como pervive y se transforma en forma constante. Postula una teoría de la comunicación en donde los sujetos para comunicarse tienen que ser lo suficientemente parecidos para poder entender el código, pero a su vez ser diferentes para poder enriquecer ese espacio. Así, sostiene que el espacio cultural, denominado “semiósfera” (y que es el espacio cultural, el espacio donde construimos sentido simbólico) puede pensarse como “una determinada esfera que posee los rasgos distintivos que se atribuyen a un espacio cerrado en sí mismo”. Y que “sólo dentro de tal espacio resultan posibles la realización de los procesos comunicativos y la producción de nueva información” (Lotman, Y: 23). Este espacio no es homogéneo ni estable sino que se organiza en base a posiciones, a condensaciones diferentes, de tal manera que en el núcleo se disponen los sistemas semióticos dominantes” (Lotman, Y: 30). Alrededor de ese centro encontramos una zona de semiosis periférica que “pueden estar representadas no por estructuras cerradas (lenguajes), sino por fragmentos de las mismas o incluso por textos aislados. Al intervenir como “ajenos” para el sistema dado, esos textos cumplen en el mecanismo total de la semiósfera la función de catalizadores” (Lotman, Y: 31). Esta tensión siempre reconvertida, exige un movimiento más o menos permanente mediante el cambio de posiciones entre lo central y lo periférico.

Para Lotman este cambio, unido a un proceso donde cada sistema se nutre de su entorno y de la existencia de esa diferencia con el entorno. Ese proceso no puede ser visto sino desde la imagen de la “traducción” del sistema semiótico de lo que pertenece al entorno. Esto da cuenta de las tensiones existentes en dos planos contrapuestos, por un lado la tensión al interior del sistema de un mismo país y por otro lado, la tensión de ese país y el contexto internacional dado por la globalización.

Ahora bien, antes que igualdad y simetría los procesos de comunicación suponen siempre una asimetría entre las dos partes. Es decir que hay tanto una diferencia del adentro con el afuera, como una diferencia entre el centro y la periferia. Sólo esta tensión explica, para el autor, la transformación cultural que puede ser vista como un proceso de permanente negociación de la pertenencia y la diferenciación.

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