Programa na tradução. Texto em vermelho sublinhado




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Es más, una de las razones que hacen que a menudo los "por que' infantiles sean tan difíciles de interpretar para la conciencia adulta, y que explican nuestras dificultades para responder satisfactoriamente a los pequeños que esperan de nosotros la luz, es que una fracción importante de ese tipo de preguntas se refiere a fenómenos o acontecimientos que no comportan precisamente ningún "por qué", puesto que son fortuitos. Así es cómo el mismo niño de seis años cuya reacción ante el movimiento acabamos de ver, se sorprende de que haya encima de Ginebra dos Salève, siendo así que no hay dos Cervin encima de Zermatt:

"¿Por qué hay dos Saléve?" Otro día, pregunta: "¿Por qué el lago de Ginebra no llega hasta Berna?" No sabiendo cómo interpretar estas extrañas cuestiones, hemos preguntado a otros niños de la misma edad qué hubieran respondido ellos a su compañero. La respuesta, para los pequeños, fue cosa sencillisima: Hay un Gran Saléve para las grandes excursiones y las personas mayores y un Pequeño Saléve para los pequeños paseos y para los niños, y si el lago de Ginebra no llega hasta Berna, es porque cada ciudad debe tener su lago. Dicho de otro modo, no existe el azar en la naturaleza, ya que todo está "hecho para" los hombres y los niños, según un plan establecido y sabio cuyo centro es el ser humano. El "por qué" se propone averiguar, pues, la "razón de ser" de las cosas, es decir, una razón a la vez causal y finalista, y precisamente porque hay que tener una razón para cada cosa, el niño tropieza con los fenómenos fortuitos y hace preguntas a su respecto.

En una palabra, el análisis de cómo el niño pequeño hace las preguntas demuestra ya claramente el carácter todavía egocéntrico de su pensamiento, en este nuevo terreno de la representación misma del mundo, por oposición al de la organización del universo práctico:

todo se desarrolla, pues, como si los esquemas prácticos fuesen transferidos al nuevo plano y se prolongaran, no sólo en forma de finalismo, como acabamos de ver, sino también en las formas siguientes.

El animismo infantil es la tendencia a concebir las cosas como vivas y dotadas de intenciones.

Es vivo, al principio, todo objeto que ejerce una actividad, siendo ésta esencialmente relativa a la utilidad para el hombre: la lámpara que alumbra, el hornillo que calienta, la luna que brilla.

Más tarde, la vida está reservada a los móviles y, por ultimo, a los cuerpos que parecen moverse por sí mismos como los astros y el viento. A la vida está ligada, por otra parte, la consciencia, no una consciencia idéntica a la de los hombres, pero sí el mínimo de saber y de intencionalidad necesarios a las cosas para llevar a cabo sus acciones y, sobre todo, para moverse o dirigirse hacia los objetivos que tienen asignados. Así, por ejemplo, las nubes saben que avanzan, porque traen la lluvia y principalmente la noche (la noche es una gran nube negra que cubre todo el cielo cuando llega la hora de acostarse). Más tarde, sólo el movimiento espontáneo está dotado de consciencia. Por ejemplo, las nubes no saben ya nada "porque el viento las lleva", pero, por lo que al viento se refiere, hay que precisar: no sabe nada como nosotros "porque no es una persona", ¡pero "sabe que sopla, porque él es quien sopla! Los astros son particularmente inteligentes: la luna nos sigue durante nuestros paseos y vuelve atrás cuando emprendemos el camino de regreso. Un sordomudo, estudiado por W. James,  pensaba incluso que la luna lo denunciaba cuando robaba algo por la noche, y llegó en sus reflexiones hasta a preguntarse si no tendrían relación con su propia madre, muerta poco antes.

En Cuanto a los niños normales, casi todos se creen acompañados por ella, y este egocentrismo les impide pensar en lo que haría la luna en presencia de paseantes que avanzaran en sentido contrario uno de otro: después de los siete años, por el contrario, esta pregunta basta para llevarles a la opinión de que los movimientos de la luna son sólo aparentes cuando su disco nos sigue.

Es evidente que semejante animismo resulta de una asimilación de las cosas a la propia actividad, al igual que el finalismo que hemos visto más arriba. Pero así como el egocentrismo sensorio-motor del lactante resulta de una indiferenciación entre el yo y el mundo exterior, y no de una hipertrofia narcisista de la conciencia del yo, así también el animismo y el finalismo expresan una confusión o indisociación entre el mundo interior o subjetivo y el universo físico, y no una primacía de la realidad psíquica interna. En efecto, si el niño pequeño anima los cuerpos inertes, materializa en cambio la vida del alma: el pensamiento es para él una voz, la voz que está en la boca o "una vocecilla que está detrás", y esa voz es "viento" (cf. los términos antiguos de "anima", "psyche", "ruach", etc.). Los sueños son imágenes, en general algo inquietantes, que envían las luces nocturnas ('a luna, los faroles) o el aire mismo, y que llenan la habitación. O, más tarde, son concebidos como algo procedente de nosotros, pero siguen siendo imágenes, que están en nuestra cabeza cuando estamos despiertos y que salen de ella para posarse encima de la cama o en la habitación tan pronto como nos dormimos. Cuando uno se ve a sí mismo en sueños, es que se desdobla: uno está en la cama, mirando el sueño, pero también está "en el sueño", a titulo de doble inmaterial o de imagen. No creemos, por nuestra parte, que estas conciencias entre el pensamiento infantil y el pensamiento primitivo (más adelante habremos de ver el parecido con la física griega) se deban a ningún tipo de herencia: la permanencia de las leyes del desarrollo mental basta para explicar estas coincidencias, y como todos los hombres, incluidos los "primitivos", han empezado por ser niños, el pensamiento del niño precede al de nuestros más lejanos antepasados tanto como al nuestro.

Con el finalismo y el asimismo cabe relacionar el artificialismo o creencia de que las cosas han sido construidas por el hombre, o por una actividad divina análoga a la forma de fabricación humana. Esto en nada contradice al asimismo, en la mente de los pequeños, ya que, según ellos, los bebés mismos son, a la vez, algo construido y perfectamente vivo. Todo el universo está hecho de esta forma: las montañas "crecen" porque se han plantado las piedras después de fabricarlas; los lagos han sido excavados y, hasta muy tarde, el niño se imagina que las ciudades han existido antes que sus lagos, etc., etc.

Por último, toda la causalidad, que se desarrolla durante la primera infancia, participa de esos mismos caracteres de indiferenciación entre lo psíquico y lo físico y de egocentrismo intelectual.

Las leyes naturales accesibles al niño se confunden con las leyes morales y el determinismo con la obligación: los barcos flotan porque tienen que flotar, y la luna no alumbra más que por la noche "porque no es ella quien manda". El movimiento es concebido como un estado transitorio que tiende hacia una meta que le pone fin: los torrentes fluyen porque tienen impulso para ir a los lagos, pero ese impulso no les permite volver a subir a la montaña. La noción de fuerza, en particular, da lugar a curiosas observaciones: activa y sustancial, es decir, ligada a cada cuerpo e intransmisible, explica, como en la física de Aristóteles, el movimiento de los cuerpos por la unión de un disparador externo y de una fuerza interior, ambos necesarios: por ejemplo, las nubes las lleva el viento, pero ellas mismas hacen viento al avanzar. Esta explicación, que recuerda el famoso esquema peripatético del movimiento de los proyectiles, la extiende el niño también a estos últimos: si una pelota no cae en seguida al suelo cuando una mano la tira, es que se la ha llevado el viento que hace la mano al desplazarse y también el que la propia pelota hace refluir tras sí al moverse. Así también el agua de los arroyos es movida por el impulso que toman en contacto con los guijarros por encima de los cuales tiene que pasar, etc.

Podemos ver, en suma, hasta qué punto son coherentes entre sí dentro de su prelogismo las diversas manifestaciones de este pensamiento incipiente. Consisten todas ellas en una asimilación deformadora de la realidad a la actividad propia: los movimientos están dirigidos hacia un objetivo, porque los movimientos propios así están orientados; la fuerza es activa y sustancial porque así es la fuerza muscular; la realidad es animada y viva, las leyes naturales se equiparan a la obediencia, en una palabra, todo está calcado sobre el modelo del yo. Estos esquemas de asimilación egocéntrica, a los cuales se da rienda suelta en el juego simbólico y que dominan todavía hasta tal extremo el pensamiento verbal, ¿no son, sin embargo, susceptibles de acomodaciones más precisas en ciertas situaciones experimentales? Esto es lo que vamos a ver ahora a propósito del desarrollo de los mecanismos intuitivos

C. La intuición

Hay una cosa que sorprende en el pensamiento del niño pequeño: el sujeto afirma constantemente y no demuestra jamás. Señalemos, por otra parte, que esta ausencia de la prueba deriva naturalmente de los caracteres sociales de la conducta de esa edad, es decir, del egocentrismo concebido como indiferenciación entre el punto de vista propio y el de los demás. En efecto, las pruebas se aducen siempre ante y para otras personas, mientras que, al principio, uno mismo se cree lo que dice sin necesidad de pruebas, y ello ocurre antes precisamente de que los demás nos hayan enseñado a discutir las objeciones y antes de que uno haya interiorizado la conducta en esa forma de discusión interior que es la reflexión.

Cuando preguntamos algo a niños de menos de siete años, nos sorprende siempre la pobreza de sus pruebas, su incapacidad de fundar las afirmaciones, e incluso su dificultad para reconstruir retrospectivamente la forma en que han llegado a ellas. Asimismo el niño de cuatro a siete años no sabe definir los conceptos que emplea y se limita a designar los objetos correspondientes o a definir por el uso ("es para..."), bajo la doble influencia del finalismo y de la dificultad de justificación.

Se me responderá sin duda que el niño de esa edad no es un verbal y que su verdadero campo es todavía el de la acción y la manipulación. Lo cual es cierto, pero, ¿acaso es mucho más lógico en ese terreno mismo? Distinguiremos dos casos: el de la inteligencia propiamente "práctica" y el del pensamiento que tiende al conocimiento, sí bien en el terreno experimental.

Existe una "inteligencia práctica", que desempeña un papel considerable entre los dos y los siete años y que, por una parte, prolonga la inteligencia sensorio-motriz del período prevería y, por otra, prepara las nociones técnicas que habrán de desarrollarse hasta la edad adulta Se ha estudiado mucho esa inteligencia práctica incipiente mediante ingeniosos dispositivos (hasta alcanzar objetos con ayuda de instrumentos varios: palos, ganchos, pulsadores, etc.) y se ha comprobado efectivamente que el niño está a menudo más adelantado en actos que en palabras. Pero, incluso en este terreno práctico, se han encontrado también toda clase de comportamientos primitivos, que recuerdan en términos de acción las conductas prelógicas observadas en el pensa. miento del mismo nivel (A. Rey).

Volvamos, pues, al pensamiento propio de este periodo del desarrollo, e intentemos analizarlo en el terreno, no ya verbal, sino experimental. ¿Cómo se comportará el niño en presencia de experiencias concretas, con manipulación de material, pudiendo cada afirmación ser controlada por un contacto directo con los hechos? ¿Razonará lógicamente, o conservarán los esquemas de asimilación parte de su egocentrismo, al tiempo que se acomodan, en la medida de su capacidad, a la experiencia en curso? El análisis de un gran número de hechos ha resultado ser decisivo: hasta alrededor de los siete años, el niño sigue siendo prelógico y suple la lógica por el mecanismo de la intuición, simple interiorización de las percepciones y los movimientos en forma de imágenes representativas y de "experiencias mentales", que prolongan por tanto los esquemas sensorio-motores sin coordinación propiamente racional.

Partamos de un ejemplo concreto. Presentemos a los sujetos seis u ocho fichas azules, alineadas con pequeños intervalos de separación, y pidámosles que encuentren otras tantas fichas rojas en un montón que pondremos a su disposición. Entre cuatro y cinco años, por término medio, los pequeños construirán una hilera de fichas rojas exactamente de la misma longitud que la de las fichas azules, pero sin ocuparse del número de elementos, ni hacer corresponder una por una las fichas rojas y las azules. Tenemos aquí una forma primitiva de intuición, que consiste en valorar la cantidad sólo por el espacio ocupado, es decir, por las cualidades perceptivas globales de la colección tomada como modelo, sin preocuparse del análisis de las relaciones. Entre los cinco y los seis años, en cambio, se observa una reacción mucho más interesante: el niño pone una ficha roja delante de cada ficha azul y concluye de esa correspondencia término a término la igualdad de ambas colecciones. Pero bastará separar un poco las fichas de los extremos de la hilera de las rojas, de tal manera que no estén ya exactamente delante de las fichas azules, sino ligeramente a un lado, para que entonces el niño, que, sin embargo, ha visto perfectamente que no hemos quitado ni añadido nada, estime que las dos colecciones ya no son iguales y afirme que la hilera más larga contiene "más fichas". Si amontonamos sencillamente una de las dos hileras sin tocar la otra, la equivalencia de ambas colecciones se pierde aún más. En resumen, hay equivalencia mientras hay correspondencia visual u óptica, pero la igualdad no se conserva por correspondencia lógica: no hay pues aquí operación racional alguna, sino simple intuición. Esta intuición es articulada y no ya global, pero sigue siendo intuición, es decir, que está sometida a la primacía de la percepción.

¿En qué consisten tales intuiciones? Otros dos ejemplos nos permitirán verlo: 1. He aquí tres bolas de tres colores diferentes, A, B y C, que circulan por un tubo: viéndolas desaparecer siguiendo el orden A B C, los pequeños esperan volverlas a encontrar por este mismo orden al otro lado del tubo. La intuición es pues exacta. Pero, ¿y si inclinamos el tubo hacia el lado por el que entraron las bolas? Los más jóvenes no prevén el orden C B A y quedan muy sorprendidos al verlo realizado. Cuando saben preverlo por una intuición articulada, se imprime entonces al tubo un movimiento de semirotación y los niños deberán entonces comprender que la ida dará C B A y la vuelta, A B C: ahora bien, no solamente no lo comprenden, sino que, al ver que ora A, ora C, salen las primeras, esperan ver surgir luego en cabeza la bola intermedia B. 2. Dos móviles siguen el mismo camino en la misma dirección y uno adelanta al otro: a cualquier edad, el niño concluye que "va más deprisa". Pero si el primero recorre en el mismo tiempo un camino más largo sin alcanzar al segundo o si van en sentido inverso o si siguen uno al lado del otro dos pistas circulares concéntricas, el niño no comprende ya esa desigualdad de velocidad, aunque las diferencias dadas entre los caminos recorridos sean muy grandes. La intuición de la velocidad se reduce por lo tanto a la del adelantamiento efectivo y no alcanza la relación de los tiempos y espacios recorridos.

¿En qué consisten, pues, estas intuiciones elementales de la correspondencia espacial u óptica, del orden directo A B C o del adelantamiento? Son sencillamente esquemas sensorio-motores, aunque traspuestos o interiorizados en representaciones. Son imágenes o imitaciones de lo real, a medio camino entre la experiencia efectiva y la "experiencia mental", y no son todavía operaciones generalizables y combinables entre sí.

¿Qué les falta a esas intuiciones para ser operatorias y transformarse así en un sistema lógico?

Simplemente prolongar en ambos sentidos la acción ya conocida por el sujeto hasta convertirse en móviles y reversibles. Lo que caracteriza a las intuiciones primarias es, en efecto, que son rígidas e irreversibles: son comparables a esquemas perceptivos y a actos habituales, que aparecen en bloque y que no pueden alterarse. Todo hábito es, en efecto, irreversible: por ejemplo, escribimos de izquierda a derecha y haría falta todo un nuevo aprendizaje para poder hacerlo de derecha a izquierda (y viceversa para los árabes). Lo mismo ocurre con las percepciones, que siguen el curso de las cosas, y con los actos de inteligencia sensorio-motriz que, también, tienden hacia un objetivo y no vuelven atrás (excepto en ciertos casos privilegiados). Es, pues, muy normal que el pensamiento del particular, cuando interioriza percepciones o movimientos en particular cuando interioriza percepciones o movimientos en forma de experiencias mentales, éstas sean poco móviles y poco reversibles. La intuición primaria es por tanto, únicamente un esquema sensorio-motor traspuesto a acto de pensamiento, y hereda de él lógicamente sus caracteres. Pero éstos constituyen una adquisición positiva, y bastará prolongar esa acción interiorizada en el sentido de la movilidad reversible para transformarla en "operación".

La intuición articulada avanza efectivamente en esa dirección. Mientras que la intuición primaria no es más que una acción global, la intuición articulada va más allá en la doble dirección de una anticipación de las consecuencias de esa acción y de una reconstrucción de los estados anteriores. No cabe duda de que sigue siendo irreversible: basta alterar una correspondencia óptica para que el niño no pueda volver a colocar los elementos del pensamiento en su primitivo orden; basta dar media vuelta al tubo para que el orden inverso escape al sujeto, etc.

Pero este comienzo de anticipación y de reconstrucción prepara la reversibilidad: constituye una regulación de las intuiciones iniciales y esta regulación anuncia las operaciones. La intuición articulada puede, por lo tanto, alcanzar un equilibrio más estable y a la vez más móvil que la acción sensorio-motriz, y en esto reside el gran progreso del pensamiento propio de este estadio con respecto a la inteligencia que precede al lenguaje. Comparada con la lógica, la intuición es, pues, un equilibrio menos estable por falta de reversibilidad, pero comparada con los actos preverbales, marca una conquista indudable 
D. La vida afectiva

Las transformaciones de la acción surgidas de los inicios de la socialización no interesan sólo a la inteligencia y al pensamiento, sino que repercuten con la misma profundidad en la vida afectiva. Como hemos entrevisto, existe, a partir del período preverbal, un estrecho paralelismo entre el desarrolló de la afectividad y el de las funciones intelectuales, ya que se trata de dos aspectos indisociables de cada acto: en toda conducta, en efecto, los móviles y el dinamismo energético se deben a la afectividad, mientras que las técnicas y el acoplamiento de los medios empleados constituyen el aspecto cognoscitivo (sensorio-motor o racional). No existe, pues, ningún acto puramente intelectual (intervienen sentimientos múltiples, por ejemplo, en la resolución de un problema matemático: intereses, valores, impresiones de armonía, etc.) y no hay tampoco actos puramente afectivos (el amor supone la comprensión), sino que siempre y en todas partes, tanto en las conductas relativas a los objetos como en las relativas a las personas, ambos elementos intervienen porque uno supone al otro. Lo que hay son espiritus que se interesan más por las personas que por las cosas o las abstracciones y otros a la inversa, y ello es la causa de que los primeros parezcan más sentimentales y los otros más secos, pero se trata simplemente de otras conductas y otros sentimientos, y ambos emplean necesariamente a la vez su inteligencia y su afectividad.

En el nivel del desarrollo que estamos considerando ahora, las tres novedades afectivas esenciales son el desarrollo de los sentimientos interindividuales (afectos, simpatías y antipatías)

ligados a la socialización de las acciones, la aparición de los sentimientos morales intuitivos surgidos de las relaciones entre adultos y niños, y las regulaciones de intereses y valores, relacionadas con las del pensamiento intuitivo en general.

Comencemos por este tercer aspecto, que es el más elemental. El interés es la prolongación de las necesidades: es la relación entre un objeto y una necesidad, ya que un objeto es interesante en la medida en que responde a una necesidad. El interés es pues la orientación propia de todo acto de asimilación mental: asimilar mentalmente es incorporar un objeto a la actividad del sujeto, y esa relación de incorporación entre el objeto y el yo no es otra cosa que el interés en el sentido más directo de la palabra ("inter~esse"). Como tal, el interés se inicia con la vida psíquica misma y desempeña en especial un papel importantísimo en el desarrollo de la inteligencia sensorio-motriz. Pero, con el desarrollo del pensamiento intuitivo, los intereses se multiplican y se diferencian y, en particular, dan lugar a una disociación progresiva entre los mecanismos energéticos que implica el interés y los mismos valores que engendra.

El interés, como es sabido, se presenta bajo dos aspectos complementarios. Por una parte, es un regulador de energía, como ha demostrado Claparède: su intervención moviliza las reservas internas de fuerza, y basta que un trabajo interese para que parezca fácil y la fatiga disminuya.

Ésta es la razón, por ejemplo, de que los colegiales den un rendimiento indefinidamente mejor a partir del momento en que se apela a sus intereses y en cuanto los conocimientos propuestos corresponden a sus necesidades. Pero, por otra parte, el interés implica un sistema de valores, que el lenguaje corriente llama "los intereses" (por oposición a "el interés") y que se diferencian precisamente en el curso del desarrollo mental asignando objetivos cada vez más complejos a la acción. Ahora bien, dichos valores dependen de otro sistema de regulaciones, que rige a las energías interiores sin depender directamente de ellas, y que tiende a asegurar o restablecer el equilibrio del yo completando sin cesar la actividad mediante la incorporación de nuevas fuerzas o nuevos elementos exteriores. Así es como, durante la primera infancia, se observarán intereses por las palabras, por el dibujo, por las imágenes, los ritmos, por ciertos ejercicios físicos, etc., etc., y todas estas realidades adquieren valor para el sujeto a medida que aparecen sus necesidades, que, a su vez, dependen del equilibrio mental momentáneo y sobre todo de las nuevas incorporaciones necesarias para mantenerlo.

A los intereses o valores relativos a la actividad propia están ligados muy de cerca los sentimientos de auto-valoración: los famosos "sentimientos de inferioridad" o de superioridad.

Todos los éxitos y todos los fracasos de la actividad propia se inscriben en una especie de escala permanente de valores, los éxitos para elevar las pretensiones del sujeto y los fracasos para rebajarías con vistas a las acciones futuras. De ahí que el individuo vaya formándose poco a poco un juicio sobre sí mismo que puede tener grandes repercusiones en todo el desarrollo. En especial, ciertas ansiedades son debidas a fracasos reales y sobre todo imaginarios.

Pero el sistema constituido por estos múltiples valores condiciona especialmente las relaciones afectivas interindividuales. Así como el pensamiento intuitivo o representativo está ligado, merced al lenguaje y a la existencia de signos verbales, con los intercambios intelectuales entre individuos, así también los sentimientos espontáneos de persona a persona nacen de un intercambio cada vez más rico de valores. Desde el momento en que la comunicación del niño con su medio se hace posible, comenzará a desarrollarse un juego sutil de simpatías y antipatías, que habrá de completar y diferenciar indefinidamente los sentimientos elementales ya observados durante el estadio anterior. Por regla general, habrá simpatía hacia las personas que respondan a los intereses del sujeto y que lo valoren. La simpatía supone pues, por una parte, una valoración mutua y, por otra, una escala común de valores que permita los intercambios. Esto es lo que el lenguaje expresa diciendo que la gente que se quiere "se entiende", "tiene los mismos gustos", etc. Y sobre la base de esa escala común se efectuarán precisamente las valoraciones mutuas. Por el contrario, la antipatía nace de la desvaloración, y ésta se debe a menudo a la ausencia de gustos comunes o de escala común de valores- Basta observar al niño pequeño en la elección de sus primeros camaradas o en su reacción ante los adultos extraños a la familia para poder seguir el desarrollo de esas valoraciones interindividuales. En cuanto al amor del niño hacia los padres, los lazos de la sangre estarían muy lejos de poder explicarlo sin esa comunicación intima de valoración que hace que casi todos los valores de los pequeños dependan de la imagen de la madre o del padre. Ahora bien, entre los valores interindividuales así constituidos, hay algunos que merecen destacarse:

son precisamente los que el niño pequeño reserva para aquéllos que juzga superiores a él:

ciertas personas mayores y los padres. Un sentimiento particular corresponde a esas valoraciones unilaterales: el respeto, que es un compuesto de afecto y de temor, y es de notar que el temor marca precisamente la desigualdad que interviene en esta relación afectiva. Pero el respeto, como ha demostrado Bovet, es el origen de los primeros sentimientos morales.

Basta, en efecto, que los seres respetados den al que les respeta órdenes y, sobre todo, consignas, para que éstas se conviertan en obligatorias y engendren, por lo tanto, el sentimiento del deber. La primera moral del niño es la de la obediencia y el primer criterio del bien es, durante mucho tiempo, para los pequeños, la voluntad de los padres (1). Los valores morales así constituidos son, pues, valores normativos, en el sentido de que no están ya determinados por simples regulaciones espontáneas, a la manera de las simpatías o antipatías, sino que, gracias al respeto, emanan de reglas propiamente dichas. ¿Pero cabe concluir de ello que, a partir de la primera infancia, los sentimientos interindividuales son susceptibles de alcanzar el nivel de lo que llamaremos en adelante operaciones afectivas por comparación con las operaciones lógicas, es decir, sistemas de valores morales que se implican racionalmente unos en otros como es el caso en una conciencia moral autónoma? No parece ser así, ya que los primeros sentimientos morales del niño siguen siendo intuitivos, a la manera del pensamiento propio de todo este periodo del desarrollo. La moral de la primera infancia, en efecto, no deja de ser heterónoma, es decir, que sigue dependiendo de una voluntad exterior que es la de los seres respetados o los padres. Es interesante, a este propósito, analizar las valoraciones del niño en un terreno moral tan bien definido como el de la mentira. Gracias al mecanismo del respeto unilateral, el niño acepta y reconoce la regla de conducta que impone la veracidad mucho antes de comprender por sí mismo el valor de la verdad y la naturaleza de la mentira. A través de sus hábitos de juego y de imaginación, así como de toda la actitud espontánea de su pensamiento, que afirma sin pruebas y asimila lo real á la actividad propia sin preocuparse por la objetividad verdadera, el niño pequeño llega a deformar la realidad y doblegaría a sus deseos. Y así le ocurre que tergiversa una verdad sin sospecharlo y esto es lo que se ha llamado la "pseudo-mentira" de los pequeños (la "Scheinlúge" de Stern). Sin embargo, acepta la regla de veracidad y reconoce como legítimo que se le reproche o castigue por sus mentiras.

Pero, ¿cómo valora estas últimas? En primer lugar, los pequeños afirman que mentir no tiene nada de 'feo" cuando uno se dirige a los amigos y que sólo la mentira dirigida a los mayores es condenable, ya que son ellos los que la prohiben. Pero luego, y esto es más importante, se imaginan que una mentira es tanto más fea cuanto más la falsa afirmación se aleja de la realidad, y ello independientemente de las intenciones en juego. Pedimos, por ejemplo, al niño que compare dos mentiras: contar a su madre que ha tenido una buena nota en el colegio, siendo así que no le han preguntado la lección, o contar a su madre, después de haberlo asustado un perro, que éste era tan grande como una vaca. Los pequeños comprenden muy bien que la primera mentira está destinada a obtener una recompensa inmerecida, mientras que la segunda es una simple exageración. Sin embargo, la primera es "menos fea" porque a veces ocurre que a uno le ponen una buena nota y, sobre todo, como la afirmación es verosímil, la madre misma ha podido engañarse. La segunda "mentira", en cambio, es más fea y merece un castigo más ejemplar, puesto que "no existen perros tan grandes". Estas reacciones que parecen ser bastante generales (han sido en especial confirmadas recientemente por un estudio realizado en la Universidad de Lovaina) son altamente, instructivas: muestran hasta qué punto los primeros valores morales están calcados sobre la regla recibida, merced al respeto unilateral, y lo que es más, sobre esta regla tomada al pie de la letra, pero no comprendía. Para que los mismos valores se organicen en un sistema a la vez coherente y general, será preciso que los sentimientos morales adquieran cierta autonomía y, para ello, que el respeto deje de ser unilateral para convertirse en mutuo: es precisamente el desarrollo de dicho sentimiento entre compañeros o iguales el que hará que la mentira a un amigo sea sentida como tan "fea" o incluso más que la del niño al adulto.

En resumen, intereses, auto-valoraciones, valores interindividuales espontáneos y valores morales intuitivos, he aquí, a lo que parece, las principales cristalizaciones de la vida afectiva propia de este nivel del desarrollo
III. LA INFANCIA DE SIETE A DOCE AÑOS

La edad de siete años, que coincide con el principio de la escolaridad propiamente dicha del niño, marca un hito decisivo en el desarrollo mental. En cada uno de los aspectos tan complejos de la vida psíquica, ya se trate de la inteligencia o de la vida afectiva, de relaciones sociales o de actividad propiamente individual, asistimos a la aparición de formas de organización nuevas, que rematan las construcciones esbozadas en el curso del período anterior y les aseguran un equilibrio más estable, al mismo tiempo que inauguran una serie ininterrumpida de construcciones nuevas.

Seguiremos, para no perdernos en este laberinto, el mismo camino que en las partes que anteceden, partiendo de la acción global a la vez social e individual, y analizando luego los aspectos intelectuales y después los afectivos de este desarrollo.

A. Los progresos de la conducta y de su socialización Cuando visitamos varias clases en un colegio "activo" donde los niños tienen libertad para trabajar en grupo y también individualmente y donde se les permite hablar durante el trabajo, no puede dejar de sorprendernos la diferencia entre los medios escolares superiores a siete años y las clases inferiores. Por lo que a los pequeños se refiere, es imposible llegar a distinguir claramente lo que es actividad privada y lo que es colaboración: los niños hablan, pero no se sabe si se escuchan; y ocurre que varios emprendan un mismo trabajo, pero no se sabe si se ayudan realmente. Si luego vemos a los mayores, nos sorprende un doble progreso:

concentración individual, cuando el sujeto trabaja solo, y colaboración efectiva cuando hay vida común. Pero estos dos aspectos de la actividad que se inicia hacia los siete años son en realidad complementarios y se deben a las mismas causas. Son incluso tan solidarios que a primera vista es difícil decir si es que el niño ha adquirido cierta capacidad de reflexión que le permite coordinar sus acciones con las de los demás, o si es que existe un progreso de la socialización que refuerza el pensamiento por interiorización.

Desde el punto de vista de las relaciones interindividuales, el niño, después de los siete años adquiere, en efecto, cierta capacidad de cooperación, dado que ya no confunde su punto de vista propio con el de los otros, sino que los disocia para coordinarlos. Esto se observa ya en el lenguaje entre niños. Las discusiones se hacen posibles, con lo que comportan de comprensión para los puntos de vista del adversario, y también con lo que suponen en cuanto a búsqueda de justificaciones o pruebas en apoyo de las propias afirmaciones. Las explicaciones entre niños se desarrollan en el propio plano del pensamiento, y no sólo en el de la acción material. El lenguaje "egocéntrico" desaparece casi por entero y los discursos espontáneos del niño atestiguan por su misma estructura gramatical la necesidad de conexión entre las ideas y de justificación lógica.

En cuanto al comportamiento colectivo de los niños, se observa después de los siete años un cambio notable en las actitudes sociales, manifestadas, por ejemplo, en los juegos con reglamento. Sabido es que un juego colectivo, como el de las canicas, supone un gran número de regias variadas, que señalan la manera de lanzar las canicas, el emplazamiento, el orden de los golpes sucesivos, los derechos de apropiación en caso de acertar, etcétera, etc. Ahora bien, se trata de un juego que, en nuestro país, por lo menos, está exclusivamente reservado a los niños y es prácticamente abandonado al final de la escuela primaria. Todo este cuerpo de reglas, con la jurisprudencia que requiere su aplicación, constituye, pues, una institución propia de los niños, pero que, sin embargo, se transmite de generación en generación con una fuerza de conservación sorprendente. Pero recordemos que en el curso de la primera infancia los jugadores de cuatro a seis años intentan imitar el ejemplo de los mayores y observan incluso ciertas reglas, pero cada uno no conoce de ellas más que una fracción y, durante el juego, no tiene para nada en cuenta las regias del vecino, cuando éste es de su misma edad: cada uno, de hecho, juega a su manera, sin coordinación ninguna. Es más, cuando preguntamos a los pequeños quién ha ganado, al final de una partida, se quedan muy sorprendidos, porque todo el mundo gana a la vez, y ganar significa haberse divertido. En cambio, los jugadores a partir de siete años presentan un doble progreso. Sin conocer aún de memoria todas las reglas del juego, tienden por lo menos a fijar la unidad de las reglas admitidas durante una misma partida y se controlan unos a otros con el fin de mantener la igualdad ante una ley única. Por otra parte, el término de "ganar" adquiere un sentido colectivo: se trata de alcanzar el éxito en una competición reglamentada, y es evidente que el reconocimiento de la victoria de un jugador sobre los demás, así como de la ganancia de canicas que éste implica, suponen discusiones bien llevadas y concluyentes.

Ahora bien, en conexión estrecha con estos progresos sociales, asistimos a transformaciones de la acción individual que parecen a la vez ser sus causas y efectos. Lo esencial es que el niño ha llegado a un principio de reflexión. En lugar de las conductas impulsivas de la pequeña infancia, que van acompañadas de credulidad inmediata y de egocentrismo intelectual, el niño a partir de los siete u ocho años piensa antes de actuar y comienza a conquistar así esa difícil conducta de la reflexión. Pero una reflexión no es otra cosa que una deliberación interior, es decir, una discusión consigo mismo análoga a la que podría mantenerse con interlocutores o contradictores reales o exteriores. Podemos, pues, decir que la reflexión es una conducta social de discusión, pero interiorizada (como el pensamiento mismo, que supone un lenguaje interior y, por lo tanto, interiorizado), según aquella ley general que dice que uno acaba siempre por aplicarse a sí mismo las conductas adquiridas en función de los otros, o que la discusión socializada no es sino una reflexión exteriorizada. En realidad, este problema, como todas las cuestiones parecidas, consiste en definitiva en preguntarse si es la gallina la que hace el huevo o el huevo el que hace la gallina, ya que toda conducta humana es a la vez social e individual.

Lo esencial de estas observaciones es que, en este doble plano, el niño de siete años comienza a liberarse de su egocentrismo social e intelectual y adquiere, por tanto, la capacidad de nuevas coordinaciones que habrán de presentar la mayor importancia a la vez para la inteligencia y para la afectividad. Por lo que a la primera se refiere se trata en definitiva de los inicios de la construcción de la lógica misma: la lógica constituye precisamente el sistema de relaciones que permite la coordinación de los puntos de vista entre sí, de los puntos de vista correspondientes a individuos distintos y también de los que corresponden a percepciones o intuiciones sucesivas del mismo individuo. Por lo que respecta a la afectividad, el mismo sistema de coordinaciones sociales e individuales engendra una moral de cooperación y de autonomía personal, por oposición a la moral intuitiva de heteronomía propia de los pequeños: ahora bien, este nuevo sistema de valores representa en el terreno afectivo lo que la lógica para la inteligencia. En cuanto a los instrumentos mentales que habrán de permitir esta doble coordinación lógica y moral, están constituidos por la operación, en lo que concierne a la inteligencia, y por la voluntad, en el plano afectivo: dos nuevas realidades, y, como habremos de ver, muy emparentadas una con otra, puesto que resultan ambas de una misma inversión o conversión del egocentrismo primitivo
B. Los progresos del pensamiento

Cuando las formas egocéntricas de causalidad y de representación del mundo, es decir, las que están calcadas sobre la propia actividad, comienzan a declinar bajo la influencia de los factores que acabamos de ver, surgen nuevas formas de explicación que en cierto sentido proceden de las anteriores, aun cuando las corrigen. Es sorprendente observar que, entre las primeras que aparecen, hay algunas que presentan un notable parecido con las que dan los griegos, precisamente en la época de decadencia de las explicaciones propiamente mitológicas.

Una de las formas más simples de esos nexos racionales de causa a efecto es la explicación por identificación. Recuérdense el animismo y el artificialismo entremezclados del período anterior.

En el caso del origen de los astros (problema que es raro plantear a los niños pero que ellos espontáneamente suscitan a menudo),estos tipos primitivos de causalidad conducen a decir, por ejemplo, que "el sol ha nacido porque hemos nacido nosotros" y que "ha crecido porque nosotros hemos crecido". Ahora bien, cuando este egocentrismo elemental se halla en decadencia, el niño, sin dejar de alimentar la idea del crecimiento de los astros, habrá de considerarlos como producidos, no ya por una construcción humana o antropomórfica, sino por otros cuerpos naturales cuya formación parece más clara a primera vista: así es como el sol y la luna han salido de las nubes, son pequeños retazos de nubes encendidas que han crecido (¡Y "las lunas" crecen todavía con frecuencia ante nuestros ojos!). Las nubes a su vez han salido del humo o del aire. Las piedras están formadas de tierra y la tierra de agua, etc., etc. Cuando finalmente los cuerpos ya no son considerados como seres que crecen de la misma forma que los seres vivos, estas filiaciones no se le antojan ya al niño como procesos de orden biológico, sino como transmutaciones propiamente dichas. Se ve bastante bien el parentesco de estos hechos con las explicaciones por reducción de las materias unas a ótras que imperaban en la escuela de Mileto (aunque la "naturaleza" o "physis" de las cosas fuera para estos filósofos una especie de crecimiento y su "hylozoísmo" no estuviera muy alejado del animismo infantil).

Pero, ¿en qué consisten estos primeros tipos de explicación? ¿Hay que admitir que en los niños este animismo cede directamente el paso a una especie de causalidad fundada en el principio de identidad, como si el célebre principio lógico rigiese desde el primer momento la razón tal como ciertas filosofías nos han invitado a creer? Es cierto que estos desarrollos constituyen la prueba de que la asimilación egocéntrica, principio del animismo, del finalismo y del artificialismo, está en vías de transformarse en asimilación racional, es decir, en estructuración de la realidad por la razón misma, pero dicha asimilación racional es mucho más compleja que una pura y simple identificación.

Si, en efecto, en lugar de seguir a los niños en sus preguntas acerca de esas realidades lejanas o imposibles de manipular, como son los astros, las montañas y las aguas, en relación a las cuales el pensamiento no puede pasar de ser verbal, les preguntamos acerca de hechos tangibles y palpables, habremos de descubrir cosas aún más sorprendentes. Descubrimos que, a partir de los siete años, el niño es capaz de construir explicaciones propiamente atomísticas, y ello en la época en que comienza a saber contar. Pero, para prolongar nuestra comparación, recordemos que los griegos inventaron el atomismo poco después de haber especulado sobre la transmutación de las substancias, y notemos sobre todo que el primer atomista fue sin duda Pitágoras, él que creía en la composición de los cuerpos a base de números materiales, o puntos discontinuos de substancia. Claro está que, salvo muy raras excepciones (que, sin embargo, existen), el niño no generaliza y difiere de los filósofos griegos por el hecho de que no construye ningún sistema. Pero cuando la experiencia se presta a ello, recurre perfectamente a un atomismo explícito e incluso muy racional.

La experiencia más sencilla a este respecto consiste en presentar al niño dos vasos de agua de formas parecidas y dimensiones iguales, llenos hasta las tres cuartas partes. En uno de los dos, echamos dos terrones de azúcar y preguntamos al niño si cree que el agua va a subir. Una vez echado el azúcar, se observa el nuevo nivel y se pesan los dos vasos, con el fin de hacer notar que el agua que contiene el azúcar pesa más que la otra. Entonces, mientras el azúcar se disuelve, preguntamos: 1.0 si, una vez disuelto, quedará algo en el agua; 2.0 si el peso seguirá siendo mayor o si volverá a ser igual al del agua clara y pura; 3.0 si el nivel del agua azucarada bajará de nuevo hasta igualar el del otro vaso o si permanecerá tal y como está. Preguntamos el porqué de todas las afirmaciones que hace el niño y luego, una vez terminada la disolución, reanudamos la conversación sobre la permanencia del peso y del volumen (nivel) del agua azucarada. Las reacciones observadas en las distintas edades han resultado extremadamente claras, y su orden de sucesión se ha revelado tan regular que estas preguntas han podido pasar a ser un procedimiento de diagnóstico para el estudio de los retrasos mentales. En primer lugar, los pequeños (de menos de siete años) niegan en general toda conservación del azúcar disuelto, y a jorfion la del peso y el volumen que éste implica. Para ellos, el hecho de que el azúcar se disuelva supone su completa aniquilación y su desaparición del mundo de lo real. Es cierto que permanece el sabor del agua azucarada, pero según los mismos sujetos, este sabor habrá de desaparecer al cabo de varias horas o varios días, igual que un olor o más exactamente igual que una sombra rezagada, destinada a la nada. Hacia los siete años, en cambio, el azúcar disuelto permanece en el agua, es decir, que hay conservación de la substancia. Pero, ¿bajo qué forma? Para ciertos sujetos, el azúcar se convierte en agua o se licua transformándose en un jarabe que se mezcla con el agua: ésta es la explicación por transmutación de la que hablábamos más arriba. Mas, para los más avanzados, ocurre otra cosa. Según el niño, vemos cómo el terrón se va convirtiendo en "pequeñas migajas" durante la disolución: pues bien, basta admitir que estos pequeños "trozos" se hacen cada vez más pequeños, y entonces comprenderemos que existen siempre en el agua en forma de "bolitas"

invisibles. "Esto es lo que da el sabor azucarado", añaden dichos sujetos. El atomismo ha nacido, pues, bajo la forma de una "metafísica del polvo", como tan graciosamente dijo un filósofo francés. Pero se trata de un atomismo que no pasa de ser cualitativo, ya que esas "bolitas" no tienen peso ni volumen y el niño espera, en el fondo, la desaparición del primero y el descenso del nivel del agua después de la disolución. En el curso de una etapa siguiente, cuya aparición se observa alrededor de los nueve años, el niño hace el mismo razonamiento por lo que respecta a la substancia, pero añade un progreso esencial: las bolitas tienen cada una su peso y si se suman estos pesos parciales, se obtiene de nuevo el peso de los terrones que se han echado. En cambio, siendo capaces de una explicación tan sutil para afirmar a priori la conservación del peso, no aciertan a captar la del volumen y esperan todavía que el nivel descienda después de la disolución. Por último, hacia los once o doce años, el niño generaliza su esquema explicativo al volumen mismo y declara que, puesto que las bolitas ocupan cada una un pequeño espacio, la suma de dichos espacios es igual a la de los terrones iniciales, de tal manera que el nivel no debe descender.

Éste es, pues, el atomismo infantil. Este ejemplo no es único. Se obtienen las mismas explicaciones, aunque en sentido inverso, cuando se hace dilatar delante del niño un grano de maíz americano puesto encima de una placa caliente: para los pequeños, la sustancia aumenta;

a los 7 años, se conserva sin aumento, pero se hincha y el peso varía; a los 9-10 años, el peso se conserva pero no el volumen, todavía, y hacia los 12 años, dado que la harina se compone de granos invisibles de volumen constante, éstos se separan, simplemente, ¡por aire caliente que llena los intersticios! Este atomismo es notable no tanto a causa de la representación de los gránulos, sugerida por la experiencia del polvo o de la harina, como en función del proceso deductivo de composición que revela: el todo es explicado por la composición de las partes, y ello supone una serie de operaciones reales de segmentación o partición, por una parte, y de reunión o adición, por otra, así como desplazamientos por concentración o separación (¡igual que para los presocráticos!). Supone además y sobre todo verdaderos principios de conservación, lo cual pone realmente de manifiesto que las operaciones en juego están agrupadas por sistemas cerrados y coherentes, de los que estas conservaciones representan los "invariantes".

Las nociones de permanencia de las que acabamos de ver una primera manifestación son sucesivamente las de la substancia, el peso y el volumen. Pero es fácil encontrarlas también en otras experiencias. Damos, por ejemplo, al niño dos bolitas de pasta para modelar, de las mismas dimensiones y peso. Una se convierte luego en una torta aplastada, en una salchicha o en varios pedazos: antes de los siete años, el niño cree entonces que la cantidad de materia ha variado, al igual que el peso y el volumen; hacia los siete-ocho años, admite la constancia de la materia, pero cree todavía en la variación de las otras cualidades; hacia los nueve años, reconoce la conservación del peso pero no la del volumen, y hacia los once-doce, por último, también la de éste (por desplazamiento del nivel en caso de inmersión de los objetos en cuestión, en dos vasos de agua). Es fácil, sobre todo, demostrar que, a partir de los siete años, se adquieren sucesivamente otros muchos principios de conservación que jalonan el desarrollo del pensamiento y estaban completamente ausentes en los pequeños: conservación de las longitudes en caso de deformación de los caminos recorridos, conservación de las superficies, de los conjuntos discontinuos, etc., etc. Estas nociones de invariación son el equivalente, en el terreno del pensamiento, de lo que antes hemos visto para la construcción sensorio-motriz con el esquema del "objeto", invariante práctico de la acción.

Pero, ¿cómo se elaboran estas nociones de conservación, que tan profundamente diferencian el pensamiento de la segunda infancia y el de la que precede a los siete años? Exactamente igual que el atomismo, o, para, decirlo de una forma más general, que la. explicación causal por composición partitiva: resultan de un juego de operaciones coordinadas entre sí en sistemas de conjunto que tienen, por oposición al pensamiento intuitivo de la primera infancia, la propiedad esencial de ser reversibles. En efecto, la verdadera razón que lleva a los niños del período que estamos estudiando a admitir la conservación de una substancia, o de un peso, etc., no es la identidad (los pequeños ven tan bien como los mayores que "no hemos añadido ni quitado nada"), sino la posibilidad de una vuelta rigurosa al punto de partida: la torta aplastada pesa tanto como la bola, dicen, porque se puede volver a hacer una bola con la torta. Veremos más adelante la significación real de estas operaciones cuyo resultado consiste en corregir la intuición perceptiva, siempre víctima de las ilusiones del punto de vista momentáneo, y, por consiguiente, en "descentrar" el egocentrismo, por así decir, para transformar las relaciones inmediatas en un sistema coherente de relaciones objetivas.

Pero señalemos también las grandes conquistas del pensamiento así transformado: la del tiempo (y con él la de la velocidad) y la del espacio mismo concebidos, por encima de la causalidad y las nociones de conservación, como esquemas generales del pensamiento, y no ya simplemente como esquemas de acción o de intuición.

El desarrollo de las nociones de tiempo plantea, en la evolución mental del niño, los problemas más curiosos, en conexión con las cuestiones que tiene planteadas la ciencia más reciente. A todas las edades, por supuesto, el niño sabrá decir de un móvil que recorre el camino A-B-C que se hallaba en A "antes" de estar en B o en C y que necesita "más tiempo" para recorrer el trayecto A-C que el trayecto A-B. Pero a esto aproximadamente se limitan las intuiciones temporales de la primera infancia y, si proponemos la comparación de dos móviles que siguen caminos paralelos pero a velocidades desiguales, observamos que: 1.0, los pequeños no tienen la intuición de la simultaneidad de los puntos de parada, porque no comprenden la existencia de un tiempo común a ambos movimientos; 2.0, no tienen la intuición de la igualdad de ambas duraciones sincrónicas, justamente por la misma razón; 3.0, relacionan siquiera las duraciones con las sucesiones: admitiendo, por ejemplo, que un niño X es más joven que un niño Y, ello no les lleva a pensar que el segundo haya nacido necesariamente "después" del primero.

¿Cómo se construye, pues, el tiempo? Por coordinaciones de operaciones análogas a las que acabamos de ver: clasificación por orden de las sucesiones de acontecimientos, por una parte, y encajamiento de las duraciones concebidas como intervalos entre dichos acontecimientos, por otra, de tal manera que ambos sistemas sean coherentes por estar ligados uno a otro.

En cuanto a la velocidad, los pequeños tienen a cualquier edad la intuición correcta de que si un móvil adelanta a otro es porque va más deprisa que éste. Pero basta que deje de haber adelantamiento visible (al ocultarse los móviles bajo túneles de longitud desigual o al ser las pistas desiguales circulares y concéntricas), para que la intuición de la velocidad desaparezca.

La noción racional de velocidad, en cambio, concebida como una relación entre el tiempo y el espacio recorrido, se elabora en conexión con el tiempo hacia aproximadamente los ocho años.

Veamos finalmente la construcción del espacio, cuya importancia es inmensa, tanto para la comprensión de las leyes del desarrollo como para las aplicaciones pedagógicas reservadas a este género de estudios. Desgraciadamente, si bien conocemos más o menos el desarrollo de esta noción bajo su forma de esquema práctico durante los dos primeros años, el estado de las investigaciones que se refieren a la geometría espontánea del niño dista mucho de ser tan satisfactorio como para las nociones precedentes. Todo lo que se puede decir es que las ideas fundamentales de orden, de continuidad, de distancia, de longitud, de medida, etc., etc., no dan lugar, durante la primera infancia, más que a intuiciones extremadamente limitadas y deformadoras. El espacio primitivo no es ni homogéneo ni isótropo (presenta dimensiones privilegiadas), ni continuo, etc., y, sobre todo, está centrado en el sujeto en lugar de ser representable desde cualquier punto de vista. De nuevo nos encontramos con que es a partir de los siete años cuando empieza a construirse un espacio racional, y ello mediante las mismas operaciones generales, de las que vamos a estudiar ahora la formación en sí mismas
C. Las operaciones racionales

A la intuición, que es la forma superior de equilibrio que alcanza el pensamiento propio de la primera infancia, corresponden, en el pensamiento ulterior a los siete años, las operaciones. De ahí que el núcleo operatorio de la inteligencia merezca un examen detallado que habrá de darnos la clave de una parte esencial del desarrollo mental.

Conviene señalar ante todo que la noción de operación se aplica a realidades muy diversas, aunque perfectamente definidas. Hay operaciones lógicas, como las que entran en la composición de un sistema de conceptos o clases (reunión de individuos) o de relaciones, operaciones aritméticas (suma, multiplicación, etc., y sus contrarias), operaciones geométricas (secciones, desplazamientos, etc.), temporales (seriación de los acontecimientos, y, por tanto, de su sucesión, y encajamiento de los intervalos), mecánicas, físicas, etc. Una operación es, pues, en primer lugar, psicológicamente, una acción cualquiera (reunir individuos o unidades numéricas, desplazar, etc.), cuya fuente es siempre motriz, perceptiva o intuitiva. Dichas acciones que se hallan en el punto de partida de las operaciones tienen, pues, a su vez como raíces esquemas sensorio-motores, experiencias efectivas o mentales (intuitivas) y constituyen, antes de ser operatorias, la propia materia de la inteligencia sensorio-motriz y, más tarde, de la intuición. ¿Cómo explicar, por tanto, el paso de las intuiciones a las operaciones? Las primeras se transforman en segundas, a partir del momento en que constituyen sistemas de conjunto a la vez componibles y reversibles. En otras palabras, y de una manera general, las acciones se hacen operatorias desde el momento en que dos acciones del mismo tipo pueden componer una tercera acción que pertenezca todavía al mismo tipo, y estas diversas acciones pueden invertirse o ser vueltas del revés: así es cómo la acción de reunir (suma lógica o suma aritmética) es una operación, porque varias reuniones Sucesivas equivalen a una sola reunión (composición de sumas) y las reuniones pueden ser invertidas y transformadas así en disociaciones (sustracciones).

Pero es curioso observar que, hacia los siete años, se constituyen precisamente toda una serie de sistemas de conjuntos que transforman las intuiciones en operaciones de todas clases, y esto es lo que explica las transformaciones del pensamiento más arriba analizadas. Y, sobre todo, es curioso ver cómo estos sistemas se forman a través de una especie de organización total y a menudo muy rápida, dado que no existe ninguna operación aislada, sino que siempre es constituida en función de la totalidad de las operaciones del mismo tipo. Por ejemplo, un concepto o una clase lógica (reunión de individuos) no se construye aisladamente, sino necesariamente dentro de una clasificación de conjunto de la que representa una parte. Una relación lógica de familia (hermano, tío, etc.) no puede ser comprendida si no es en función de un conjunto de relaciones análogas cuya totalidad constituye un sistema de parentescos. Los números no aparecen independientemente unos de otros (3, 10, 2, 5, etc.), sino que son comprendidos únicamente como elementos de una sucesión ordenada: 1, 2, 3..., etc. Los valores no existen más que en función de un sistema total, o "escala de valores", una relación asimétrica, como, por ejemplo, B < C no es inteligible más que si la relacionamos con una seriación de conjunto posible: O
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