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II. LA PRIMERA INFANCIA DE LOS DOS A LOS SIETE AÑOS Con la aparición del lenguaje, las conductas resultan profundamente modificadas, tanto en su aspecto afectivo como en su aspecto intelectual. Además de todas las acciones reales o materiales que sigue siendo capaz de realizar como durante el período anterior, el niño adquiere, gracias al lenguaje, la capacidad de reconstruir sus acciones pasadas en forma de relato y de anticipar sus acciones futuras mediante la representación verbal. Ello tiene tres consecuencias esenciales para el desarrollo mental: un intercambio posible entre individuos, es decir, el inicio de la socialización de la acción; una interiorización de la palabra, es decir, la aparición del pensamiento propiamente dicho, que tiene como soportes el lenguaje interior y el sistema de los signos; y, por último, y sobre todo, una interiorización de la acción como tal, la cual, de puramente perceptiva y motriz que era hasta ese momento, puede ahora reconstruirse en el plano intuitivo de las imágenes y de las "experiencias mentales". Desde el punto de vista afectivo, esto trae consigo una serie de transformaciones paralelas: desarrollo de los sentimientos interindividuales (simpatías y antipatías, respeto, etc.) y de una afectividad interior que se organiza de forma más estable que durante los primeros estadios. Vamos a examinar primero Sucesivamente estas tres modificaciones generales de la conducta (socialización, pensamiento e intuición), y luego sus repercusiones afectivas. Mas, para comprender el detalle de estas múltiples manifestaciones nuevas, es preciso insistir en su continuidad relativa con respecto a las conductas anteriores. Cuando interviene la aparición del lenguaje, el niño se ve enfrentado, no ya sólo con el universo físico como antes, sino con dos mundos nuevos y por otra parte estrechamente solidarios: el mundo social y el mundo de las representaciones interiores. Ahora bien, recuérdese que, por lo que hace a los objetos materiales o cuerpos, el lactante ha empezado con una actitud egocéntrica, para la cual la incorporación de las cosas a la actividad propia era más importante que la acomodación, y que sólo poco a poco ha conseguido situarse en un universo objetivado (en el que la asimilación al sujeto y la acomodación a lo real se armonizan entre sí): de la misma forma, el niño reaccionará al principio con respecto a las relaciones sociales y al pensamiento incipiente con un egocentrismo inconsciente, que es una prolongación de la actitud del bebé, y sólo progresivamente conseguirá adaptarse según unas leyes de equilibrio análogas, si bien traspuestas en función de las nuevas realidades. He aquí por qué, durante toda la primera infancia, se observa una repetición parcial, a niveles diferentes, de la evolución ya realizada por el lactante en el plano elemental de las adaptaciones prácticas. Esta especie de repeticiones, con el desfase de un plano inferior a otros planos superiores, son extremadamente reveladoras de los mecanismos íntimos de la evolución mental A. La socialización de la acción El resultado más claro de la aparición del lenguaje es que permite un intercambio y una comunicación continua entre los individuos. Esas relaciones interindividuales sin duda existen ya en germen desde la segunda mitad del primer año merced a la imitación, cuyos progresos están en estrecha conexión con el desarrollo sensorio-motriz. Sabido es, en efecto, que el lactante aprende poco a poco a imitar sin que exista una técnica hereditaria de la imitación: al principio, simple excitación, por los gestos análogos de los demás, de los movimientos visibles del cuerpo (y, sobre todo, de las manos), que el niño sabe ejecutar espontáneamente; luego, la imitación sensorio-motriz se convierte en una copia cada vez más fiel de movimientos que recuerdan otros movimientos ya conocidos; finalmente, el niño reproduce los movimientos nuevos más complejos (los modelos más difíciles son los que interesan a las partes no visibles del propio cuerpo, tales como la cara y la cabeza). La imitación de los sonidos sigue un camino parecido, y cuando están asociados a determinadas acciones, este camino se prolonga hasta llegar por fin a la adquisición del lenguaje propiamente dicho (palabras-frases elementales, luego sustantivos y verbos diferenciados y, por último, frases completas). Mientras el lenguaje no se ha adquirido de forma definida, las relaciones interindividuales se limitan por consiguiente a la imitación de gestos corporales y exteriores, así como a una relación afectiva global sin comunicaciones diferenciadas. Con la palabra, en cambio, se comparte la vida interior como tal y, además, se construye conscientemente en la misma medida en que comienza a poder comunicarse. Ahora bien, ¿en qué consisten las funciones elementales del lenguaje? Es interesante, a este propósito, registrar íntegramente, en niños de dos a siete años, todo lo que dicen y hacen durante varias horas, a intervalos regulares, y analizar estas muestras de lenguaje espontáneo o provocado, desde el punto de vista de las relaciones sociales fundamentales. De esta forma, pueden ponerse de manifiesto tres grandes categorías de hechos. Están en primer lugar los hechos de subordinación y las relaciones de presión espiritual ejercida por el adulto sobre el niño. Con el lenguaje, el niño descubre, en efecto, las riquezas insospechadas de realidades superiores a él: sus padres y los adultos que le rodean se le antojaban ya seres grandes y fuertes, fuente de actividades imprevistas y a menudo misteriosas, pero ahora estos mismos seres revelan sus pensamientos y sus voluntades, y este universo nuevo comienza a imponerse con una incomparable aureola de seducción y de prestigio. Un "yo ideal", como dijo Baldwin, se propone así al yo del niño y los ejemplos que le vienen de arriba son otros tantos modelos que hay que intentar copiar o igualar. Lo que se le da, en especial, son órdenes y consignas, y, como indicó Bovet, el respeto del pequeño por el mayor es lo que se las hace aceptar y las convierte en obligatorias. Pero incluso fuera de esos núcleos concretos de obediencia, se desarrolla toda una sumisión inconsciente, intelectual y afectiva, debida a la presión espiritual ejercida por el adulto. En segundo lugar, están todos los hechos de intercambio, con el propio adulto o con los demás niños, y esas intercomunicaciones desempeñan igualmente un papel decisivo en los progresos de la acción. En la medida en que conducen a formular la acción propia y a relatar las acciones pasadas, transforman las conductas materiales en pensamiento. Como dijo Janet, la memoria está ligada al relato, la reflexión a la discusión, la creencia al compromiso o a la promesa, y el pensamiento entero al lenguaje exterior o interior. Solamente que - y ahí es donde aparecen los desfases de que más arriba hablábamos -, ¿sabe el niño enseguida comunicar enteramente su pensamiento, y entrar de lleno en el punto de vista de los demás, o bien es necesario un aprendizaje de la socialización para llegar a una cooperación real? A este propósito, el análisis de las funciones del lenguaje espontáneo es profundamente instructivo. Es fácil, en efecto, comprobar cuán rudimentarias son las conversaciones entre niños y cuán ligadas a la acción material propiamente dicha. Hasta alrededor de los siete años, los niños no saben discutir entre sí y se limitan a confrontar sus afirmaciones contrarias. Cuando tratan de darse explicaciones unos a otros, les cuesta colocarse en el lugar del que ignora de qué se trata, y hablan como para sí mismos. Y, sobre todo, les sucede que, trabajando en una misma habitación o sentados a la misma mesa, hablan cada uno para sí y, sin embargo, creen que se escuchan y se comprenden unos a otros, siendo así que ese "monólogo colectivo" consiste más bien en excitarse mutuamente a la acción que en intercambiar pensamientos reales. Señalemos, finalmente, que los caracteres de este lenguaje entre niños se encuentran también en los juegos colectivos o juegos con reglamento: en una partida de bolos, por ejemplo, los mayores se someten a las mismas reglas y ajustan exactamente sus juegos individuales unos a otros, mientras que los pequeños juegan cada uno por su cuenta, sin ocuparse de las reglas del vecino. De ahí una tercera categoría de hechos: el niño pequeño no habla tan sólo a los demás, sino que se habla a sí mismo constantemente mediante monólogos variados que acompañan sus juegos y su acción. A pesar de ser comparables a lo que será más tarde el lenguaje interior continuo del adulto o del adolescente, tales soliloquios se distinguen de aquél por el hecho de que son pronunciados en voz alta y por su carácter de auxiliares de la acción inmediata. Estos auténticos monólogos, al igual que los monólogos colectivos, constituyen más de la tercera parte del lenguaje espontáneo entre niños de tres y aun cuatro años, y van disminuyendo regularmente hasta los siete años. En una palabra, el examen del lenguaje espontáneo entre niños, lo mismo que el examen del comportamiento de los pequeños en los juegos colectivos, demuestra que las primeras conductas sociales están a medio camino de la socialización verdadera: en lugar de salir de su propio punto de vista para coordinarlo con el de los demás, el individuo sigue inconscientemente centrado en sí mismo, y este egocentrismo con respecto al grupo social reproduce y prolonga el que ya hemos señalado en el lactante con relación al universo físico; se trata en ambos casos de una indiferenciación entre el yo y la realidad exterior, representada aquí por los demás individuos y no ya únicamente por los objetos, y en ambos casos esta especie de confusión inicial desemboca en la primacía del punto de vista propio. En cuanto a las relaciones entre el niño pequeño y el adulto, es evidente que la presión espiritual (y, a fortiori, material) ejercida por el segundo sobre el primero no excluye para nada ese egocentrismo a que nos hemos referido: a pesar de someterse al adulto y situarlo muy por encima de él, el niño pequeño lo reduce a menudo a su propia escala, a la manera de ciertos creyentes ingenuos con respecto a la divinidad, y de esta forma llega más que a una coordinación bien diferenciada, a un compromiso entre el punto de vista superior y el suyo propio. B. La génesis del pensamiento En función de estas modificaciones generales de la acción, asistimos durante la primera infancia a una transformación de la inteligencia que, de simplemente sensorio-motriz o práctica que era al principio, se prolonga ahora en pensamiento propiamente dicho, bajo la doble influencia del lenguaje y de la socialización. El lenguaje, ante todo, dado que permite al sujeto el relato de sus actos, le procura a la vez el poder de reconstruir el pasado, y por consiguiente de evocarlo en ausencia de los objetos a que se referían las conductas anteriores, y el de anticipar los actos futuros, aún no ejecutados, hasta sustituirlos a veces por la sola palabra, sin jamás realizarlos este es el punto de partida del pensamiento. Pero inmediatamente viene a añadirsele el hecho de que, cómo el lenguaje conduce a la socialización de los actos, aquéllos que, gracias a él, dan lugar a actos de pensamiento, no pertenecen exclusivamente al yo que los engendra y quedan de rondón situados en un plano de comunicación que decuplica su alcance. En efecto, el lenguaje propiamente dicho es el vehículo de los conceptos y las nociones que pertenecen a todo el mundo y que refuerzan el pensamiento individual con un amplio sistema de pensamiento colectivo. Y en él es donde queda virtualmente sumergido el niño tan pronto como maneja la palabra. Pero ocurre con el pensamiento lo que con toda la conducta en general: en lugar de adaptarse inmediatamente a las realidades nuevas que descubre y que construye poco a poco, el sujeto tiene que comenzar con una incorporación laboriosa de los datos a su yo y a su actividad, y esta asimilación egocéntrica caracteriza los juicios del pensamiento del niño, así como los de su socialización. Para ser más exactos, es preciso decir que, de los dos a los siete años, se dan todas las transiciones entre dos formas extremas de pensamiento, representadas en cada una de las etapas recorridas en ese período, la segunda de las cuales va poco a poco imponiéndose a la primera. La primera de dichas formas es la del pensamiento por mera incorporación o asimilación, cuyo egocentrismo excluye por consiguiente toda objetividad. La segunda es la del pensamiento que se adapta a los demás y a la realidad, preparando así el pensamiento lógico. Entre ambas se hallan comprendidos casi todos los actos del pensamiento infantil, que oscila entre estas direcciones contrarias. El pensamiento egocéntrico puro se presenta en esa especie de juego que cabe llamar juego simbólico. Sabido es que el juego constituye la forma de actividad inicial de casi toda tendencia, o por lo menos un ejercicio funcional de esa tendencia que lo activa al margen de su aprendizaje propiamente dicho y reacciona sobre éste reforzándolo. Puede observarse, pues, ya mucho antes del lenguaje, un juego de las funciones sensorio-motrices que es un juego de puro ejercicio, sin intervención del pensamiento ni de la vida social, ya que no pone en acción más que movimientos y percepciones. Al nivel de la vida colectiva (de los siete a los doce años), en cambio, empiezan a aparecer entre los niños juegos con reglamento, caracterizados por ciertas obligaciones comunes que son las reglas del juego. Entre ambas formas existe una clase distinta de juegos, muy característica de la primera infancia, que hace intervenir el pensamiento, pero un pensamiento individual casi puro, con el mínimo de elementos colectivos: es el juego simbólico o juego de imaginación y de mutación. Hay numerosos ejemplos: juego de muñecas, comiditas, etc., etc. Es fácil darse cuenta de que dichos juegos simbólicos constituyen una actividad real del pensamiento, si bien esencialmente egocéntrica, es más, doblemente egocéntrica. Su función consiste, efectivamente, en satisfacer al yo merced a una transformación de lo real en función de los deseos: el niño que juega a muñecas rehace su propia vida, pero corrigiéndola a su manera, revive todos sus placeres o todos sus conflictos, pero resolviéndolos y, sobre todo, compensa y completa la realidad mediante la ficción. En resumen, el juego simbólico no es un esfuerzo de sumisión del sujeto a lo real, sino, por el contrario, una asimilación deformadora de lo real al yo. Por otra parte, incluso cuando interviene el lenguaje en esta especie de pensamiento imaginativo, son ante todo la imagen y el símbolo los que constituyen su instrumento. Ahora bien, el símbolo es también un signo, lo mismo que la palabra o signo verbal, pero es un signo individual, elaborado por el individuo sin ayuda de los demás y a menudo sólo por él comprendido, ya que la imagen se refiere a recuerdos y estados vividos, muchas veces íntimos y personales. En ese doble sentido, pues, el juego simbólico constituye el polo egocéntrico del pensamiento: puede decirse incluso que es el pensamiento egocéntrico casi en estado puro, sobrepasado todo lo más por el ensueño y por los sueños. En el extremo opuesto, se halla la forma de pensamiento más adaptada a lo real que puede conocer la pequeña infancia, es decir, lo que podríamos llamar el pensamiento intuitivo: se trata en cierto modo de la experiencia y la coordinación sensorio-motrices propiamente dichas, aunque reconstruidas o anticipadas merced a la representación. Volveremos sobre ello (en C), ya que la intuición es en cierto sentido la lógica de la primera infancia. Entre estas dos formas extremas, encontramos una forma de pensamiento simplemente verbal, más seria que el juego, si bien más alejada de lo real que la intuición misma. Es el pensamiento corriente en el niño de dos a siete años, y es interesante observar hasta qué punto, de hecho, constituye una prolongación de los mecanismos de asimilación y la construcción de la realidad, propios del período preverbal. Para saber cómo piensa espontáneamente el niño pequeño, no hay método tan instructivo como el de inventariar y analizar las preguntas que hace, a veces profusamente, casi siempre que habla. Las preguntas más primitivas tienden simplemente a saber "dónde" se hallan los objetos deseados y cómo se llaman las cosas poco conocidas: "¿Esto qué es?" Pero a partir de los tres años, y a veces antes, aparece una forma esencial de preguntar que se multiplica hasta aproximadamente los siete años: los famosos "por que de los pequeños, a los que tanto cuesta a veces al adulto responder. ¿Cuál es su sentido general? La palabra "por qué" puede tener para el adulto dos significados netamente distintos: la finalidad ("¿por qué toma usted este camino?" O la causa eficiente ("¿por qué caen los cuerpos?". Todo parece indicar, en cambio, que los "por qué" de la primera infancia presentan una significación indiferenciada, a mitad de camino entre la finalidad y la causa, aunque siempre implican las dos cosas a la vez. "¿Por qué rueda?", pregunta, por ejemplo, un chico de seis años a la persona que se ocupa de él: y señala una bola que, en una terraza ligeramente inclinada, se dirige hacia la persona que se halla al final de la pendiente; entonces se le responde: "Porque hay una pendiente", lo cual es una respuesta únicamente causal, pero el niño, no satisfecho con esta explicación, añade una segunda pregunta: "¿Y sabe que tú estás ahí abajo?" No cabe duda de que no hay que tomar al pie de la letra esta reacción:el niño no presta seguramente conciencia humana alguna a la bola, y aunque existe, como tendremos ocasión de ver, una especie de "animismo" infantil, no puede interpretarse esta frase con un sentido tan burdamente antropomórfico. Sin embargo, la explicación mecánica no ha satisfecho al niño, porque él se imagina el movimiento como necesariamente orientado hacia un fin y, por lo tanto, como confusamente intencional y dirigido: por consiguiente, lo que quería conocer el niño era, a la vez, la causa y la finalidad del movimiento de la bola, y por ello este ejemplo es tan representativo de los "por qué" iniciales. |