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3. Oujda es una pequeña ciudad al borde de las montañas de Beni Snassen, al este de Marruecos, en la llanura de Angad. Muy temprano, apenas rompe el día, se ve cómo el viento que baja por las colinas y cerros zigzaguea en la arena dibujando formas caprichosas. Es el viento fresco de la noche. Ahí crecí, ahí viví mis primeros años. Ahí vive mi familia. Nuestra casa está en la muralla de la Medina, entre Bab Ouled Amran y Bab Sidi Aissa. Mi padre tiene una carnicería en el Suk El Mae o Mercado del Agua, que es el mercado central, y se levanta muy temprano, casi a mitad de la noche. Mi madre se hace cargo de la casa. Tengo ocho hermanos. En la escuela coránica Abou Youssef adquirí el vicio de la lectura. Al principio con textos religiosos, las sunnas y los alhaces del Corán, pues mi familia es muy creyente, pero luego con otro tipo de libros, literatura, poesía, historia. Ahí comenzó mi pasión. Por suerte mis tres hermanos mayores se dedicaron a ayudarle a papá en la carnicería, y así cuando me llegó el turno pude elegir. Y elegí. A los 17 años fui a hacer el bachillerato a Ceuta, a la casa de una prima de mi madre, en la zona de El Jaral. Me inscribí en la Universidad Juan Carlos I y estudié historia. Allí aprendí el español y empecé a amar la literatura escrita en español. Le parecerá raro, pero mi autor preferido es un argentino, Leopoldo Marechal, ¿lo conoce? Sé que es algo insólito, quiero decir, que mi pasión literaria se haya concentrado sobre este autor. No son los escritores del Caribe, en donde hay algunas similitudes con el Maghreb, ni los de Brasil, que tienen gran influencia árabe, sobre todo los de la costa norte. No. Es ese extraño autor, Marechal. Y le puedo decir, con verdad, que jamás he conocido a nadie en Marruecos que lo haya leído. Lo hice leer a varios amigos en traducciones al francés pero no tuve éxito. De hecho, esa pasión me convirtió en una especie de hazmerreír. Nadie entendía que el estrambótico Adán Buenosayres pudiera gustarme. En fin, amigo, no quiero hacerle muy larga esta historia, pero si debo ser sincero, ni yo mismo sé qué diablos es lo que me gusta de ese libro. Es... ¿cómo decirle? Una especie de hechizo. Desde que leí las primeras frases, sentado en las escalinatas del santuario de Nuestra Señora de África, en la Bahía del Benzú, o en la Cala del Sarchal, que eran mis lugares ceutíes de lectura, quedé atrapado, mi voluntad ya no pudo salir. Si quiere que le diga la verdad, es algo inquietante. Desde entonces me he dedicado a leer la mejor literatura en lengua española, pero siempre, al caer la noche, siento una imperiosa necesidad de releer alguna página de Adán Buenosayres, y esta necesidad, con el tiempo, dejó de ser sólo intelectual y se convirtió en física: me sudan las manos, pierdo el apetito, me aqueja una ligera taquicardia. Entonces extraigo el volumen de tapas grises de Editorial Sudamericana, lo abro al azar y leo, y mis ansias desaparecen, mi espíritu se ve colmado, la paz ocurre dentro de mí, si es que esto puede decirse y ser verdad en algún ser humano. Decidí venir a París a estudiar literatura en español a ver si logro entender el significado de esta extraña pasión, tan incomprensible en mí que no tengo nada que ver ni con esa lejana ciudad ni con ese país, al que, por cierto, jamás pienso ir. Las pasiones son así, irracionales. Nos son dadas por algo superior que no vemos y nos gobierna. No se necesita comprender algo para amarlo, ¿no cree? Amamos a dios sin comprenderlo, sin siquiera haberlo visto. Disculpe, usted y yo tenemos dioses distintos, aunque quizás la idea no le sea del todo extraña. Ustedes, al menos, tienen una imagen de él. Ser poseído por algo bello e irrenunciable. Yo he reflexionado mucho sobre esta extraña condición. Es maravillosa y, a la vez, aterradora. Nos subyuga, ¿verdad? No sé si me sigue. Le decía que por esto decidí venir a París a estudiar en la Sorbona, y gracias a dios pude hacerlo. Un hermano de mi madre emigró hace más de diez años. Es mecánico y en todo este tiempo ha ido trayendo a su familia desde Oujda. Son siete hijos y viven en un apartamento de 80 metros cuadrados en Massy-Palaiseau. Ellos me recibieron. Comparto el sofá de la sala con dos primos pequeños. Rezamos juntos cinco veces al día y, en la noche, cuando mi tío llega, sólo yo y dos de sus hijos varones podemos acompañarlo a la mesa. A pesar de la estrechez puedo trabajar y concentrarme. Voy a escribir un ensayo sobre la relación entre el individuo y las urbes basado en Adán Buenosayres. Se supone que cuando uno estudia mucho un texto acaba por liberarse de él, y yo espero que eso me suceda, pues la relación con los libros debe tener un límite, ¿no cree? 4. Un lugar dónde vivir. Es la obsesión de todo el que llega y fue la mía antes de encontrar esta pocilga de la rue Dulud. No es sano pasar mucho tiempo durmiendo en sofás o alfombras ajenas, a prescindir de la amabilidad con la que éstas nos sean ofrecidas, pues por dura que sea la vida cualquiera necesita un cuarto propio, como escribió Virginia Woolf, un lugar a salvo de miradas y charlas ajenas, donde uno pueda llorar o cortarse las venas en absoluta libertad. Mi «cuarto propio» apareció de un modo casual e, ironía de ironías, casi por un golpe de suerte. La comunidad colombiana de París funciona como un ghetto en el que todo se sabe y, cuando digo comunidad, me refiero a los exiliados económicos o políticos, los que llegaron con dos cajas de cartón y un maletín de tela, cruzando la frontera francesa desde España en el baúl de un carro o en la carga de un camión, ateridos de frío y con un fajo de billetes entre los calzoncillos. Ellos predominaban en Gentilly y fue en ese medio donde Rafael y Luz Amparo lanzaron la voz de que había un recién llegado que necesitaba un cuarto, una «chambrita», como le dicen aquí, españolizando «chambre», que quiere decir cuarto, y así la bola fue rodando de aquí para allá, en reuniones y comités, hasta que se detuvo en una cifra, como en la ruleta, y el teléfono sonó. Mi benefactor se llamaba Justino, antioqueño bajito de unos treinta años, muy parecido al ciclista Lucho Herrera, si alguien recuerda aún al campeón de finales de los ochenta, una cara afilada, prominente nariz, dos ojos pequeños y almendrados. Justino era famoso por su propensión a sacar la billetera con presteza y adelantarse a pagar, costumbre que lo hizo muy popular entre algunos sectores del exilio, sobre todo político, que tenían el hábito de sentarse a beber el viernes por la tarde y no parar hasta el domingo, muy tarde en la noche. Esos eran los amigos de Justino, sus compañeros de juerga, y se llamaban Carlos, Javier o Rolando. No había mujeres con ellos en esas maratones alcohólicas, pues las esposas, llegada una cierta hora, regresaban a las casas a esperarlos, convencidas de que nada bueno podía salir de esas absurdas bebetas, preocupadas por el gasto y los posibles accidentes, todo lo que le puede ocurrir a un hombre ahogado de tragos en una ciudad como ésta, y se asustaban porque ya habían ocurrido cosas graves, peleas que terminaban en el hospital, detenciones, llamadas a las cuatro de la mañana, y entonces debían levantarse, calmar a los hijos pequeños, pedirle el favor a alguna vecina y vestirse para ir a buscarlos, y al llegar a la prefectura enterarse de que el arresto fue por golpear a una mujer en un bar de putas, o por no tener con qué pagar, y luego, regresando a la casa, ahogar la ira para evitar ser golpeadas delante de los hijos, preparar un caldo de carne y dos aspirinas para que al día siguiente el héroe no se levante con guayabo y sea peor. Esos eran los amigos de Justino, aún si él nunca estuvo ni en la guerrilla ni en la cárcel por delitos políticos. Ni siquiera vivía en Gentilly sino en Passy, en una elegante chambrita con baño, ducha y cocina, la unión de dos habitaciones grandes con ventanas y balcón a la calle, un verdadero privilegio. Allá fui un viernes por la noche invitado a comer frijolada, para hablar de la habitación que yo deseaba alquilar. Lo primero que llamaba la atención era el bar, con botellas de aguardiente Antioqueño, whisky Chivas y vodka Smirnoff puestas en surtidores verticales, de modo que para llenar el vaso no había más que ponerlo debajo del pico y hacer una leve presión hacia arriba, algo sumamente profesional para un bebedor privado, quiero decir, para alguien que no sea el propietario de un night club o algo por el estilo. Luego estaba el equipo de música, un poderoso Pioneer de cuatro bloques puesto sobre una repisa de madera que no paró de escupir tangos y música de carrilera durante las horas que estuve. En la casa había otras cuatro personas que no conocía, una pareja y dos hermanos, todos de Medellín, que ya estaban bastante borrachos cuando llegué, pues a medida que Justino preparaba los fríjoles ellos bebían con ansia, tal vez aprovechando que se trataba de tragos caros que no podían permitirse en otros lugares. En varias ocasiones intenté poner el tema de la habitación, pero Justino parecía haberlo olvidado. Él quería que le hablara de mis estudios universitarios, de los libros que había o no leído –a él no le interesaban, la única estantería estaba vacía, –pues quien le habló de mí debió mencionar en algún momento precisamente eso, los libros. Le pregunté qué hacía en París, cómo se ganaba la vida, y al escucharlo decir, entre risas, « ¡de todo, hermano!», comprendí que andaba en negocios raros. La verdad es que para notarlo no había que ser adivino. Habló de sus carros y de las novias, o, más bien, de las mujeres que se había comido –sobre todo rubias y francesas, –aunque especificando que ahora, transitoriamente, atravesaba una mala racha, un período breve de desgracia del que saldría muy pronto pero que lo tenía bajo de ánimo, sin carro y sin novia, justamente, o por lo menos sin la novia que más le gustaba, porque otras sí tenía, dijo, hembritas para pasar el rato, así las llamó, y ofreció invitar a una o dos si es que yo quería, ¿ya se comió a la primera francesa?, me preguntó, y yo no supe si responderle o no, y mientras dudaba él siguió hablando, uy, debería, hermano, son unos polvazos, unas cucas muy bellas, sin ofender al producto nacional, dijo mirando a la mujer de su amigo, que soltó una carcajada y se bebió hasta el fondo el aguardiente que tenía en la mano, y le dijo, Justino, usté sí es la embarrada, ¿no?, sólo piensa en eso, qué va a decir este universitario, y yo me reí, aunque avergonzado de reírme, y Justino se fue al teléfono y marcó varios números sin éxito y siguió diciendo que si uno va a vivir en París era una bobada no comerse a una francesa, y yo empecé a arrepentirme de haber aceptado la invitación, los fríjoles se demoraban más de lo debido así que decidí beber para hacer amables esas caras desconocidas, esa extraña atmósfera, seguro de que lo mejor era olvidar la habitación y seguir buscando por otro lado, y cuando al fin pude irme con la disculpa del cierre del Metro –Justino insistió en que me quedara y ofreció pagarme un taxi, –me dijo en la puerta, hombre, entonces qué, ¿le doy la llave de una vez? Y ahí, en la escalera, se metió la mano al bolsillo y me dio un llavero, un papelito con la dirección y dijo, anda a verla vos a ver qué te parece, y si te querés quedar pues quédate de una vez y luego hablamos, me tenés que dar una fianza de dos mil francos y el alquiler son mil doscientos. Fue así que llegué a este lugar. Luego supe que Justino era socio de un policía francés que le ayudaba a sacar documentos, y que ese era, grosso modo, el negocio. El policía era el titular del alquiler y amigo de la propietaria, que vivía en el primer piso del edificio. Todo el mundo estaba de acuerdo en que yo viviera ahí, así que no hubo problemas. A partir de ese momento sólo lo vi para pagarle el alquiler en efectivo, suma que él le daba al policía y que éste, según Justino, perdía de inmediato en el casino, pues era jugador. Me pareció injusto que alguien derrochara de un modo tan absurdo el dinero que a mí me costaba tanto reunir, pero tampoco era asunto mío, así que olvidé el tema. Alguna vez lo encontré en las reuniones de colombianos de Gentilly pero nunca me senté a beber en su mesa. Prefería la compañía de Rafael y Luz Amparo, mis verdaderos amigos, las primeras personas que conocí en París y que, de algún modo, ya percibía como viejos compinches. Esas veladas, por cierto, estaban llenas de sorpresas. Por lo general se hacían en los salones comunales de la Ciudad Universitaria y en ellas se daban las últimas noticias de Colombia. Los oradores, antiguos líderes guerrilleros o sindicales, exponían los temas y daban sus opiniones, abriendo un debate que podía ser muy acalorado, acaloradísimo o, directamente, degenerar en cruce de insultos. Nunca, que yo recuerde, se llegó a las manos. Tras la «actualización política», se analizaba qué cosas debían hacerse para mejorar la vida de los más afligidos, de aquellos cuyas condiciones eran más duras. En una ocasión Elkin Rueda, un viejo guerrillero del Ejército de Liberación Nacional que había sido mecánico en Cartagena y profesor de natación en Nicaragua, pidió la palabra para decir que uno de los temas graves era el idioma francés, que pocos inmigrantes sabían, algo que los condenaba al aislamiento y a ser ciudadanos de quinta categoría. Alguien propuso organizar unas clases solidarias y de inmediato se empezó a trabajar en el asunto. Una semana después se reunió al primer curso, pues la esposa de Elkin conocía a dos francesas que hablaban español y eran especialistas en terapia de lenguaje, Sabrina y Sophie, las cuales debían hacerse cargo del grupo. El hecho de que fueran especializadas en terapia no era casual, pues el reto consistía nada menos que en enseñarle francés a gente analfabeta o sin la menor noción de gramática. Por esa época yo había empezado a hacer algunos trabajos mecánicos con Elkin, y poco después conocí a una de las profesoras de un modo casual, aunque bastante abrupto. Sucedió que Sabrina –Sabrina Gérard, 24 años, rubia de ojos verdes, cuerpo agradable y gran simpatía, soltera y mujer de su tiempo, trabajadora independiente y muy liberal, como demostró una vez en que fue a dar al lecho con seis varones en medio de una juerga apoteósica, en fin, cosas que yo aún no lo sabía –tuvo problemas con el carburador de su Volkswagen Golf, así que llamó a Elkin para que lo revisara o le dijera si aún valía la pena repararlo. Y para allá nos fuimos un sábado por la mañana, con la idea de ir después a una piscina pública. Al llegar al lugar –un suburbio del norte llamado Le Blanc Mesnil, – Sabrina bajó con las llaves y nos dejó en la calle, prometiendo un café para después. A las dos horas el motor estaba listo, con el carburador reluciente, y Sabrina bajó a probarlo. Le dimos una vuelta a la manzana y el arranque funcionó a la perfección, pero al volver al edificio nos dimos cuenta de algo terrible: Elkin había dejado la caja de herramientas sobre el andén y ya no estaba. Se la habían robado. Dios santo. Con la caja se esfumaban las posibilidades de trabajar y, si bien Elkin no dependía de la mecánica –daba clases de español, como yo, aunque mucho mejor pagado, –siempre era un modo expedito de conseguir plata, sin contar con que las herramientas de precisión y la infinidad de tuercas, tornillos y repuestos le daban a la caja de útiles un valor enorme. La cara de Elkin se transfiguró y Sabrina, aturdida por lo que había pasado, preguntó si podía compensarlo con algo de dinero. Elkin le dijo que no, cualquier cosa que me des será insuficiente y no es culpa tuya, me la robaron a mí, así que Sabrina, viendo que la llovizna se convertía en aguacero, nos invitó a almorzar. Subimos cabizbajos al apartamento que compartía con una amiga, un espacio bien arreglado, cálido y con libros, y sólo un rato después, bebiendo vino tinto y comiendo una pasta con verduras, recuperamos la calma, aunque debo confesar que yo sí me animé observando a Sabrina, viendo cómo se reía, el modo en que se arreglaba el pelo y las cosas que decía. 5. Vea, hermano, yo aprendí mecánica viendo a mi viejo desarmar y armar taxis en un taller de Bosa, así se ganaba la vida. Les limpiaba el carburador, les recomponía el eje de levas a martillo y hacía las piezas que faltaban, pues era tornero, y cuando me metí a la guerrilla, al eln, me convertí en mecánico. Siempre me gustaron los motores. La otra pasión de mi vida fueron los deportes, sobre todo la natación, la maratón y el ajedrez. Un apostador de un bar de ajedrecistas de la Jiménez invirtió mucha plata en mí, cuando tenía 16 años, y luego me puso a jugar apostando. Al segundo año el viejo empezó a ganar y algo me daba, pero luego lo metieron preso por agiotista y se perdió, no lo volví a ver, algo que pasa mucho en ese medio. Al llegar a la guerrilla me quedé en un grupo urbano, aquí a las afueras de Bogotá, y ahí me encargaron del parque automotor. Día y noche, déle que déle con la herramienta en la mano y grasa hasta los codos. Hasta que caí en el barrio San Carlos. Cercaron la manzana donde vivía mi mamá una vez que fui a hacerle visita, y me agarraron. Me venían siguiendo hasta con un helicóptero, hijueputa, se lo digo en serio. En La Picota me tocó defenderme a puños porque me metieron al patio de los «comunes». Como sabían que yo era «político» me la montaron. Sobre todo un man al que le decían Pirinolo. En un partido de fútbol se me vino de frente, sin que yo tuviera el balón, y me pegó qué patada en la espinilla. Yo no le contesté para no dar boleta, pero luego, otro día, me tiró un ladrillo desde el tercer piso y me erró por poco. Cuando levanté la vista lo vi riéndose, y gritó, « ¿entonces qué, pirobo?, ¿se le corrió el champú?». El viejo Saúl, un presidiario que llevaba años en la cárcel, condenado a cadena perpetua, me dijo que debía enfrentarlo si quería sobrevivir. Él atendía un quiosco de gaseosas en el patio seis y me consiguió un machete recortado. Me decidí y la pelea quedó casada para un martes por la tarde en el corredor del tercer piso. Al subir las escaleras, con el machete en la cintura, se me helaron las pelotas. Me hacían tilín tilín, hermano. La gente gritaba alrededor mío y decían « ¡muerto!», y yo los miraba en silencio. El mismo Saúl hizo de árbitro, pues a él todos lo respetaban. Cuando la pelea estaba por empezar el Pirinolo miró a un lado y alguien le pasó una punza, que es un destornillador afilado. En ese instante me dije, aquí va a morir alguien y no voy a ser yo, y antes de que volviera la vista alcé el machete y se lo mandé con fuerza al cuello. Un segundo antes de golpear torcí la muñeca y le di con el plano. Pirinolo me miró y alcancé a ver cómo los ojos se le ponían blancos. Cayó contra la pared, se golpeó la cabeza y quedó tirado en una extraña posición, con una pierna doblada hacia adentro, como un muñeco roto. Los presos gritaron que lo rematara y Saúl me dio la orden: mátelo, hermano, o el tipo se la va a montar peor que antes. Yo pensé, si le llego a dar con el filo le arranco la cabeza, pero lo que hice fue acercarme y darle la mano. Lo ayudé a pararse y le dije, vea, yo no lo quiero matar pero no me joda la vida, ambos estamos entre la mierda, respéteme, y Pirinolo, que ya tenía un hematoma del tamaño de una pelota, se levantó y bajó la cabeza. Di por concluido el asunto, pero cuando volteé para irme sacó el punzón y me lo mandó a la espalda. Por estar mareado erró el golpe. Entonces el viejo Saúl le clavó un estilete de carpintería en el cuello, bien clavadito hasta el mango. Pirinolo cayó de rodillas mirando la regadera de sangre que le salía del hematoma. Y ahí quedó. Un gonorrea menos, dijo Saúl, esta carne podrida no sirve ni para los perros. Luego ordenó que lo botaran a la basura. A los tres años salí con la condicional y me fui a Barranquilla, otra vez escapado. Allá trabajé de mecánico y una de las vainas que hice fue arreglarle una lancha a unos traquetos. Pagaron bien y empecé a desear irme de Colombia, porque el ambiente se estaba poniendo feo. Me dije: este país ya no es para mí. Armé un carro con repuestos regalados pero nunca logré pasar el puente del Magdalena. Quería irme a Panamá pero no funcionó y terminé en Nicaragua. Allá acabé siendo instructor de natación del equipo nacional y en unos juegos panamericanos nos ganamos seis medallas. Yo entrenaba a los pelaos en los lagos y eso era una verraquera ver cómo nadaban. Nos hacíamos kilómetros. Después volé a México y de ahí vine a París. Ya no podía volver a Colombia. Aquí me dieron el estatuto de refugiado y empecé a trabajar de mecánico en la calle, porque en París lo que hacen los mecánicos es sacar de la caja las piezas e instalarlas. Yo las arreglaba. A la gente le salía más barato y no perdían los bonos del seguro. Luego empecé las clases de español y aquí estoy, hermano. También le meto a la poesía y al cuento. Otro día le muestro. |