Seix Barral Biblioteca Breve




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18.

Déjame curiosear en tu vida, quiero saber de ti, me había dicho Paula, así que una mañana nos encontramos cerca de su casa y fuimos a pie al restaurante universitario de Mabillon, que ella no conocía –siempre comía en restaurantes normales o en casas privadas –y al ver los tablones con los precios exclamó, pero no puede ser, ¿un almuerzo por diez francos? Habrá que verlo. Hicimos la fila de los tickets y subimos al tercer piso. Al llegar a los platos plásticos con ensaladas y entradas eligió remolacha con huevo duro, y después, de plato caliente, carne apañada con puré, y un yogur de postre, ése fue su almuerzo. Llené una garrafa de agua, serví dos vasos y le pregunté, ¿qué te parece? No está mal, dijo, pero supongo que si comes esto todos los días acabarás enfermo, ¿no? Estará calculado para dar las calorías necesarias, pero no hay ningún placer, es una comida triste. Tenía razón, era triste. No estaba concebida para ser degustada sino para alimentar, como la de los cuarteles o las cárceles. De cualquier modo es una suerte tenerla, le dije, si no la cosa sería mucho peor. En las otras mesas había jóvenes ávidos comiendo en silencio, muchachas rodeadas de libros estudiando mientras ingerían lo poco que había en sus bandejas, y, en el centro del salón, un grupo de latinoamericanos que alargaba con pan cada bocado y hablaba de fútbol a gritos. Mira, le dije a Paula, ésos son compatriotas en el sentido amplio del término, de Ecuador y de Perú. Siempre están aquí, pero no son estudiantes, no sé cómo consiguen los tickets de comida, y ella dijo, son músicos, tienen instrumentos. Los estuches estaban a la vista, guitarras, capadores, ocarinas y, claro, el charango, el rey de la música andina, pariente peludo del tiple y el tres. Serán músicos de calle o de los que tocan en los túneles del Metro. Siempre que los veo tienen una funda de guitarra llena de monedas.

De repente sentí una mano en el hombro y al darme vuelta vi a Salim. Hola, amigo, dijo, dios tenga provecho de ti. Le presenté a Paula y de inmediato le abrimos un lugar en la mesa. Él, ceremonioso como siempre, empezó a hablar un extraño español que revelaba inseguridad, y dijo, señorita, es un importante placer conocerla, dios la proteja y quiera, soy Salim, yo tengo el gusto de recibir la misma docencia universitaria con el amigo y es un placer alimentarme con ustedes en esta tabla, dios es pródigo, los animales se encuentran en el río para los alimentos, y así nosotros, grande sea el Señor. Entonces le dije, Salim, ¿qué diablos te pasa? Se sonrojó un poco y dijo, perdona, amigo, hablo demasiado porque estoy nervioso, disculpe, señorita, acabo de ser detenido por la policía en el rer. Cuando mostré mis documentos me los quitaron y los tiraron a las vías, y uno de ellos me dijo, perro árabe, si no quieres que te deportemos salta y recógelos. Tuve que hacerlo, salté a las vías, que están electrificadas. Por suerte no toqué los rieles, recogí mis documentos y subí. Luego llegó el tren silbando y echando chispas. Yo me quedé sentado en la banca de la estación y traté de calmarme hasta que pude venir, por eso llegué tarde, siempre vengo al mediodía, perdona, amigo, ya estoy mejor, y entonces Paula, enfurecida, dijo, no lo puedo creer, ¡fascistas hijueputas!, vamos a la policía, pero Salim repuso, señorita, no vale la pena, ¿dónde podríamos denunciarlos si eran policías? No me digas señorita, respondió furiosa, ya te dije que me llamo Paula, y agregó, si nadie denuncia le seguirá pasando a otros, y al siguiente lo va a agarrar el tren o se va a electrocutar y ni siquiera se va a saber, y tú te vas a arrepentir de no haber ido a la comisaría, vamos, yo te acompaño y firmo como testigo. Bajamos los tres pisos y fuimos hasta la prefectura de Maubert-Mutualité. Salim estaba pálido, así que le dije, confía en ella, es mi Hada Madrina.

Llegamos y Salim puso la denuncia con Paula de testigo. Dio la descripción de lo ocurrido y, sobre todo, de los tres «guardianes de la paz» que lo habían agredido, lo mismo que sus datos. Para tranquilidad de Salim, quien certificaba la denuncia no era un uniformado sino una mujer de traje normal, como si se tratara de una diligencia civil.

Has hecho muy bien, le dijo Paula después, ahora será más difícil que vuelva a ocurrir, o al menos eso espero. Vengan, los invito a una cerveza. Nos sentamos en una terraza cerca del bulevar Saint Germain y bebimos, Paula y yo dos Stella Artois bien frías y Salim, como siempre, un té. Al verlo en un silencio sonriente le pregunté, ¿qué te pasa?, y él respondió: es la primera vez que entro a una estación de policía, es como entrar al acuario de las víboras y salir sin un rasguño. Esta noche se lo contaré a mi tío, que ya fue detenido varias veces, golpeado y humillado. Le diré: hoy puse una denuncia contra unos policías en la comisaría y me la recibieron e incluso me dieron una copia sellada. Sólo por eso vale la pena haberlo hecho, dijo Paula, las cosas han cambiado. No debes dejar que te humillen, nadie tiene derecho a hacerlo.

Luego Paula se fue y, antes de entrar a clase, Salim me dijo: de verdad que es un Hada Madrina. Teniéndola cerca, ¿qué te importa lo que haga o diga la francesa? Puede que tengas razón, le dije, pero hay algo que no sabes: ya me advirtió que no me enamorara, y es tal vez por eso que las cosas funcionan. Qué curioso, dijo Salim, hay gente que tiene un temperamento en un registro, pongamos por caso, en la amistad, y otro muy distinto en el amor o incluso en el familiar. Hay buenos amigos, generosos y dulces, que son egoístas con sus parejas o caprichosos y malcriados en familia. Y lo contrario. Por eso es tan difícil juzgar. Sí, le dije, tienes razón, por eso lo único que podemos, en vez de juzgar, es tratar de conocer. Hay un texto de Julio Ramón Ribeyro que proclama la superioridad de la amistad sobre el amor. Dice que la amistad, por definición, es recíproca: nadie puede ser amigo de alguien que no es su amigo. El amor en cambio es intransitivo: uno puede amar a alguien que no lo ama. Hay algo más, y es que uno elige a sus amigos, mientras que en el amor uno no elige. Sí, dijo Salim, la verdad es que uno pocas veces se enamora de la persona que conviene, de quien corresponde el amor para que las cosas sean fáciles. Es más común anhelar lo que nos rechaza. En fin, subamos, ya es la hora.

19.

El día de los concursos había gran animación en el patio interior del edificio de la rue des Evéques, esa mole de cinco pisos, agrietada por la humedad, que no tenía en sí nada de alegre, ni siquiera el recuerdo de algo alegre, pero era justamente ahí donde sonaban desde las once de la mañana los ritmos salseros de Fruko y sus Tesos, del grupo Niche y Oscar de León. Las familias fueron llegando y acomodándose en las mesas mientras las mujeres acababan de organizar los últimos detalles de la decoración, banderines de Colombia en las paredes, serpentinas tricolores, carrieles y corroscas, afiches de Cali (la mayoría eran vallunos), y al fondo, contra la última pared del amplísimo patio, las mesas de comida con platos típicos, sancocho de gallina del Valle, cordero santandereano, fríjoles con garra, patacones y arepas, sobrebarriga, bandeja paisa, buñuelos, pandeyucas y champús, de todo había. Los platos se vendían a 20 francos y las bebidas a 5 y 7 francos, cerveza y aguardiente, ron. También algo de vino.

Un poco antes del mediodía, cuando el patio estaba lleno, Elkin subió al estrado para dar la bienvenida en nombre de la colonia colombiana y del país, agradeciendo la asistencia, y sin más preámbulos anunció el orden del día, con el inicio de las actividades y los concursos para después del almuerzo, un discurso interrumpido por risas y aplausos. Elkin hizo una seña con la mano y Freddy Roldanillo, un negro de Buga, puso el himno de Colombia. No bien sonaron los primeros compases todo el mundo se puso de pie y algunos se llevaron la mano al pecho, con los ojos enrojecidos de emoción y cantando la letra. Al terminar, después de un aplauso y varios vivas a Colombia, Elkin pidió un minuto de silencio por las víctimas de la guerra en el país, inocentes o culpables, y volvió a haber lágrimas, cada cual se recogió y recordó a alguien. Terminado esto se pidió otro aplauso por la organización, a los colectivos de mujeres y a los grupos de trabajo que habían montado la fiesta, y luego se invitó a pasar a la comida, recordando que a las dos de la tarde iniciaban los campeonatos y las demás actividades, que incluían bailes típicos y un recital infantil de poemas de Rafael Pombo.

Elkin, Rafael, Luz Amparo y otros amigos ocupamos una mesa al lado de la tarima. Yo estaba ansioso por ver a Sabrina, pero hasta ese momento no había llegado. La que sí estaba desde el principio de la fiesta era Sophie, muy arreglada y bella. Tenía preparada una sorpresa y era que los alumnos de los cursos solidarios iban a recitar poemas de Jacques Prévert, algo que la tenía muy emocionada. A nuestra mesa llegó un botellón de dos litros de aguardiente Néctar, así que empezamos a beberlo con lentitud, yo sobre todo, recordando que debía jugar ajedrez y que el premio, la «noche de sorpresas» con Sophie, bien valía tener la mente despejada.

– ¿En qué quedó lo de Sabrina? –me preguntó Elkin, hablando en privado.

Le conté que la había llamado furioso, fuera de control, y le había dicho una y mil cosas. Luego saqué del bolsillo su tarjeta de visita (que en realidad no había roto ni tirado) y se la mostré. Mire, es la misma que me dio el día que le arreglamos el carro. Él la miró y dijo, qué raro, se le habrá olvidado. Sin saber lo que yo sentía, Elkin agregó que ese mismo sábado ella había venido a Gentilly, por la noche, y que fueron en grupo a comer a un restaurante tailandés con varios amigos, sobre todo con Javier, un colombiano que decía ser exiliado del M-19 pero que, según Elkin, era demasiado joven para que eso fuera cierto. Después volvieron a Gentilly a tomarse unos tragos y tarde en la noche ella y Javier se retiraron juntos. La historia me provocó una punzada de celos y algo de rencor hacia Elkin, pues me vi ese día en mi chambrita bebiendo el vino barato y sintiéndome muy mal, y, en paralelo, a Sabrina desnuda, probablemente ebria, tirando con Javier. Una aguja se me clavó en el corazón, dios santo, ya estaba obsesionado otra vez, así que decidí quedarme en silencio. Un rato más tarde nos levantamos de la mesa, pues Elkin debía anunciar la apertura oficial de los torneos.

Me dirigí al salón lateral donde estaban los tableros de ajedrez y los relojes, prestados por una asociación ajedrecística de Montrouge, y cuando iba para allá sentí un golpe en el pecho. En una de las mesas cercanas a la puerta estaba Sabrina, entre vanos colombianos y al lado de Javier, con un plato ya terminado y una copa de algo transparente que debía de ser ron. Tenía puesto un suéter rojo y un blujean apretado. No la había visto antes por el ángulo de la pared, pero debía estar ahí hacía rato. ¿Qué hacer? Antes de acabar la pregunta me sorprendí empuñando su tarjeta y caminando hacia ella. Cuando me vio venir quedó desconcertada. Saludé a los demás y le dije, muy serio, ¿puedo hablar contigo un momento? Ella miró a sus compañeros de mesa, sobre todo a Javier, y se levantó.

Cuando estuvo cerca me preguntó, con voz risueña, ¿ya te pasó la rabia? Respondí que no. Lejos de eso. Abrí la mano y le mostré su tarjeta de visita. Toma, le dije, te la devuelvo. Si te llamo alguna otra vez podrás decir que te estoy acosando. Ella se sonrojó un poco y dio un paso atrás, mirando de reojo a su alrededor. Dijo que no recordaba habérmela dado y que lo sentía mucho. Hazla ver de un especialista, seguí diciendo, colérico, tal vez aún conserve tus huellas digitales, no la compré a nadie ni te la saqué del bolso, y agregué: vuelve a tu mesa, ya nos están mirando.

Dicho esto me di vuelta y fui al salón de ajedrez, reconciliado aunque algo triste, pues la verdad habría preferido estar con ella, olvidarme del torneo y continuar la fiesta a su lado, pero en fin, ya estaba hecho, así que fui a sentarme en mi lugar, es decir la silla número catorce. Sabrina, tal vez porque mis palabras no llegaron a conmoverla o porque se sentía observada, no intentó dar ninguna otra explicación, simplemente regresó a su silla. De lejos la vi acomodarse y beber un trago, encender un cigarrillo y seguir charlando como si nada. Cuando estaba sumido en estos pensamientos vi llegar a Nelson Suárez con un vasito de plástico en la mano y un cigarrillo, e ir a sentarse a su tablero, cerca de la ventana. Elkin anunció que las partidas serían a media hora con el sistema de eliminación directa, y aclaró que los resultados se irían anotando en un tablón de la pared. Dicho esto, empezamos a jugar.

Mi contrincante era un peruano llamado Norberto, amigo de unos colombianos de Massy-Palaiseau, el mismo suburbio en el que vivía Salim con sus tíos. Tras una breve presentación empezamos a jugar, saliendo yo con blancas, pero la verdad es que nuestra partida duró muy poco pues Norberto no era muy hábil y, pasada la apertura, tras abrir su defensa e impedir el enroque, logré en dieciséis movimientos el jaque mate. Nos dimos un apretón de manos y regresé a la mesa de Rafael y Luz Amparo a esperar el siguiente turno. Al pasar por el corredor observé de soslayo a Sabrina, que seguía charlando y riéndose con sus amigos. Me alegró el triunfo, y nunca como en ese instante anhelé vencer el torneo para salir de la fiesta con Sophie. Eso sellaría mi actitud altiva hacia Sabrina (si es que algo de lo que yo hacía le importaba, lo que aún estaba por verse). Ahora que mi vida sexual se había enriquecido, nada me atraía más que agregarle otra muesca al palo, entre otras cosas porque ya empezaba a sentir esa curiosidad de los inmigrantes hacia las mujeres francesas. Mientras tanto, en un patio al que se accedía por un costado, se iniciaba el torneo de ping-pong, con la mayoría de los concursantes en sudadera, y lo mismo ocurría con las tres mesas de parqués, que ya jugaban en un rincón de la sala de baile. Al regresar a mi puesto vi de lejos que Néstor había ganado, y al poco tiempo empezó la segunda ronda.

Esta vez mí contrincante fue Enrique, un colombiano que había estado en las farc en los años setenta y que jugaba bastante bien, pues ya habíamos hecho algunas partidas en la casa de Elkin. Afuera, en el salón principal, se oía a todo volumen el grupo Niche, y a la gente bailando y dando gritos y aplausos cada vez que en la canción se nombraba a Cali. Sólo algunos curiosos se acercaban a ver cómo iban las partidas. Volví a ganar sin grandes esfuerzos, pues Enrique ya estaba un poco borracho y perdió la dama a mitad de partida. Me relajé y esperé el siguiente turno con otra copita de aguardiente, mirando de lejos a Néstor, curioso. Noté que movía sus piezas con rapidez y seguridad, mientras que su contrincante, el negro Freddy, se acariciaba el pelo y hacía gestos con la boca, signo de que estaba acorralado. Como era de esperarse, Néstor ganó. Elkin organizó la tercera ronda con los resultados del tablón y mi contrincante (ya sólo quedábamos ocho) era Jim, un canadiense casado con una valluna de Jamundí que vivía en el último piso del edificio, un anglosajón enamorado del trópico que bebía mucho ron y aguardiente y que solo de vez en cuando recordaba sus orígenes con una botella de bourbon, sirviéndola en copitas pequeñas a sus amigos. Como yo tenía fama de conocer el juego, Jim hizo cara de tragedia al verme, pero la verdad no fue fácil ganarle pues abrió una defensa siciliana que le permitió apoderarse del centro del tablero y me obligó a varios sacrificios. Cuando Jim tiró abajo su rey, signo de derrota, me invitó a un aguardiente de su botella y nos levantamos a mirar las otras mesas.

Espiando por la puerta entreabierta vi que Javier y Sabrina bailaban con cierto aire de enamorados. Él la acercaba para enseñarle los pasos, aunque era bastante torpe, y ella se le pegaba sin gracia, como hacen tantas europeas que creen que bailar consiste en refregarse contra el parejo y hacer cara de trance. En fin, me dije, allá ellos, y seguí vigilando las partidas. Néstor jugaba contra un francés que parecía bastante bueno, y Elkin, que era el campeón de Gentilly, jugaba contra Manolo, un español casado con cartagenera, ingeniero de sistemas y buen contador de chistes. Entonces sucedió algo increíble y fue que al acercarme al tablero de Néstor vi con claridad una jugada que debía darle la victoria en tres movimientos, cambiando un alfil por un peón. Me quedé a la espera, y para mi sorpresa no hizo ese movimiento, no comió el peón, sino que adelantó un extraño caballo lateral. Al hacerlo golpeó el botón del reloj y se recostó en el espaldar de la silla, pues con eso dejaba al francés en jaque mate, un jaque mate limpio e inesperado, un ataque elegante que evitaba el sacrificio inútil de piezas y le daba al final una extraordinaria belleza. Caray, me dije, este tipo sí que sabe jugar. El misterioso albañil resultó ser ajedrecista. Se dieron un apretón de manos y de nuevo hubo una pausa de descanso y resurtido de vasos.

Al hacer el sorteo de las dos últimas mesas vi con pesadumbre que me tocaba enfrentarlo, Néstor y yo en un tablero y en el otro Elkin contra Alejandro, un colombiano al que apenas había visto. Ay, me dije, la cosa no va a ser fácil. La noche con Sophie parecía alejarse. Ahora que empezaban las semifinales mucha gente de la sala de baile vino a mirar las partidas (Sabrina y Javier no vinieron), y nos sentamos a jugar, Néstor delante mío, algo nervioso, con esa enigmática neutralidad de su cara que no parecía corresponder a la situación.

20.

Mira, hermano, me llamo Freddy Roldanillo y nací en Buga, cerca de la Sultana, allá por el cincuenta y seis, aunque luego nos fuimos a vivir con mi familia a Cali, a principios de los sesenta. Mi papá vendía enciclopedias de casa en casa, y yo, desde pelao, lo acompañaba, le oía los cuentos que le decía a las señoras para vendérselas, le ayudaba a cargar los paquetes de libros. El sistema era ir a los paraderos de los buses escolares, bien tempranito, y ver de qué casas salían los muchachos que tuvieran más pinta de pilos, de estudiosos, ¿me entendés?, así hacía el viejo, un avión el hombre, y entonces le caía a las mamas con Mis primeros conocimientos, de Editorial Juventud, o con la Temática, y vea, las viejas le compraban. Yo le oía la carreta que usaba para convencerlas, bacanísimo, y tanto le vi mostrar los fascículos sobre las capitales de Asia o los hundimientos famosos que aprendí cosas, las siete maravillas del mundo, ¿vos te las sabes? Vea, son el coloso de Rodas, la muralla china, los jardines colgantes de Babilonia... Ve, se me olvidó el resto, pero en fin, yo me sabía esas vainas, y la capital de Mongolia que es Ulam Bator, todo eso me lo sabía por las enciclopedias, y menos mal, porque esa fue la única educación que tuve, vivíamos en Aguablanca y éramos pobres, nueve hermanos, imagínate, hice la escuela primaria y ya, a trabajar de carretillero, de guardia, a vender dulces o de lustrador, hasta que a los catorce años me mamé y empecé a darle a la bareta y al perico, y ya estaba por ponerme a robar cuando vino un man al callejón donde yo lustraba, cerca de la Plaza de Caicedo, y me preguntó si me gustaba la vida que tenía, si estaba conforme, y yo, que era bien respondón, le dije ¿y vos qué crees, súper genio, a ver, adivina vos? El tipo me invitó a una reunión con otros manes y ahí nos hablaron de cambiar el país, de hacer una revolución, una carreta muy chévere, y dos semanas después ya estaba en el monte, primero a los farallones y luego a Urabá, con las farc, y allá pasé años, como hasta el 79. Combatí en todo el país, en Arauca y Mapiripán, en la Macarena, el Sumapaz, también en Nariño y el Chocó, por todo lado, hasta que me pegaron un tiro aquí, mirá, casi me vuelan un riñón, estuve fue de buenas, y entonces me pasé a Panamá y de allá a Cuba, al hospital como tres meses, y fíjate, de Cuba aquí, ¿sabes por qué?, se me acabó la cuerda, hermano, me cansé de andar con un rifle, se me murió la mística, no sé si me entendés, yo no nací para héroe y claro que me gusta ayudarle a la gente, pero ya le pagué a la revolución. No se pudo hacer y ahí siguen otros, aunque ya no son los mismos. La guerrilla de hoy es una gente muy áspera. Siguen los problemas porque el país es así, mala suerte para todos. Yo entré a Francia por España, en esa época no había que sacar visa, sólo llegar y ya, y aquí me dieron el refugio, cuando llegué era más fácil y de todos modos no podía volver a Colombia, allá me tenían fichado, incluso a mi familia que no tuvo nada qué ver, los siguieron, se les entraron a la casa a requisarlos, a mis hermanos los detuvieron un mundo de veces, que si saben algo de Freddy, que si lo han visto, hasta que empecé a escribirles desde París y dejaron de joderlos, y aquí, hermano, a seguir la lucha, primero a aprender el francés, que es un enredo ni el berraco, y luego, o mejor dicho, al tiempo, a buscar trabajo, tratar de progresar, yo en esa época era joven y soltero y me conformaba con poco, pero luego conocí a Mireya, la Flaca, que es de Pereira, exiliada pero del epl, la flaquita estaba con los chinos, qué tal, y bueno, hermano, aquí estoy hace ya quince años y sigo sin poder volver a Colombia porque si aparezco me detienen o me matan, vos sabes cómo es la vaina allá, y ahora con dos pelaos, de seis y cuatro años, pues el baile es otro, ¿no?, mucha nostalgia y todo, porque al fin y al cabo cuando pienso en Cali, o incluso en Buga, pues yo ya ni sé, hermano, hace tanto tiempo, quién sabe cómo estará eso ahora, y claro que me mandan fotos y todo, y me cuentan que pasó esto y que hicieron un centro comercial y la calle la ampliaron, pero no es lo mismo, vos sabés. Ya no sé si lo que yo me acuerdo existe o no, o si es otra ciudad, ve, mejor contame vos algo, cambiemos de tema que ya me está entrando es la tristeza.

21.

El ajedrez es sólo una batalla. Dos estrategias, dos temperamentos enfrentados. Por ello supuse que la timidez de Néstor tendría una equivalencia en su modo de jugar, tal vez en un esquema defensivo o algo así, pues siempre supe que los estilos de los ajedrecistas estaban muy marcados por su personalidad. Comencé la partida con estas incógnitas, observándolo de reojo, pues su timidez, o al menos ese empaque exterior de timidez que lo hacía verse tan frágil, lo hacía llevarse la mano a la boca y carraspear cada vez que sus antenas detectaban una mirada. Un tic nervioso muy molesto, más aún en una partida de ajedrez.

Empezamos a mover las fichas saliendo hacia el centro del tablero. Mientras deslizaba mi alfil volví a pensar en Sabrina, en la ínfima capacidad de autocrítica que tienen algunas mujeres cuando se trata de asuntos sentimentales, y de pronto me pareció ridícula y boba por no darse cuenta de que las historias de Javier, las que debía de contar para seducirla, retazos de actos heroicos extraídos de las vidas de otros guerrilleros, eran todas falsas, vergonzosamente falsas, y lo único que hacía era sumarse a esa infinita lista de europeas seducidas con el cuento de la revolución latinoamericana, ríos de esperma andina y caribeña, del Cono Sur o Centroamérica, corriendo sobre las capitales de Europa. Millares de blancos muslos vikings enrojecidos con historias de indios buenos y gringos malos, toneladas de traseros teutones conquistados con citas de Eduardo Galeano, kilómetros de vulvas abiertas con camisetas del Che y canciones de Quilapayún...

Sabrina era una ingenua, pero en el fondo sentí envidia. Daría la vida por estar del otro lado de la pared, con ella. Qué desgracia, uno nunca está donde quiere o cree que debería estar, y esto pensaba cuando el tablero echó una chispa, un caballo que avanzaba por el lateral dio un brusco giro y se dirigió al centro, así que me puse alerta, ¿qué diablos pasa aquí? Los bombillos rojos se encendieron diciendo alerta, alerta, todos a sus puestos, y al levantar la vista vi que Néstor Suárez se acariciaba el dedo gordo con el índice, un gesto de impaciencia que marcaba el inicio de su ataque, así que analicé la posición, proyecté las posibilidades y moví un peón que debía frenar su negro corcel y apuntalar la defensa, pero relumbró otra chispa, pues desde atrás un alfil llegó al centro con velocidad. Dios santo, por más que observaba su posición no lograba comprender con claridad su ataque, ¿qué está haciendo? Al ver sus manos ágiles moviendo las piezas empecé a notar, detrás de la timidez, un aterrador rostro de ferocidad. A partir de ahí su ataque se hizo cada vez más fuerte y comprendí que la partida estaba perdida. Mis jugadas eran débiles y Néstor Suárez había construido un castillo inexpugnable. Pensé en mis 50 francos y en la noche con Sophie. Todo se evaporaba, no había salida. Y mientras tanto Néstor, sin moverse de la silla, continuó acariciándose los pulgares con los índices al mismo ritmo. Levanté la cara, lo miré a los ojos por primera vez y le dije, no hay mucho qué hacer, ¿no es cierto? Él, con unos ojos en los que creí ver fuego o lava ardiente, respondió, no, no tiene nada qué hacer, absolutamente nada, pero fue una buena partida. Esto último lo agregó con una extraña voz, como si el aire y sus palabras emergieran desde el fondo de una gruta. Entonces tiré abajo mi rey y le estreché la mano, una mano de dedos fríos, como de peces congelados, y me alejé hacia el salón de baile.

Debí tomar tres copas de aguardiente para entrar en calor, tanto que Rafael me preguntó, ¿qué le pasa? Nada, le dije, me eliminaron. La final va a ser entre Elkin y Néstor Suárez. No mencioné su mirada aterradora ni su voz gélida, mucho menos la expresión desalmada e inhumana de su rostro. Preferí no acercarme a ver la partida, pues estaba seguro de que Néstor la iba a ganar, como en efecto sucedió, y al hacerse oficial el resultado, con la concurrencia bastante ebria, Sophie subió al estrado y dijo el nombre del ganador, Néstor Suárez Miranda, el que sería su pareja esa noche.

Néstor ni siquiera sonrió, sólo apretó los labios con un gesto vago de satisfacción, y cuando Sophie lo agarró del brazo y lo invitó a bailar él se dejó llevar como un niño. Terminada la pieza, que era Llorarás y llorarás, de Oscar de León, se fueron hacia la puerta entre aplausos y frases picaras. Sophie con una sonrisa alcohólica y él serio, con un extraño movimiento en la mandíbula, como si masticara sus propios dientes. Fue la última vez que lo vimos.

22.

Mi siguiente turno en los sótanos de Les goelins de Pyongang fue un sufrimiento, algo lacerante y enloquecedor. Los brazos, al cabo de un par de horas, me pesaban como el mármol y las manecillas del reloj avanzaban con suelas de plomo, una irritante lentitud que agredió y, casi diría, exasperó mi escaso equilibrio psicológico. ¿Qué diablos ocurría? Muy sencillo. Al salir, si es que lograba llegar al final de esa noche, tenía cita con Susi para ir a la famosa peniche o barco atracado en el río en el que ejercía el oficio más antiguo del mundo. Había dicho que si aparecían clientes podía esperarla en la barra y prometió presentarme a Saskia, su compañera rumana. Le había hablado de mí y también quería conocerme. Al acabar podríamos tomar algo en otro sitio, así que cuando dieron las dos de la mañana di un grito de júbilo, tiré lejos el odiado delantal en gesto similar al de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche, y salí con Susi en un taxi rumbo a la peniche Jung, por cierto, no hizo preguntas sobre la vez anterior, pues lo comprendía todo a través de silencios y miradas.

La noche comenzó con algo jocoso y fue que Susi debió cambiarse de ropa en el taxi. El conductor, un joven árabe, casi choca por mirarla, pues quedó prácticamente en calzones en el asiento de atrás antes de enfundar su trasero en una minifalda negra, muy sugestiva, que si hablara podría decir estas palabras: «Por si no te has dado cuenta tengo un trasero radiante y armonioso, y entre mis muslos escondo un tesoro al que sólo podrás acceder previo pago de una contribución crematística». Pero la cosa apenas empezaba, pues cuando llegamos al barco-bar y nos acercamos a la barra los clientes clavaron en ella sus pupilas y me observaron con recelo, lo que generó un cierto nerviosismo. Su compañera Saskia no había llegado o estaba ocupada, así que me fui al fondo y pedí una cerveza.

Susi se sentó en el centro del local en una pose que me dio algo de vergüenza y que buscaba disipar cualquier duda sobre su condición, tan eficaz que de inmediato un hombre empezó a rondarla. Pasó cerca de la barra sin detenerse y aterrizó a distancia de dos taburetes, pidiéndole un cóctel Martini al barman. Encendió un cigarrillo y dejó el paquete sobre la mesa. Susi conocía el lenguaje, así que le dijo, ¿me invita a uno? Él se apresuró a asentir y a encendérselo, tardando lo justo para preguntarle si quería beber algo. El contacto quedó establecido y ella pidió una copa de champagne. Luego fueron a sentarse a una mesa.

Al quedarme solo me dediqué a estudiar el bar, decorado al estilo francés (aquello que por esos días me parecía estilo francés), con luces bajas, un candelabro en cada mesa, cortinas de terciopelo sobre las ventanas que daban al río y un lento bamboleo, producto del oleaje, bastante apropiado para el lugar. Poco después vi salir a Susi a la cubierta del brazo de su cliente, por lo cual me concentré en lo que quedaba de cerveza, encendiendo un cigarrillo. Desde mi llegada a París habían ocurrido cosas arduas y difíciles, pero también agradables, como la cercanía de Susi y de Paula, e incluso de Sabrina, que a pesar de todo era atractiva e interesante y que de seguro volvería a encontrar. Gracias a esto y a las dificultades había podido olvidar a Victoria, si por «olvidar» entendemos «dejar de sufrir».

Cuando iba por la mitad de la segunda cerveza sentí un dedo en el hombro y al dar vuelta vi a una mujer de pelo claro y ojos azul turquesa. ¿Eres el amigo de Susi? Sí, soy yo. Estiró su mano y se presentó, soy Saskia, mucho gusto. Luego le hizo una seña al barman. Una flûte de vodka, por favor, Gérard. Al instante el joven trajo la bebida en una copa helada de forma triangular, como las del champagne, y Saskia se apuró la mitad de un sorbo. Es mi trago favorito, dijo, y agregó, te imaginaba más crespo y oscuro de piel, Susi dijo que eras colombiano. Creí que tendrías los ojos ovalados, pero le expliqué que en Colombia teníamos todas las razas. Pedí otra cerveza y la observé con atención. No debía tener más de 25 años. Era atractiva, aun si expresaba una cierta fatiga, no sé si en la piel o en los labios quebrados por el frío, o tal vez en el pelo, algo raído. Le pregunté cuánto llevaba en París y dijo que un año. Aún le costaba hablar bien el francés, y esto a pesar de que la pronunciación no era distante de la rumana y de la rusa. Quiso saber a qué hora había salido Susi para hacer un cálculo, y agregó: cuando venga podremos irnos, esto ya va a cerrar y los hombres que quedan están acompañados, la noche terminó, ¿verdad que iremos a beber algo por ahí? Claro, le dije, y pedimos otros dos tragos. Tras hacer un brindis le pregunté por los clientes del día. Sólo dos, respondió, pero fueron amables. No me atreví a preguntar cuánto cobraba.

Seguimos charlando hasta que Susi regresó y pudimos irnos a una discoteca barata por la zona de Place de Clichy. Allí nos dijimos que un día es un día y pedimos bebidas fuertes, vodka para Saskia, ron para Susi y whisky para mí. Con los vasos en la mano fuimos a sentarnos a una de las mesas del fondo. Esa noche había electricidad en el aire, entusiasmo y algo de plata en los bolsillos (sobre todo los francos ganados por ellas). Entonces me dije, achispado por el alcohol, que la gente a mi alrededor debía estar pensando extrañas cosas de mí. Creerán que soy un mañoso o un príncipe borracho, en el mejor de los casos, o un macró que se pasea por los bares con sus empleadas. Bailamos con los vasos en la mano, pues muy pronto volvió a sonar esa canción de moda, Killing me softly, del grupo Fugees, y con los tragos y el baile nos fuimos acercando. Susi tenía el ritmo africano en las caderas. Saskia era más dura o menos elástica, pero tenía gracia. En sus gestos se veían las muchas horas vividas en discotecas.

Llenamos las copas muchas veces hasta que, a las seis de la mañana, ebrios y cansados, decidimos irnos. Ambas pusieron billetes en el bolsillo de mi camisa y pagué la cuenta, cerca de 400 francos, y salimos abrazados a coger un taxi para ir a mi chambrita, que era el refugio más cercano. Al llegar, Susi se tendió en la colchoneta y se durmió vestida. Saskia y yo nos servimos sendos vasos de whisky y continuamos la charla, ella contándome su vida y aventuras, historias que no debían ser muy distintas a las de tantas mujeres del Este en su viaje a Europa, y la animé a seguir contando, ¿cómo llegaste a París y por qué?, y habló y habló hasta que se acabó la botella de Ballantine's, y al beberse la última gota se acercó y me dijo al oído, eres una buena persona, ¿quieres hacer el amor?, es lo único que puedo darte a cambio de tu hospitalidad, y yo le dije, no tienes que darme nada, pero ella insistió, es que además tengo ganas, hay condones y estoy limpia, cada mes me hago el test.

Le di un abrazo y la besé con ternura. Luego se quitó la falda y los calzones, abrió los muslos y me mostró su hendidura, que era rosada, con sólo un pequeño triángulo de vello. Hecho esto agarró a mi lujurioso y lo acercó a su entrepierna, acariciándose con él, y cuando encontró el orificio movió la cadera hacia adelante y lo hizo entrar. Así estuvimos un rato, moviéndonos en silencio (recuerden que Susi dormía) y diciendo cosas al oído, ella palabras en ruso, joroschó, tak y no sé qué más, y yo besándola, hasta que sentí algo muy extraño, como si una parte de sus encías se desprendiera, lo que me causó un gran sobresalto, ¿qué diablos pasa?, exclamé, y ella, avergonzada, se separó de mí y dijo, no te preocupes, tengo una prótesis dental, olvidé advertirte. Se retiró a un lado y la acomodó de nuevo en su boca. Ya está, no se volverá a salir. La abracé y dormimos al lado de Susi, pero desde las entretelas del sueño me llegó la imagen de una de esas dentaduras mecánicas que muerden el aire y que hacen, tic-tac, tic-tac.

A las dos de la tarde Susi me despertó, pues quería saber dónde estaba la llave del baño. Le urgía orinar. Luego dijo que saldría a comprar algo para comer, pues recordaba haber visto un supermercado en la avenida. Le di un billete de doscientos francos y algunas indicaciones. Al acompañarla a la puerta me besó en la boca y preguntó, ¿qué tal mi amiga, te gustó? Algo avergonzado le dije, sí, tanto como me gustas tú. Entonces agarró al lujurioso y lo apretó entre sus dedos negros. Luego se fue, dejando en el aire un leve olor a sudor.

Sólo entonces me di cuenta de que mi cabeza iba a estallar. Además de los whiskys y cervezas de la víspera, tenía la garganta abrasada por el cigarrillo y moría de sed. Sin grandes esperanzas abrí la nevera y fue entonces que ocurrió un milagro, ¡había una botella de cerveza helada! No sé quién diablos la puso ahí, pero la destapé y bebí la mitad de su contenido sin respirar. Qué placer, la cerveza entrando en un organismo golpeado por el alcohol. Hay que haberlo vivido para saber lo que significa. Al volver a la realidad, algo repuesto, vi a Saskia dormida en mi colchoneta, con la mitad del cuerpo por fuera de la bolsa de dormir: un pecho casi transparente dilatándose al ritmo de su respiración, un pezón rosado con granos y venas diminutas. Le di otro sorbo a la botella y me recosté a su lado, sintiendo latidos en el cerebro y un sentimiento de culpa acentuado por el olor a colillas frías, un vaso repleto de ceniza sobre el tapete. Al menos había cerveza, y me dije, ¿quién, que no fuera el propio dios, pudo haberla puesto en la nevera? Al pensarlo escuché un golpe en la puerta. Era Susi que regresaba con un par de bolsas de mercado. Hola, dijo, ¿cómo te sientes?, y agregó: anoche, al llegar, puse una cerveza en tu nevera, la pedí en el hotel con el cliente pero no la tomé, así que pensé en traerla. Supuse que te gustaría. La besé como tal vez nunca había besado a nadie, y le dije, eres magnífica. Susi no era muy dada al romanticismo y simplemente dijo, vístete y ve a dar un paseo por el Bois de Boulogne, no está haciendo frío y no llueve. Mientras tanto yo preparo algo de comer.

Me puse los pantalones, el chaquetón y salí a la calle, y fue como si el viento se llevara la mala noche. Caminé hasta la entrada del Jardin d’Aclimatation y me interné en el bosque, algo brumoso por el frío. Qué placer la vegetación húmeda, el pasto mojado y los árboles goteando. La naturaleza perdonaba mis excesos y me daba otra oportunidad. Así fui paseando entre los arbustos hasta que se calmó el dolor de cabeza y comencé a sentir hambre, un apetito voraz, pues no había comido desde la noche anterior en Les goelins de Pyongang. Entonces emprendí el regreso a la chambrita.

Pero surgió un problema y no encontré el camino, desorientado en el bosque, y cuando logré salir a una calle resulté del otro lado, no de Les Sablons sino del bulevar Periférico, a la altura de Porte Dauphine. Debía atravesarlo todo de vuelta para llegar, y empecé a caminar rápido, pues volvía la llovizna y empezaba el frío. Llegó también un atardecer tempranero que oscureció el aire y arruinó el buen genio. Caminé y caminé pero la rue Dulud y todo mi barrio parecían haber desaparecido, como el espejo que huye. Árboles y árboles, agua y oscuridad, senderos de tierra que empezaban a formar barriales. Neully-Sur-Seine no aparecía por ningún lado en esa cárcel vegetal o de árboles. Miré el reloj y vi que eran pasadas las cinco. Susi y Saskia debían estar inquietas, haciéndose preguntas. Mi retraso podía ser interpretado como un deseo de no verlas.

Cuando por fin entré a la calle Dulud ya era noche cerrada. Subí las escaleras corriendo y abrí la puerta de mi chambrita, pero la luz estaba apagada. Se habían ido. El milagro se repitió, pues sobre la mesa encontré un plato de comida. Arepa de harina con pedazos de carne y verduras, más otras dos cervezas heladas. Había frutas y una ensalada fresca, aceitunas y queso; dios mío, qué placer, la nevera estaba llena de cosas deliciosas. Además habían ordenado la chambrita, colocado la bolsa de dormir sobre la colchoneta, recogido los libros desperdigados por el suelo, ordenado mi ropa y lavado la loza. Sobre la mesa encontré una nota que decía: «Gracias».

23.

Me llamo Saskia Diminescu y tengo 27 años. ¿Seguro que vas a ser discreto? Mi padre es un tendero de Bucarest y me mataría si supiera que trabajo en un bar de mujeres. Bueno, la verdad es que no voy a darte muchos datos. Soy rumana y llegué aquí hace ocho meses. No vine, como otras, engañada. Sabía que un diploma de ingeniera de sistemas de mi país no permite llegar muy lejos en una ciudad como ésta. Sé también que soy bonita, pues casi todas las rumanas lo somos. Tengo piernas largas y bien torneadas. Mi cintura es estrecha y mis nalgas paradas y redondas, pues a pesar de no ser deportista hice gimnasia en la universidad. Mis rasgos gustan en la Europa meridional, pero también aquí, por ser ésta una ciudad cosmopolita en la que todo el mundo es distinto y todo, al menos aparentemente, es aceptado.

Decía que con ese diploma no puedo hacer nada, pues los estudios no son homologables, así que acepté venir a trabajar de prostituta. Perdón que lo diga así, tan directo, pero no conozco otra palabra menos fuerte. Lo de «asistente sexual» es una broma. Desde el punto de vista de la necesidad, acostarse con desconocidos no es tan malo. Hay cosas peores. Al principio impresiona, pero muy rápido uno se acostumbra. Cuando el cliente se desviste hay que ponerle el condón, lograr que se le pare lo suficiente y, enseguida, sin perder mucho tiempo, abrir las piernas y atraerlo. A veces está borracho y no lo logra, que es lo mejor, pues se siente frustrado y se va. Si es simpático y ha sido generoso puede que le haga otra chupada. O les propongo que se quiten el condón y se toquen mientras hago un show erótico, me meto el dedo, bailo y simulo estar muy caliente. Pero esto sólo si han sido generosos. No tengo ninguna conciencia profesional y si me puedo ganar el dinero sin hacer nada, tanto mejor. Si un cliente me cae mal lo apuro. Lo desconcentro y le digo con voz antipática: « ¿Ya?». Nunca falla. Lo sacan y se van al baño. A pesar de mi trabajo no soporto que hombres arrogantes o tacaños vacíen su líquido dentro de mí. Es una baba caliente. Sé cómo dañarles la fiesta sin que se note mucho.

Pero en fin, prefiero hablar de mi viaje. De mi entrada a Europa. Había estudiado francés en la universidad y tenía gran aprecio por Francia, incluso leí a Françoise Sagan, una novelita que se llama Bonjour tristesse, ¿la conoces? Siempre quise salir de Rumania y conocer otros países, vivir algo diferente a lo que me esperaba en Bucarest, hasta una tarde en que un amigo polaco, Lazlo, me dijo que pensaba irse, que se había inscrito en un viaje clandestino. Me propuso ir con él, pues quedaba un puesto, pero no lo hice. Preferí la vía normal y fui a la embajada francesa a solicitar una visa de turismo. Hice la cola desde el amanecer para depositar los papeles. Ese año yo daba clases de informática en una escuela para secretarias y ganaba 180 dólares mensuales, pero cuando presenté el pasaporte y los documentos se rieron. Un funcionario dijo que era ridículo. ¿Cómo se me ocurría aspirar a un visado con un salario tan bajo? Según él, tendría que demostrar al menos 1.500 dólares al mes, una cifra que, de todos modos, seguía siendo baja. Le insistí y le supliqué, pero el funcionario dijo que en Francia mi sueldo equivalía al precio de una cena para dos personas. Dicho esto cerró la ventanilla.

Salí de la embajada con vergüenza y rabia, y lloré largamente, pero no por mí sino por mi país. Lloré por Rumania. Entonces decidí irme y lamenté no haberle hecho caso a Lazlo, que ya debía estar en París. Un mes después recibí una carta suya con buenas noticias: había conseguido un trabajo, vaciaba camiones en un mercado tres días a la semana, y en esos tres días ganaba más que su sueldo de profesor de matemáticas y ruso en Bucarest. Por supuesto me insistía en ir. Según él, París estaba lleno de oportunidades. Con los contactos suyos comencé a preparar el viaje, que costaba 700 dólares, una fortuna para mí. Pero el día en que salí de la embajada francesa, en lágrimas, nació otra persona dispuesta a cualquier sacrificio. Yo quería ser feliz ahora, así que me lancé a la aventura y pagué el viaje, que fue algo larguísimo, siempre por la noche, en un microbús y un camión. Primero a Hungría por la ruta de Mako y luego, pasado Budapest, la frontera de Györ con Austria. De allí pasar a la bodega de un camión, debajo de una cantidad de bultos de zanahoria, algo irrespirable que debimos soportar por cerca de una hora, el tiempo de pasar la frontera y que la guardia revisara los documentos. Detrás venía el bus donde habíamos viajado y al que debíamos volver si lográbamos cruzar. Esto fue de noche. Recuerdo el resplandor de las linternas policiales. Qué miedo, sentí mucho miedo y me hice mil preguntas, y puse en duda toda mi vida, que era bastante poca cosa, tan miserable que estaba ahí, escondida en un camión para llegar a una ciudad y empezar desde lo más bajo. Ya te dije que mi idea fue la prostitución, yo sabía que ése sería mi destino los primeros meses, y no me importaba. Mi dignidad había quedado por los suelos en la oficina francesa de Bucarest y todo lo que hiciera estaba permitido. Pero qué miedo y qué frío. Si me encontraban los guardias austriacos, que hacían preguntas y daban órdenes en alemán, un idioma al que le tengo miedo, sentí que podrían hacer conmigo lo que quisieran, y entonces, petrificada por el pánico, volví a tener siete años, cuando me asaltaba el temor a ser robada.

La inspección se alargó y los guardias continuaron diciéndole cosas al conductor, que trataba de responderles en su precario alemán. Dos horas después levantaron la viga y pudimos pasar, ¿y sabes lo que me ocurrió? Me oriné en los pantalones. Al salir del escondite sentí frío en los muslos y es que estaban empapados. Debí sacar otra muda de un maletín, la única a la que teníamos derecho, y en la siguiente parada entré al baño a cambiarme. El guía era un checo llamado Karel. Se burló al ver lo que me había ocurrido, pero luego me dio un trago de vodka de su cantimplora y me acompañó a la puerta. Cuando salí me estaba esperando. Dijo que lo siguiera al baño de hombres a chupárselo. Le dije que lo haría cuando llegáramos a París, pues ahora estaba nerviosa e indispuesta. Para que me creyera le di un beso y le dije que lo dejaría venirse en mi boca. No era un tipo desagradable y, sobre todo, le tenía mucho miedo. Por esos días casi todo el mundo me daba miedo.

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