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![]() Seix Barral Biblioteca Breve ![]() El síndrome de Ulises Diseño de colección: Josep Bagà Associats Primera edición: marzo de 2005 © 2005, Santiago Gamboa © 2005, Editorial Planeta Colombiana S. A. Calle 73 N.° 7-60, Bogotá Colombia: www.editorialplaneta.com.co Venezuela: www.editorialplaneta.com.ve Ecuador: www.editorialplaneta.com.ec ISBN: 958-42-1190-0 Impreso por Quebecor World Bogotá S. A. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. A Julio Ramón Ribeyro, in memoriam, por París, los libros y la vida. PARTE I HISTORIAS DE FANTASMAS 1. Por esa época la vida no me sonreía. Más bien hacía muecas, como si algo le provocara risa nerviosa. Era el inicio de los años noventa. Me encontraba en París, ciudad voluptuosa y llena de gente próspera, aunque ése no fuera mi caso. Lejos de serlo. Los que habíamos llegado por la puerta de atrás, sorteando las basuras, vivíamos mucho peor que los insectos y las ratas. No había nada, o casi nada, para nosotros, y por eso nos alimentábamos de absurdos deseos. Todas nuestras frases empezaban así: «Cuando sea...». Un peruano del comedor universitario dijo un día: cuando sea rico dejaré de hablarles. Poco después lo sorprendieron robando en un supermercado y fue arrestado. Había hecho todo bien, pero al llegar a la caja la empleada lo miró y pegó un grito de horror (podría calificarlo de «cinematográfico»), pues del pelo le escurrían densas gotas rojas. Se había escondido dos bandejas de filetes debajo de la capucha de su impermeable, pero dejó pasar mucho tiempo y la sangre atravesó el plástico. A partir de ese día cambió su frase: cuando sea rico nadaré en sangre fresca. Luego supe que lo habían recluido en un psiquiátrico y jamás lo volví a ver. En mis bolsillos había poco qué buscar (nada tintineaba) y por eso debí alquilar un cuarto de nueve metros cuadrados, sin vista a la calle, en los altos de un edificio de la rue Dulud, circunscripción de Neully-Sur-Seine, un barrio lleno de familias ricas y judías, automóviles elegantes, tiendas caras. Por cierto que cuando uno es pobre es muy malo rodearse de gente rica. No lo recomiendo. No trae buena suerte y genera un sabor amargo en la boca, nada bueno para la salud. Cuando uno es pobre es mejor estar rodeado de pobres. Créanme. Pero ése no era mi único problema, pues Victoria, el gran amor de mi vida, había dejado de serlo (yo el suyo, en realidad), y por eso mi estómago sufría permanentes contracciones. Esto, unido a la poca y mala comida –carne con alverjas en lata a seis francos y esas cosas, –generó una gastritis que acabó por despertar mi antigua úlcera. Mucho dolor físico que hacía olvidar el otro, el que podríamos llamar espiritual o del alma. En suma, dolor por todas partes. Los días eran un hueso duro de tragar, algo de muy mal sabor, así que por las mañanas debía encontrar buenos motivos para salir al frío de la calle, pues el invierno del año noventa fue uno de los más duros. Dolor, frío y desamor. El cóctel perfecto para no sobrevivir. Pero mis caminos estaban cerrados, ya que no iba a regresar a Bogotá. No por nada en especial o por nada muy original, pero así lo había decidido. Esa ciudad era un excelente refugio, pero entre medias estaba mi vida. ¿Qué hacer con ella? Alguien tenía que vivirla, o al menos intentarlo, así que debía continuar, y continuar solo, todo lo lejos que fuera posible. Aún no estaba muy golpeado y mis mejillas, a pesar del frío, parecían saludables. Podía aguantar un poco más. Cualquier cosa es soportable si uno puede ponerle fin, como piensan los suicidas. No sabía cuántos golpes podía soportar y estaba dispuesto a averiguarlo. Y así lo hice. Salir a la calle, qué aventura. No he conocido nunca a nadie que sepa dónde está la rue Dulud, esa insignificante calle de la circunscripción de Neully-Sur-Seine. Es una paralela al Bois de Boulogne del lado de la avenida Charles de Gaulle, un lugar sin comercios ni avisos de neón. Sólo los muros grises de los edificios y una panadería en la esquina que se llama Le four de Boulogne. Es una calle fría y algo triste, habitada por familias burguesas que miran con nerviosismo si alguien llega a cruzarse en su camino, pues por ahí todo el mundo va en carro. Mi cuenta bancaria, abierta hacía dos meses con la suma exacta de 3.600 francos en el Credit Lyonnais del Boulevard Montparnasse, estaba francamente mal. Ya sólo quedaban 875 y no parecía haber modo de que esa maldita cifra aumentara. Había conseguido unas clases de español en una academia por las que me pagaban poco, exactamente 85 francos la hora, así que debía lograr al menos 20 al mes para el alquiler, que era de 1.200 francos. Y ahí estaba el problema, pues el trabajo había que dividirlo con otros profesores tan muertos de hambre como yo, lo que nos dejaba muy poco. Uno de ellos era un argentino de setenta años, novelista, crítico de cine y exitoso autor teatral en Buenos Aires (eso nos decía). Por pudor no diré su nombre, pero les aseguro que era dramático verlo por los corredores con una bala de oxígeno portátil, respirando a través de un cable que se insertaba en sus fosas nasales. Como buen porteño siempre se vestía muy elegante y usaba sombrero, pero al fondo la realidad era la misma, y era la de ser un profesor muerto de hambre. Otro de los colegas era un sociólogo chileno que escribía una tesis doctoral sobre el socialista Luis Emilio Recabarren, un hombre obeso (el sociólogo) y triste que parecía arrastrar el dolor del mundo y que lamentaba sobre todas las cosas haber dejado de fumar, pues su cuerpo se había hinchado. Era extraño que un hombre tan gordo pudiera ser pobre. Los demás profesores eran tan marginales como nosotros, y en las discusiones lingüísticas que ofrecíamos a los alumnos cada tanto, cuando se hacían «seminarios» sobre las diferentes modalidades del habla hispana, la desproporción entre los alumnos ricos y nosotros, con chaquetas remendadas y la piel amarilla, era bastante patética. La academia se llamaba Langues dans le monde y quedaba en la rue Tilsitt, no lejos de mi casa. Yo estaba muy feliz de tener ese trabajo, aún si por ser nuevo me daban los peores horarios. Por ejemplo de siete a ocho de la mañana con Monsieur Giraud, un alto directivo de la petrolera francesa Total que iba a ser trasladado a las oficinas de Caracas, alguien terriblemente serio, con cara de albergar terribles sospechas sobre mi estatuto de profesor. Hay que tener hambre para levantarse a las seis de la mañana y salir de la casa por 85 francos. El resto del tiempo eran horas muertas, pues por lo general la siguiente clase era a las cinco de la tarde, otra vez de una sola hora. Como si esto fuera poco había que vestirse bien, llevar camisa limpia y pantalones planchados. Mi plancha eléctrica traída de Bogotá tenía un enchufe diferente y debía comprarle un adaptador que costaba 30 francos, el presupuesto de un día. Toda mi ropa estaba en una maleta, pues la habitación no tenía armario. Salir, qué aventura. A las seis de la mañana la bruma se levantaba del suelo y una llovizna empezaba a calar los huesos. El frío era tal que a la segunda esquina la mandíbula se atascaba y justo ahí empezaba lo más difícil, que era atravesar el Bois de Boulogne para ir hasta la piscina pública de la Universidad Paris-Dauphine, donde estaban las duchas. Por cierto que una de las primeras veces que atravesé el bosque presencié algo inquietante. Un mendigo había muerto de frío durante la noche y, al pasar por ahí, encontré a un grupo de socorristas levantando su cadáver. Pero hubo un inconveniente y fue que al rodar al suelo (en el momento de la muerte) la mano izquierda del hombre quedó hundida en un charco de agua, y éste, al bajar la temperatura, se congeló. Recuerdo el ruido de un estilete rompiendo el hielo alrededor de la mano. La mano atrapada en el hielo que les impedía alzarlo. Me alejé pensando que la mano, por la congelación, podría aún estar viva, y la verdad fue que varias veces soñé con ella. El abono trimestral de la piscina había sido una importante inversión de mi parte, pues costaba 120 francos, pero una ducha caliente cada día era lo único que podía devolverme a la vida. Y para allá me iba, tiritando como un fantasma entre la niebla. Al llegar al vestier, dejaba la ropa en un armario metálico y, gorro en mano, me paraba debajo de una de las regaderas, que funcionaban con un ahorrativo sistema retráctil. El agua se desconectaba al segundo minuto, así que para ducharse había que dejar la mano sobre el botón. Por tratarse de duchas mixtas, un funcionario de seguridad fisgoneaba constantemente para vigilar que nadie abusara de la presencia de mujeres. Y en esto tenían razón, pues con el tiempo vi hombres que se les acercaban tanto que habrían podido tocarlas con la punta de la lengua. Cada vez que el guardia entraba había que concentrarse muchísimo en el aseo, lo que era gravoso, ya que sólo compraba champú y éste debía durar al menos dos semanas. Jamás un guardia me hizo comentario alguno por estar tanto tiempo bajo el agua, pero alguna vez me sentí observado. Y claro, yo también observé. Las estudiantes venían a nadar a esa hora, bellas jovencitas que se duchaban muy rápido y salían disparadas a sus clases. Yo, en cambio, me quedaba ahí. No nadaba, sólo iba a la ducha. No tenía ningún afán por regresar al frío y la llovizna de la calle. En el bolsillo llevaba bien sujetas tres monedas de diez francos. Era mi exiguo presupuesto del día, lo justo para dos comidas calientes en el restaurante universitario de Mabillon, un café y unos cuantos cigarrillos. A veces compraba algún libro de segunda en ediciones de bolsillo que costaban diez francos, pero esto sólo los días en que salía a la calle, pues muchas veces prefería quedarme en la cama mascullando ideas, deshojando proyectos y maldiciendo no haber optado por otra ciudad, un lugar en el que hiciera menos frío y donde la gente fuera menos dura. Como todos, yo debía encontrar mi lugar en el mundo, un pequeño rincón dónde vivir sin demasiados sacrificios, pero mi búsqueda apenas había comenzado. Y además estaba el tema de Victoria. Había venido de visita, desde Madrid, pero antes de llegar me advirtió por teléfono: «Están pasando cosas, allá hablamos». Luego dijo que venía leyendo Anna Karenina, de Tolstoi, así que supuse que preparaba una confesión. Y en efecto al llegar, luego de varios rodeos y algunas lágrimas, soltó la frase: «Hay otra persona». Para evitarle la culpa dije que yo también había tenido un romance, y lo que sucedió a continuación fue, por decir lo menos, increíble: sus lágrimas se secaron y en sus ojos apareció una feroz mirada de odio. Me tiró un zapato a la cabeza, rompió los dos únicos platos y se fue al corredor dando un portazo. Pronto regresó arrepentida a decir que lo de ella era algo muy serio, y de cualquier modo nos perdonamos. Antes de irse me entregó 5.000 francos en billetes nuevos. Eran sus ahorros, el dinero que había reunido con el trabajo del verano. –Es tuyo –me dijo, –lo necesitas más que yo. Mi desesperada situación no me permitía rechazarlo. –Apenas pueda te los devuelvo –le dije. Y así quedamos. Pero se fue. La acompañé a la estación de trenes del sur, París-Austerlitz, y la vi irse con los ojos en lágrimas. Victoria lloraba y tal vez su llanto era sincero, pero yo estaba deshecho. Del otro lado, en Madrid, alguien la esperaba. Ambos lo sabíamos. Luego regresé al cuarto de Neully-Sur-Seine, pero antes de subir compré con su plata una botella de whisky. El mundo giraba y yo estaba solo, hundido en un hueco húmedo y pobre, así que encendí el radio, me senté en un rincón y abrí la botella. Bebí varios tragos hasta que me llené de calor. Entonces la imaginé en su vagón de segunda clase leyendo algunas páginas escritas por mí, y soñé que regresaba, que oía dos golpes en la puerta y, al abrir, era ella. Se había bajado del tren y estaba dispuesta a quedarse para siempre. Pero el silencio en el corredor era cada vez peor. Muy pronto la botella se acabó, así que me puse la chaqueta para salir. Qué aventura. Llovía como llueve en esta maldita ciudad, sin que uno acabe de notarlo, una llovizna que engaña y, cuando uno reacciona, ya está calado hasta los huesos. Tres cuadras más allá, cerca del Bois de Boulogne, encontré una tienda abierta. Un árabe, entre bostezos, me vendió una botella de whisky que destapé de inmediato. Luego fui hacia el bosque bebiendo a pico. Estaba muy oscuro. No sabía lo que buscaba y al caminar en la oscuridad descubrí una luz. Era el auto de una prostituta, una gorda de carnes blancas que exhibía su cuerpo detrás de un pesado abrigo. Esperaba clientes. Me quedé atrás dándole sorbos cada vez más largos a la botella. Muy pronto un auto se detuvo y un hombre se pasó al automóvil de la prostituta, que tenía instalada una cama en la parte trasera. Caminé hacia ellos sin hacer ruido. El tipo se bajó los pantalones y la mujer se lo chupó un rato, exagerando los gestos, hasta que él se puso sobre ella. El hombre disfrutaba y ella hacía su trabajo, pero yo, que los observaba de lejos, sentí algo distinto. Victoria viajaba en un tren hacia una ciudad lejana, y al pensarlo lloré con todas mis fuerzas, como si fuera la última noche de un hombre sobre la tierra. Y supe lo que era la orfandad. Luego el bosque se convirtió en algo hostil y decidí volver al cuarto. Tenía los zapatos mojados. La luna, una esfera partida a la mitad, se reflejaba en todos los charcos. 2. La barriada de Gentilly, al sur de París, recién pasada la Cité Universitaire, es uno de los suburbios más tranquilos –al lado de otros tan conflictivos como Sarcelles o el mismo Villejuif –y se caracteriza, entre otras cosas, por estar repleto de colombianos. Por esa razón, al llegar de Madrid, tomé un bus hasta la parada de la Ciudad Universitaria, crucé a pie el bulevar periférico y fui a dar allá, precisamente a Gentilly. Mi equipaje consistía en dos cosas de desigual peso: una maleta y un teléfono (me refiero a un número escrito en un papel), el de Rafael y Luz Amparo, dos refugiados políticos caleños que vivían en Francia desde 1982 y que había conocido un par de años antes. Al llegar a su casa ninguno de los dos estaba, pero pude subir. Me abrió un colombiano que venía a pintar donde ellos por las tardes, y que tras darme la bienvenida continuó enfrascado en su trabajo, que consistía en reproducir al óleo el paisaje de una postal, un río con un pueblo al fondo y varios sampanes. Era una postal de Filipinas. Dijo que hacia las siete de la noche llegarían los dueños de casa, por si quería esperarlos. La salida del país de Rafael y Luz Amparo fue sencilla y, en cierto modo, trágica: de la celda al aeropuerto por una amnistía que el gobierno de Turbay Ayala otorgó a los guerrilleros del M-19. Antes de viajar estuvieron tres años en la cárcel de El Barne, cerca de Tunja, y allí se casaron. Rafael fue detenido en el Salto del Tequendama tras una reunión clandestina de dirigentes regionales. Un soldado le disparó a quemarropa en la ingle pero él evitó lo peor y sólo le quedó una horrible cicatriz en el muslo, poca cosa al fin y al cabo. Luz Amparo cayó en Ecuador después de escapar por más de dos semanas. Sus últimos días en la guerrilla están llenos de balazos, humo y carreras. También de miedo. Cuando la apresaron un soldado le dijo que la había tenido en la mira pero que había decidido no disparar. ¿Por qué?, preguntó ella, y el respondió: « ¿Qué sacaba yo matándola?». Rafael y Luz Amparo se encontraron después de muchos meses en el aeropuerto de Bogotá. Cuando les quitaron las esposas, a las puertas del avión, se dieron un abrazo y fueron a sentarse agarrados de la mano. Eran libres, a condición de irse del país por el que habían luchado y por el que estuvieron a punto de morir. Se fueron sin ver antes Cali ni a sus familias, no pudieron despedirse de sus amigos ni tomarse una última lulada con pandebono en la Sexta, oyendo música y viendo pasar la gente. Nada de eso pudieron hacer Rafael y Luz Amparo y por eso sentían tanto dolor al hablar de Colombia. En las fiestas, con otros latinoamericanos, se entristecían escuchando la letra de Todos vuelven, de Rubén Blades. Rafael decía: –Esta canción es para bailarla, pero también para oírla. Entonces el salón se impregnaba de silencio, un silencio que quería decir muchas cosas sencillas: recordamos, seguimos siendo, estamos allá, nos esperan. Yo podía volver a Colombia, pero no quería. Era diferente a ellos y por eso sólo con el tiempo fui aceptado como un igual. El mundo del exilio político es duro y tiene sus reglas: ¿cuántos años de cárcel pagó?, ¿cuántas tomas de pueblos hizo?, ¿cuántos asaltos a la Caja Agraria, o a los cuarteles de policía, o a las farmacias regionales? El valor de cada uno estaba en el pasado, en lo ya hecho, pues allí, en Gentilly, en ese insulso presente que era todavía más opaco en la medida en que debía considerarse una gran fortuna, todos eran iguales, comandantes o combatientes rasos, dirigentes o guardianes, todos con el mismo pasaporte apátrida de Naciones Unidas y las mismas oportunidades a la hora de conseguir un trabajo en la ofpra (Oficina Francesa para los Refugiados y Apátridas), que podía ser de limpieza de oficinas, mensajería, secretariado o estafeta de correos. En lo que tampoco me parecía, por cierto, era en la situación económica. Mal que bien todos ellos, con el tiempo, la tenían resuelta a costa de grandes sacrificios. Con los francos contados pero ahí estaban, y eran muy generosos. Rafael y Luz Amparo me alojaron más de tres semanas. Tenían dos hijos pequeños y mi presencia era un verdadero estorbo, pero jamás lo hicieron sentir. Al contrario, parecían felices de ayudarme, pues sabían lo que costaba instalarse en París y por eso me daban su protección. Pero todo era difícil. Yo caminaba sin rumbo, aterido de frío, intentando soportar la llovizna, observando a la gente que entraba y salía de los restaurantes o a los que maldecían por el tráfico desde el interior de automóviles cómodos y bien caldeados; espiaba con envidia a los jóvenes que se daban cita en los bares para divertirse, tomar unos tragos y luego irse a la cama con alguien, dormir abrazado al cuerpo tibio de alguna estudiante. Esa vida era algo lejano, que había elegido no tener, por intentar esta aventura en París. Pero el resultado ni siquiera podía vislumbrarse. Cubierto con un abrigo de vago aspecto militar recorría los tablones de ofertas de trabajo de todos los centros sociales, iglesias y facultades universitarias. Eran papeles mecanografiados, fotocopias manoseadas, y al llamar a los números, ansioso, alguien hacía la siguiente pregunta, ¿y de dónde es usted?, tras lo cual escuchaba decir, «gracias por llamar», y vuelta a los tablones, a la llovizna y al frío, las botas empapadas, el cuero con una capa de moho, una vaga sensación de ridículo a sabiendas de que a nadie más que a uno le importa, pues todos volvíamos a las papeletas de ofertas, bajando cada día el nivel de lo que creíamos poder aceptar, al principio solamente clases de español pero una semana después ya estaba en los anuncios de «canguro» o baby sitter, y luego en los de enfermos y ancianos, o de locos, y al final en lo más ínfimo, y comprobar que el orgullo nos hizo llegar tarde, quienes lo decidieron antes ya cogieron lo mejor y ahora sólo quedan cosas realmente complicadas, no denigrantes, pues nada lo es cuando uno tiene necesidad, y para allá se va uno, con el teléfono de varios restaurantes o bares, con la ilusión de ser aceptado como «plongeur», es decir lavador de platos, el que hunde los platos en el agua enjabonada, literalmente, y ver que en ese último escalón social también hay un titubeo de sospecha, ¿de dónde dijo que es usted?, y obtener luego, sin mucha simpatía, una cita para el día siguiente y encontrarse con que un empleado del restaurante lo estudia a uno de arriba abajo antes de llamar al gerente, o al responsable, y cuando éste se acerca no hay una mirada a los ojos o algo que quiera decir «es usted nuestro igual», no, nada de eso, sólo una mano fría y un papel fotocopiado con los datos por llenar, el nombre y la nacionalidad, la fecha de nacimiento, y al terminar, con la camisa planchada, el mejor pantalón y los zapatos limpios, oye decir gracias, con esos datos es suficiente, cuando haya algo lo llamaremos, y vuelta a la calle, a la llovizna y los vapores del Metro, de vuelta a la casa de Rafael y Luz Amparo que al verme abrir la puerta preguntaban, ¿qué tal?, y cuando negaba con la cabeza cambiaban de tema y me contaban algo o sencillamente callaban, ¿ya comiste?, y yo respondía sí, gracias, ya comí, y me iba a la cama con las tripas pegadas, pensando que nunca lograría salir a la lejana superficie. Luego estaba lo de la universidad. La razón legal de mi estadía era un doctorado en la Sorbona, así que parte del tiempo lo dedicaba a esas clases. En realidad, mis esperanzas habían estado depositadas en eso, pues antes supuse que allí conocería gente, tendría amigos y grupos de estudio. Oh, sorpresa. Cuando comenzaron las clases me llevé una gran desilusión, pues no iba a tener más que cuatro horas por semana, dos el martes y dos el jueves, y tras la primera clase la desilusión fue peor, ya que en mi curso sólo había inscritas tres personas. Un señor bastante mayor, una mujer con aspecto psicótico y un joven árabe que parecía más perdido, más tímido y más desahuciado por la vida que el protagonista de Hambre, de Knut Hamsun. Las clases eran en español y el profesor, un chileno megalómano (presumía de haber sido amigo de Julio Cortázar), gritaba como si en el aula hubiera 400 personas. En una de las primeras clases el chileno preguntó qué era lo que en nuestra opinión rondaba en la atmósfera de no sé qué cuento de Onetti, o de Cortázar, no recuerdo bien. Entonces Salim –así se llamaba el árabe, que para la precisión era marroquí nacido en Oujda –levantó la mano y dijo: –Es obvio, lo que ronda es el muerte. Así dijo, «el muerte», tal vez porque en árabe la muerte sea masculina o porque no sabía bien el español, o por los nervios, no sé, el caso es que lo dijo así, «el muerte», y se sintió tan seguro de la respuesta que sus ojos brillaron por un segundo, sólo por un segundo, pues de inmediato el profesor levantó la voz con una mueca de desprecio, y dijo: « ¡Se dice la muerte, joven! ¡La muerte!», repitiéndolo muchas veces, riéndose, buscando la complicidad de quienes hablábamos bien el español –yo evité mirarlo pero sus ojos me atraparon y fui tan vil que sonreí, –para hacer aún más hiriente el error. Salim se hundió en su silla y jamás, en todo el año, volvió a abrir la boca; nunca su voz volvió a deambular por ese aire enrarecido, el aire helado del aula, en el cuarto piso del edificio de Paris iv, rue de Gay-Lussac. Poco después, al término de las clases, encontré al joven árabe en la calle. Hacía frío y lloviznaba. Entonces le propuse tomar algo y fuimos a un bar bastante maloliente y húmedo, pero muy barato. El más barato del barrio. Cuando el mesero se acercó pedí dos cervezas, pero Salim movió su dedo diciendo no, no, gracias, no quiero nada. Insistí diciendo que pagaría las dos bebidas pero él volvió a negar y dijo que era temprano, no podía beber nada hasta la noche pues hacía el ayuno sagrado del Ramadán. No pregunté más, sino que lo escuché hablar, interminablemente, y habló como si hubiera estado perdido o secuestrado, como si se hubiera despertado de una larga enfermedad y volviera a encontrar a un viejo amigo, con una alegría que delataba su soledad y su aislamiento, y lo escuché cerca de una hora, interrumpiéndolo apenas con gestos de sorpresa o asentimiento. Un rato después, no sé cuánto más, Salim consultó el reloj y se levantó de la silla. –Tengo que irme, amigo –dijo. –Ha sido usted muy amable. Nos veremos, si dios quiere, el próximo jueves. Adiós. Cruzó la calle y se dirigió a la estación del Metro rápido, el rer, y yo me lo quedé mirando por la ventana hasta perderlo de vista entre los carros, el gentío y la lluvia, sorprendido y algo avergonzado, y traté de imaginar ese apartamento de suburbio en Massy-Palaiseau, pequeño, de paredes desnudas o con alguna decoración del Corán, y a los siete primos y a la tía arrodillados en el salón haciendo el rezo preliminar, el que da fin al ayuno, y más tarde, ya en la noche, a Salim concentrado en su trabajo, escribiendo en una mesita y sosteniendo el libro abierto a su lado, interrogándose, intentando comprender. |