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a) Cuando relacionamos el poder con el territorio o elemento geográfico, nos preguntamos cómo se ejerce el poder en relación con el territorio; y observamos que se puede ejercer en forma política- mente centralizada o políticamente descentralizada; la forma centralizada es la forma de estado unitaria: el estado es unitario porque su poder se ejerce políticamente centralizado en todo el territorio; la forma descentralizada es la forma de estado federal: el estado es federal porque su poder se ejerce políticamente descentralizado con base territorial, o sea, hay pluralización del poder en las zonas territoriales que componen a ese estado federal. b) Cuando relacionamos el poder con la población o elemento humano, nos preguntamos cómo se ejerce el poder en relación con los hombres; y observamos que se puede ejercer reconociéndoles su dignidad, libertad y derechos, o restringiéndolos severamente, o negándolos; el reconocimiento implica la forma de estado democrática; la restricción implica la forma de estado autoritaria la negación implica la forma de estado totalitaria. A veces se emplea en la literatura política la locución “formas políticas” para englobar en esa denominación a las formas de estado y a las formas de gobierno. “Forma política” no es igual, entonces, ni a forma de estado ni a forma de gobierno, sino que más bien apunta a una noción más amplia que abarca a las formas de estado y de gobierno juntamente. “Forma política” es, en alguna medida y según ciertos autores, una expresión equivalente a “régimen político” o a “sistema político”, entendiendo por régimen y por sistema a la organización efectiva y real de la convivencia política. La forma política, el régimen político o el sistema político se exteriorizan en las formas de estado y de gobierno, pero no se agotan en ellas, sino que, involucrándolas, las exceden. EL TOTALITARISMO COMO FORMA DE ESTADO. Una mejor comprensión de las formas de estado se logra comenzando por el totalitarismo. En el cuadro de las formas de estado del inc. B), colocamos tres: democracia, autoritarismo, totalitarismo; quizás podrían reagruparse en dos: estado democrático, y estado no democrático, dividiendo al no democrático en: estado autoritario y estado totalitario. La primera noción del estado no democrático se obtiene por la falta de reconocimiento de la libertad y los derechos del hombre; ese “no reconocimiento” puede consistir en una restricción que los comprime, o llegar a su total negación; lo primero s da en la forma de estado autoritaria; lo segundo en la totalitaria, De aquí en más, depuraremos la explicación. El totalitarismo es antidemocrático, es la antítesis de la forma de estado democrática. Para entenderlo, despojémonos del sentido que la palabra democracia tiene como forma de gobierno, porque acá no estamos hablando todavía de formas de gobierno, sino de formas de estado. Si quisiéramos medir la distancia entre autoritarismo y totalitarismo (siendo ambas formas de estado “no democráticas”) diríamos que la forma autoritaria acentúa fuertemente e intensifica al poder frente a los hombres, y por eso, restringe la libertad y los derechos individuales, pero no llega a absorber totalmente la vida humana y social, ni a avasallar completamente la dignidad de la persona. El totalitarismo, en cambio, asfixia, sofoca y devora la vida humana y social, desconociendo la dignidad de la persona, y negando sus derechos y su libertad. Hasta acá, alcanzamos una idea de base: las formas de estado que relacionan al poder con el elemento humano o población, reflejándonos cómo se ejerce el poder frente a los hombres (en forma democrática, en forma autoritaria o en forma totalitaria) resuelven esa mima relación de acuerdo a la situación o status político que deparan al hombre dentro del estado. Tal situación o status puede ser de reconocimiento de su dignidad, libertad y derechos (democracia) o de no reconocimiento (autoritarismo si los restringe, totalitarismo si los niega). Ello nos conduce a una segunda idea de base: las formas de estado, en cuanto organizan al estado y lo afectan en sí mismo, implican y encierran modos o estilos de convivencia política. Como ya hemos dicho que todo estado se organiza y consiste en un régimen político conforme a ciertas pautas ideológicas (valoraciones, creencias, principios, doctrinas, filosofía política del régimen, etc.), hemos de abordar al totalitarismo desde ese primer punto de arranque. El hecho de que empíricamente el totalitarismo sea una forma de estado, presupone una toma de posición ideológica que sustenta a dicha forma y le imprime sus principios y concepciones políticas. En este orden de cosas, el totalitarismo es una cosmovisión política, una visión integral del hombre, de su convivencia, y del régimen político en que esa convivencia se desarrolla. Tal cosmovisión predica que el estado tiene en sí mismo su propia razón; es la “razón de estado”: el estado es un fin en sí mismo, existe para su propio bien y para su propia grandeza. Hay aquí reminiscencias de Hobbes y de Maquiavelo; en alguna medida, aunque después demarquemos su diferencia, se da cierta relación con el absolutismo político. Si en las formas de estado de que tratamos está en juego el elemento poder, relacionado con el elemento humano, recordemos que el poder como energía o capacidad de acción que es puesta en. ejercicio por el gobierno, tiene una medida correlativa al fin: el poder existe para el fin; cuando el fin del estado se desborda y crece, el poder se ensancha, fortifica y aumenta en igual proporción. El poder del estado totalitario “lo puede todo” porque ideológicamente el fin del estado totalitario lo abarca todo. Y ésa es la fórmula o slogan que como herencia dejó Mussolini en su doctrina fascista: todo en el estado, todo para el estado, nada fuera del estado. Todo el ser y toda la vida del hombre se sumen en el estado, que lleva en su propia esencia su propia razón. No es ya el estado para el hombre, sino el hombre para el estado. El totalitarismo es un monismo triple: monismo sociológico, monismo político, monismo jurídico. Decir que es un monismo significa (“mono” quiere decir “uno”) que en lo social, en lo político y en lo jurídico concibe una sola realidad primaria y básica, en función de la cual existen acaso otras realidades secundarias. Sociológicamente, el totalitarismo es monista porque su ideología o cosmovisión supone que la realidad primera y fundamental es la sociedad; al hombre lo considera nada más que en función de la sociedad, negando que la persona sea la unidad o célula primaria de toda realidad social derivada; el hombre vale en cuanto parte o miembro de la sociedad, y no en cuanto persona por sí mismo (ya no se trata de afirmar que la sociabilidad es constitutiva del ser del hombre y que se da simultáneamente con él, sino de interpretar erróneamente que el hombre recibe su dimensión personal desde afuera, desde la sociedad en la que está inmerso). Es fácil dame cuenta que tal ideología deja al hombre sin vida propia, y significa imaginar a la sociedad como un vasto organismo del que el hombre es una parte o engranaje; de modo similar, erigir a la sociedad en realidad primaria o de base es exaltar y divinizar al medio social (a esto lo podemos llamar mesologismo), pudiendo ese medio social ser distinto según cada ideología totalitaria: lo será la raza, lo será la nación, lo será una clase social (por ej.: el proletariado); pero en cualquier versión que tomemos, al hombre se lo reputará y valorará en tanto sea parte o miembro de ese modio social, en tanto lo integre o componga, con hostilidad hacia los otros hombres que pertenezcan a medios sociales distintos. Políticamente, el totalitarismo también es monista porque en vez de concebir al poder político como el poder social más alto y supremo, que coordina y .preside a los demás poderes sociales, lo erige monolíticamente como el único, absorbiendo o asociando a los otros en tanto le son adictos, y negándolos en tanto le son independientes o adversos. Jurídicamente, el monismo totalitario maneja su propia concepción del derecho, afirmando que el derecho natural no existe, y que sólo existe el derecho positivo que el estado crea; ni siquiera tolera derechos positivos no estatales; dado este enfoque, en coordinación con los otros antes narrados, niega la dignidad intrínseca de la persona, y niega su libertad y sus derechos subjetivos. Si acaso el totalitarismo admite que el hombre sea titular de derechos individuales, supone que tales derechos le son otorgados o regalados por el estado (en tanto la democracia postula que derivan de la propia naturaleza humana y que el estado sólo se limita a “reconocerlos” en su derecho positivo, porque le son “debidos” al hombre por ser hombre en razón del valor justicia). Como corolario, decimos que el totalitarismo es una ideología transpersonalista, o sea, que busca fines más allá de la persona, no para la persona, sino para satisfacer supuestos valores que se encarnan y realizan en el estado. Todo el ser del hombre es, de este modo, poseído y asumido por el estado. La expansión del poder político aniquila inexorablemente toda independencia personal. En la estructura empírica del estado totalitario, la forma de estado inspirada y vertebrada por la ideología que acabamos de describir busca técnicas y estructuras que llevan a la práctica su punto de vista doctrinario; hay intervencionismo del estado en todos o en los más importantes ámbitos de la vida personal y social (la economía, la educación, la cultura, el trabajo, la profesión, el gremio, etc.); hay opinión pública regimentada, con impedimentos para que otras opiniones pública no oficiales nazcan y se difundan; hay copamiento de los medios de expresión; hay propaganda oficial favorable al régimen con prohibición o restricción de la no oficial; hay persecución; se instaura un sistema de partido único .—el oficial—, etc. La experiencia nos señala que en materia de persecución, el estado totalitario no suele tolerar a las iglesias, salvo cuando obtiene de ellas silencio, complicidad o adhesión; y atento que la ideología totalitaria encierra su propia mística, adquiere ribetes de una cuasi-fe religiosa, que se enemista con las religiones no politizadas que sostienen un sano espiritualismo independiente. La ciencia política se ha ocupado de los totalitarismos a raíz de las formas contemporáneas con que aparecieron en este siglo. El régimen soviético surgido de la Revolución Rusa de 1917 e imitado luego por estados que de un modo u otro han entrado en su 6rbita de irradiación; el régimen n io ¿socialista instaurado en el Tercer Reich Alemán por Hitler, y el régimen fascista de Mussolini en Italia ofrecieron ámbito de estudio a la politología. Súmense a ello los autoritarismos de Portugal, España, Egipto, etc., etc., y puede entonces comprenderse por qué es fresca la investigación en estas formas de estado. No se trata de que antigua o anteriormente no hubieran existido; se trata de una captación mucho más reciente del fenómeno por parte del conocimiento científico. En la historia política se estudia el absolutismo político. Si bien dijimos que hay una cierta proximidad entre él y el totalitarismo, cabe introducir con rigor científico algunas disparidades. Absolutismo significa ausencia de control sobre el gobernante, y ausencia de responsabilidad del gobernante frente a la comunidad. Puede ocurrir que el gobernante absoluto sea arbitrario, injusto o tiránico, como puede ser que ejerza el poder con moderación y justicia. Eso dependerá de su voluntad, de cómo sea la circunstancia social, cultural y política en la que actúe, de qué medios, resortes y posibilidades disponga, etc. Lo importante es entender que ese “cómo sea” el gobernante, y qué haga en uso del poder, será cuestión exclusivamente suya, exenta de control y responsabilidad: no habrá técnicas ni procedimientos para limitarlo o para obligarlo a rendir cuentas de su ejercicio del poder. De igual modo, no debe perderse de vista que el poder que ejerce el gobernante absoluto puede ser fuerte, intenso y activo, o débil y reducido; eso también dependerá de ciertos factores que unas líneas más arriba hemos ejemplificado. Un gobernante absoluto puede, por eso, intervenir poco en la vida personal y social de sus gobernados, o intervenir mucho. Pero el quantum de intervención, y las materias en las que interviene, quedan sujetos a su propia decisión, sin control ni responsabilidad. Es claro que el absolutismo, por esa misma ausencia de técnicas que buscan el contralor y la rendición de cuentas del gobernante, es proclive al totalitarismo, aunque no necesariamente desemboca en él. En los estados antiguos, la ideología imperante ponía bajo poder del estado la totalidad de la vida personal y social, en todos sus aspectos y ámbitos, incluso el religioso y espiritual; el estado podía regular cualquier materia, y eso tanto en el caso de gobiernos absolutos cuanto en el caso de participación política de los ciudadanos (como ocurría en la polis griega y en Roma). En un cierto sentido, hay por ello un esquema totalitario, porque el estado “lo podía todo”, a pesar de que “todo lo que podía” hacer y hacía requiriera la intervención y participación populares (como —lo decimos otra vez— acontecía la polis griega y en Roma). Pero también, y sobre todo en Grecia, el concepto de que la plenitud de la vida del hombre se alcanzaba en el estado estaba mitigado por la idea de que el fin del estado es el bien común, o sea, lograr la convivencia buena y virtuosa de los hombres. Estos matices son interesantes para caracterizar la tipología contemporánea de la forma de estado totalitaria, Con SUS similitudes y diferencias respecto de sus antecedentes históricos. CLASIFICACIÓN Y VALORACIÓN DE LAS FORMAS DE GOBIERNO. El tema y la clasificación de las formas de gobierno han sido mucho más antiguos en la ciencia política que el de las formas de estado. Las clasificaciones que nos recuerda la historia de las ideas políticas —sobre todo desde la de Aristóteles hasta la de Montesquieu— sólo tienen hoy un valor relativo, porque en la actualidad ya no se utilizan. Así por ej.: el criterio numérico para distinguir las formas de gobierno según que el gobernante sea uno solo (monarquía), un conjunto de hombres (aristocracia) o todo el pueblo (democracia), resulta demasiado simple y poco o nada empírico. Aristóteles conjugó esta clasificación numérica o cuantitativa con un criterio cualitativo, atendiendo al fin para el cual el gobernante ejerce el poder. Y con las tres formas antes citadas compuso la categoría de las formas puras, en las que el fin buscado por el gobernante era el bien de toda la comunidad, tanto cuando gobernaba uno (monarquía) como cuando gobernaban varios (oligarquía) o todos (democracia). Cada una de esas tres formas puras se convertía en impura cuando el fin perseguido por el gobernante ya no era el bien común sino un bien particular. Y así la monarquía se tornaba tiranía (cuando un solo gobernante gobernaba para su propio bien), la aristocracia se convertía en oligarquía (cuando el grupo de varios gobernantes atendía al bien de los ricos), y la democracia en demagogia (cuando el pueblo gobernaba para el bien de los pobres). Con las tres formas puras de la clasificación aristotélica, Polibio elabora la forma mixta de gobierno, en la que se asocian y componen todas, aportando cada una su principio fundamental. La forma mixta, que según Polibio permitía superar el cambio permanente a que conducían las seis formas de Aristóteles (tres puras y tres impuras) en continuo ciclo, lograba la estabilidad, que él creyó descubrir y que elogió en la república romana: el principio de unidad propio de la monarquía se daba en el consulado, el principio de selección de la aristocracia en el senado, y el principio popular de la democracia en los comicios. La teoría de la forma mixta fue también acogida por Cicerón y por Santo Tomás. Siglos más tarde, Maquiavelo introducirá una dualidad de formas: principados y repúblicas; y Montesquieu retomará la clasificación tripartita, pero con formas originales: monarquía, república (dividida en república aristocrática y república democrática) y despotismo. En nuestros días, la clasificación de las formas de gobierno es bastante dispar según los autores. Algunos, que dicotómicamente (dicotomía – separación) hablan de una forma de gobierno democrática en oposición a una forma de gobierno autocrática, se aproximan más a la clasificación de las forma de estado. Entre los criterios más difundidos, en correspondencia con las formas de gobierno reales que el mundo contemporáneo nos presenta, se halla el que toma en cuenta cómo son los órganos del gobierno en su composición, y cuáles son las relaciones de poder que se dan entre ellos. Y así surgen dos formas principales: a) la parlamentaria o parlamentarista, que se llama “parlamentarismo”, y b) la presidencial o presidencialista, que se llama “presidencialismo”. |
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