IGUALDAD Y DIFERENCIA:
DILEMAS DE LA CIUDADANÍA DE
LAS MUJERES EN AMÉRICA LATINA
Elizabeth Jelin
Universidad de Buenos Aires - CONICET
En la teoría democrática, la noción de ciudadanía está anclada en la definición legal de derechos y obligaciones que la constituyen. Hay tres ejes claves de debate ideológico, teórico y político: la naturaleza de los “sujetos” que serán considerados ciudadanos, el contenido de sus “derechos” y las responsabilidades y compromisos inherentes a la relación ciudadanía-Estado (Jelin, 1996). El primer eje tiene como referente la visión liberal-individualista, con algunos desarrollos muy significativos que apuntan a revisar la relación entre el sujeto individual y los derechos colectivos (Stavenhagen, 1990, 1996). El segundo se refiere a si existen derechos “universales” y a elucidar la relación entre los derechos humanos, civiles, políticos, económico-sociales, colectivos y globales. El tercero hace referencia a cuáles son las obligaciones o deberes ligados a la ciudadanía. Discutiremos estos ejes en este trabajo, con dos salvedades importantes. Primero, el objetivo está centrado en indagar el tema de la ciudadanía desde la perspectiva de género, poniendo énfasis en los aspectos de la ciudadanía que requieren revisión y atención desde la perspectiva de las mujeres. Segundo, el trabajo se centra más en los temas de los derechos humanos, económicos, sociales y colectivos, sin prestar atención particular al campo específico de los derechos y la participación política, o sea, el acceso y ejercicio del poder político por parte de las mujeres (así como las barreras y las prácticas discriminatorias), temas cubiertos en otros trabajos.
El análisis tiene también un anclaje espacio-temporal. Si bien los ejes discutidos tienen un alcance más global, están elegidos en función de urgencias y prioridades del análisis de género en América latina en la década del noventa. Y para hacerlo, se requiere un mínimo de contextualización histórica, a partir del surgimiento, hacia fines de la década de los sesenta y comienzos de los setenta, de un nuevo movimiento de mujeres.
En efecto, el feminismo moderno combinaba la afirmación de la dad de las mujeres y la demanda de presencia en la economía, la política, la sociedad y la cultura. Muchas mujeres latinoamericanas han participado en esa tarea, y resulta difícil –e inútil– intentar señalar la especificidad de su aporte o de su condición. Desde muy temprano, este movimiento reconoció su pertenencia a una comunidad global, que incluye tanto identidades como circunstancias y posiciones, adelantándose al discurso de la globalización de los noventa. Desde entonces, y a partir de los antecedentes históricos (por ejemplo el movimiento sufragista), los movimientos de mujeres y el feminismo de la región, tanto en la acción como en la reflexión/investigación, han ido ampliando y redefiniendo los ejes centrales de la preocupación académica y de la acción política.
Un primer hito en esta trayectoria fue el descubrimiento de la invisibilidad social de las mujeres en el trabajo doméstico no valorizado y oculto a la mirada pública en la retaguardia de las luchas históricas, “detrás” de los grandes hombres. El reconocimiento del valor de la producción doméstica y del papel de las mujeres en la red social que apoya y reproduce la existencia social fue uno de los temas claves de los años setenta. Se hacía necesario hacer visible lo invisible. Reconocer y nombrar otorga existencia social, y la existencia es un requisito para la autovaloración y para la reivindicación. De ahí la necesidad de conceptualizar y analizar lo cotidiano, lo anti-heroico, la trama social que sostiene y reproduce. El debate teórico fue intenso: ¿qué producen las mujeres cuando se dedican a su familia y a su hogar?, ¿quién se apropia de su trabajo? En los años setenta, el reconocimiento del ama de casa como trabajadora generó también un debate político: ¿debe ser reconocida como trabajadora con derechos laborales?, ¿debe otorgársele una remuneración o una jubilación? ¿0 hay que transformar las relaciones de género en la domesticidad? A partir del estudio y la indagación sobre la naturaleza del trabajo doméstico se ponía al descubierto la situación de invisibilidad y subordinación de las mujeres y se abrían caminos diversos para revertir esa situación.
En una segunda etapa, el eje de la preocupación se desdobla. En tanto su subordinación estaba anclada en la distinción entre el mundo público y la vida privada, las mujeres debían salir de la esfera doméstica y participar en el mundo público -hasta entonces, un mundo predominantemente masculino-. Las tendencias seculares mostraban que esto ya estaba ocurriendo y se podía observar en el aumento de los niveles educativos y de la tasa de participación de las mujeres en la fuerza de trabajo. A partir de los años setenta, el incremento de la participación femenina en la fuerza de trabajo en América latina fue de una magnitud enorme (Valdés y otros, 1995).
Pero, ¿qué sucede cuando las mujeres entran al mercado de trabajo? Pocas oportunidades de acceso a “buenos” empleos; discriminación salarial; definiciones sociales de tareas “típicamente femeninas”, es decir, aquellas que expanden y reproducen el rol doméstico tradicional (servicio doméstico y servicios personales: secretarias, maestras y enfermeras), y concentración del empleo femenino en esas ocupaciones. En pocas palabras, la segregación y la discriminación son la regla. El acceso al mundo del trabajo (y en menor medida a otras formas de participación en los espacios públicos) promueve entonces una forma específica de lucha: la lucha contra la discriminación, la lucha por la igualdad en relación a los hombres.
Esta nueva etapa implicaba un nuevo enfoque, que simultáneamente planteaba dos líneas de acción: por un lado, la búsqueda del reconocimiento del rol de las mujeres y la lucha por conseguir mejores condiciones para llevar adelante las tareas ligadas a la división tradicional del trabajo entre géneros, por el otro, transformar esas condiciones. Se constató que la división sexual del trabajo es opresora en sí misma, implica subordinación y falta de autonomía de las mujeres, que son, “propiedad” de los pater–familiae. La discusión teórica y las consecuencias prácticas de la historia del patriarcado –concepto que permite vincular las relaciones dentro de la familia con las relaciones sociales más amplias, centrando la atención en las relaciones de poder– fueron un hito importante en el balance de la década de los setenta. La liberación implicaba una transformación del patriarcado como sistema social (Valdés, 1990).
Las mujeres siempre tuvieron a su cargo las tareas reproductivas dentro de la familia. En las clases populares, debido a la dependencia de consumos colectivos y servicios públicos para estas tareas, esta responsabilidad las llevó a una participación activa en el espacio público local y en las organizaciones barriales que demandaban servicios al Estado (Jelin, 1987). Cuando éste se volvía inalcanzable o ineficiente, las mujeres promovieron la organización comunitaria y autogestionaria de dichos servicios. Sin embargo, estas prácticas, que implican socializar el rol doméstico y salir del espacio de confinamiento del mundo doméstico, son también socialmente invisibles y no valorizadas. Aun en los años noventa, están a la espera de una “gran transformación”.
Que las mujeres salieran a trabajar, o que salieran de sus casas para participar en organizaciones y acciones colectivas con otras mujeres (especialmente en barrios populares y marginales) aprendiendo a expresar sus necesidades y reivindicaciones, parecía presagiar un futuro liberador. Si la opresión estaba en el ámbito domestico-patriarcal, ambas podían ser maneras de quebrarla.
La experiencia de los años setenta y ochenta mostró que podían ser liberadoras, pero también podían ser formas de reforzar la subordinación: el trabajo comunitario de las mujeres en comedores colectivos, en esfuerzos cooperativos de cuidado de niños o en actividades barriales no está remunerado ni es necesariamente una expresión de autonomía o poder de decisión o gestión (Barrig, 1994). A menudo es un trabajo no pago, una extensión del trabajo doméstico al ámbito comunitario, con lo cual puede fácilmente convertirse en invisible y en una forma de reproducción de la subordinación y el clientelismo. La salida al mundo del trabajo remunerado, por otro lado, por lo general implica una doble (o triple, cuando además hay que hacer trabajo comunitario) jornada, que difícilmente pueda ser leída en términos de liberación. Más bien, suele ser agotamiento, cansancio y sobre-trabajo. Tareas mal remuneradas y precarias, sin acceso a beneficios sociales y al reconocimiento de derechos laborales, experiencias de segregación y refuerzo de prácticas discriminatorias.
En los años setenta y ochenta, la realidad de América latina imponía un espacio adicional de lucha: el campo político, plagado de dictaduras y violaciones aberrantes de los derechos humanos. Desde su inicio, hubo mujeres al frente del movimiento de derechos humanos1. El compromiso de muchas no provenía de convencimientos ideológicos explícitos o de cálculos estratégicos en la lucha anti-dictatorial. No era una lógica política, sino una lógica del afecto, eran mujeres directamente afectadas -madres, abuelas, familiares de víctimas-, pidiendo y reclamando por sus parientes desaparecidos, torturados, muertos, encarcelados. La denominación de las organizaciones de mujeres alude a la primacía del vinculo familiar: madres, abuelo, viudas, comadres, familiares. Mujeres que, habiendo perdido el miedo, estaban dispuestas a correr cualquier riesgo en pos de un objetivo, privado y personal antes que público o político en la etapa inicial de su acción: saber algo de su hijo/a, recuperar a la víctima. No había aparentemente nada heroico en el comienzo; se trataba de la dramatización, multiplicada y ampliada, del rol femenino de cuidar a la familia con amor y dedicación. Lo que vino después es otro capítulo de la historia.
Las mujeres que salieron a buscar información sobre sus familiares lo hicieron a partir de su tragedia personal. Las historias -no por conocidas menos desgarradoras- son convergentes: la desesperación y el desconcierto, la búsqueda de ayuda, el esfuerzo por establecer contactos para no perder las esperanzas, el encuentro y reconocimiento mutuo con otras (mujeres) afectadas, el encuentro con otros/as militantes del movimiento por los derechos humanos, la trayectoria de lucha. Y poco a poco, la transformación de la demanda privada por encontrar al/la hijo/a en la demanda pública y política por la democracia (Schirmer, 1988; Valdés y Weinstein, 1993, entre otras).
En la segunda mitad de los setenta y primera mitad de los años ochenta hay tres procesos históricos concomitantes, que convergen en la definición del contexto de la acción pública de las mujeres latinoamericanas: los procesos de democratización política y social; una creciente atención y movilización internacional referidas a la condición social de las mujeres (recordemos que 1975 fue el primer Año Internacional de la Mujer y el inicio de la década) y el cambio en el contexto económico mundial, con la crisis del Estado de bienestar, las políticas de ajuste y sus efectos en términos de desigualdad social (polarización en la distribución de ingresos, privilegios por un lado y mayor miseria y marginalidad por el otro -efectos de una crisis que afecta a ambos géneros, aunque de manera no equitativa-).
Resulta difícil separar el lugar y el papel de las mujeres en estos diferentes contextos y planos. En el marco de un esfuerzo por integrar la perspectiva de género en el debate sobre la ciudadanía, propongo centrar el análisis en aquellas dimensiones de la ciudadanía en las que las diferencias históricas y socialmente construidas entre hombres y mujeres (y sus relaciones) resultan centrales en el contexto actual.
La ciudadanía de las mujeres:
los derechos y la cultura de género El concepto de ciudadanía es un buen lugar para comenzar a analizar la posición de las mujeres en América latina en los años noventa, en el contexto de los procesos de democratización política surgidos a partir de los años ochenta. No vamos a desarrollar aquí la conceptualización de la ciudadanía (Jelin, 1996), sino señalar que tanto la ciudadanía como los derechos están siempre en proceso de construcción y cambio. Esto implica alertar sobre el peligro de identificar la ciudadanía con un conjunto de prácticas concretas -sea votar en elecciones o gozar de la libertad de expresión, recibir beneficios sociales del Estado o cualquier otra práctica específica-. Si bien estas prácticas constituyen el eje de las luchas por la ampliación de los derechos en situaciones históricas determinadas, desde una perspectiva analítica el concepto de ciudadanía hace referencia a una “práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrán decir qué en el proceso de definir cuáles son los problemas sociales comunes y como serán abordados” (Van Gunsteren, 1978).
Esta perspectiva parte de una premisa: el derecho básico es “el derecho a tener derechos” (Arendt, 1973; Lefort, 1987). La acción ciudadana es concebida en términos de sus cualidades de auto-mantenimiento y expansión: “las acciones propias de los ciudadanos son sólo aquellas que tienden a mantener, y de ser posible a incrementar, el ejercicio futuro de la ciudadanía” (Van Gunsteren, 1978, pág. 27). En consecuencia, el contenido de las reivindicaciones, las prioridades políticas o los ámbitos de lucha en contra de discriminaciones y opresiones pueden variar, siempre y cuando se reafirme el derecho a tener derechos y el derecho (y el compromiso) de participar en el debate público acerca del contenido de normas y leyes.
En la historia contemporánea, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento que las Naciones Unidas adoptaron en 1948, establece el marco básico para la acción concreta, ya que expresa una ética universal que sostiene la igualdad y la libertad. Estos principios han llevado a luchas y acciones permanentes tendientes a la ampliación de la base social de la ciudadanía (por ejemplo, la extensión del voto a las mujeres o a los/as analfabetos/as), a la inclusión de grupos minoritarios, discriminados o desposeídos como miembros de la comunidad política y al reclamo de “igualdad frente a la ley”. La lucha contra la “solución final” del nazismo, la lucha contra el apartheid en Sudáfrica, las reivindicaciones del feminismo dirigidas a acabar con todas las formas de discriminación de las mujeres, los reclamos de ciudadanía de grupos étnicos minoritarios, son las manifestaciones internacionalmente más visibles de estas luchas sociales por la inclusión, la eliminación de privilegios y la igualdad.
Universalismo y pluralismo Un dilema central que la postulación de los derechos universales presenta es la tensión entre la universalidad de los derechos y el pluralismo cultural, de género, clase o etnia, que genera diversidad. La tensión reaparece constantemente, en los espacios y circunstancias más diversos2. Escudados en la defensa del pluralismo cultural y la crítica al individualismo liberal occidental, encontramos numerosos casos de refuerzo de patrones de subordinación y opresión de género.
Sin embargo, hoy en día, después de años de debates y diálogos, el tema de la diversidad cultural, de los diálogos interculturales y de los parámetros comparativos puede ser abordado de otra manera. El surgimiento de las reivindicaciones de los pueblos indígenas constituye un campo novedoso donde estas cuestiones están siendo discutidas (Stavenhagen, 1990, 1996; WCCD, 1995). Si la idea original de los derechos humanos universales estaba orientada por una visión individualista, ahora el eje pasa por las comunidades y los sujetos colectivos. Hablar de derechos culturales es hablar de grupos y comunidades: el derecho de sociedades y culturas (auto-definidas como tales) a vivir según su propio estilo de vida, hablar su propio idioma, usar su ropa y perseguir sus objetivos, y su derecho a ser tratadas con justicia por las leyes del Estado nación en que les toca vivir (casi siempre como “minorías”). El planteo de este tipo de derechos implica que el concepto mismo de derechos humanos sólo adquiere sentido en circunstancias culturales específicas, que de esta manera se convierten en requisitos para, y en-parte de, los derechos humanos.
En este marco, hablar de los derechos humanos de las mujeres, los indígenas u otras categorías específicas de la población que tradicionalmente han estado marginadas u oprimidas implica un reconocimiento de una historia de discriminación y opresión y un compromiso activo con la reversión de esta situación. Avanzar en este punto no es fácil. Desde una perspectiva política, implica que los poderosos deberán aceptar que los marginados acrecienten su poder. Implica también reconocer que la tensión entre los derechos individuales y los derechos colectivos es permanente e inevitable.
La convergencia en el análisis de los derechos de los pueblos indígenas y los de las mujeres llega hasta un punto: la crítica a la definición individualista y universal de los derechos humanos y su identificación con los valores occidentales y masculinos. A partir de este punto, los caminos divergen. Para la elaboración de la cuestión étnica, la critica se orienta hacia el cuestionamiento de la naturaleza individual o colectiva de los derechos. Para la elaboración de la cuestión de los derechos de las mujeres, el camino es otro: pasa por pensar estos derechos en el contexto de las relaciones de género y en una reconceptualización de la relación entre lo público y lo privado.
Igualdad y diferencia La igualdad y la diferencia constituyen un eje fundamental en el análisis de las relaciones de género y la ciudadanía. ¿Cómo interpretar las demandas de las mujeres dentro del marco de la lucha por la igualdad de derechos ciudadanos y por la vigencia de los derechos humanos universales? Desde la perspectiva de las mujeres, ¿cuál es la ley frente a la cual se demanda igualdad? ¿Cómo, entonces, pensar la diferencia?
Hay distintas maneras de hacerlo. En una primera perspectiva, la diferencia es concebida como inherente a las personas y se vuelve significativa cuando se la identifica con la inferioridad: las personas diferentes no pueden entonces ser portadoras de los mismos derechos y son vistas (inclusive jurídicamente) como “dependientes” o “no ciudadanas plenas”. Una segunda visión se preocupa por garantizar la “igualdad frente a la ley”, pero define la igualdad en términos de la posesión de ciertas características (¿masculinas?), lo cual lleva a no tomar en consideración, o aun a negar, muchos rasgos indicadores de diferencias. Una tercera perspectiva (Minow, 1990) ubica la diferencia en las relaciones sociales, de modo que no puede ser concebida como inherente a categorías de personas sino a rasgos de las instituciones sociales y de las normas legales que las gobiernan.
Paradójicamente, la demanda social desde las “diferentes”, en nuestro caso las mujeres, tiene una primera modalidad de expresión en el reclamo de igualdad, que se ha manifestado a lo largo de las últimas décadas en demandas de acceso a lugares y posiciones antes vedados para las mujeres (desde clubes exclusivos hasta ocupaciones tradicionalmente masculinas), en denuncias de discriminación (dificultades de acceso a posiciones jerárquicas en el mundo del trabajo y la política, por ejemplo) y de desigualdad (la demanda “a igual trabajo, igual salario”) .
La historia de tres becadas de lucha contra la discriminación en la región latinoamericana y en el mundo ha mostrado resultados muy diversos. Crecientemente, la demanda de igualdad gana legitimidad y visibilidad social. Si bien en América latina la creación de un consenso y una voluntad política de cambio en el tema todavía no se han logrado, hay un camino recorrido en esa dirección. Algunos datos de la realidad de hombres y mujeres indican el acortamiento de la brecha. Esto ocurre en el campo de la educación y se manifiesta especialmente en el aumento de la matrícula de mujeres en la educación secundaria y universitaria. Pero otros datos no dan lugar para la complacencia: los niveles salariales y el acceso a posiciones de autoridad, por ejemplo. El aumento de las capacidades (educacionales) de las mujeres y el aumento en su participación en la actividad económica de mercado no producen resultados automáticos en otras arcas de la participación. Como numerosos estudios han mostrado, la presencia de las mujeres en posiciones de poder y en el campo de las decisiones económicas y políticas es muy limitada, a pesar de la existencia visible y la presencia pública del movimiento feminista, que lleva más de veinte años de actividad en la región (UNDP, 1995). Además, hay datos que indican una carga especialmente fuerte para las mujeres de los costos sociales del ajuste y la crisis. Un espacio de lucha por la igualdad:
hacia la eliminación de todas las formas de discriminación Numerosos países han ratificado la Convención de Naciones Unidas, lo cual no quiere decir que todos estos países hayan concluido la tarea de ajustar su legislación en todos los campos; mucho menos que hayan implementado las políticas y acciones afirmativas para revertir la situación real de discriminación3.
El lenguaje de la igualdad de derechos es el discurso de la no-discriminación. En el campo del derecho laboral y del funcionamiento del mercado de trabajo, la discriminación y la segregación ocupacional, así como los efectos de la legislación, han sido claramente expuestos e incluso cuantificados. Que hombres y mujeres enfrentan condiciones muy diferentes en el mercado de trabajo es un hecho irrefutable. También que la igualdad de oportunidades -base conceptual de la formulación de los derechos económicos y sociales- es una ficción. Hay tareas que son socialmente definidas como “femeninas” y otras como a “masculinas”, que generan segregación ocupacional. A su vez, ésta tiende a desembocar en una desvalorización (salarial, de prestigio, de condiciones de estabilidad laboral, de inserción en carreras) de las tareas “femeninas”. Hay también discriminación hacia las mujeres basada en la (imputada) incompatibilidad entre los roles productivo y reproductivo.
El papel reproductivo de las mujeres ha sido una consideración central en la legislación laboral. Desde muy temprano en la historia de su introducción en la región, los legisladores se han preocupado por la “protección” de la mujer trabajadora. Una protección que tenía varios ejes: la fuerza física, la moral, el rol familiar. Las mujeres no debían realizar tareas “pesadas”(por ser el “sexo débil”), ni tareas nocturnas (para proteger su honor y reputación moral), ni tareas insalubres (por su debilidad, para cuidar su salud y especialmente la del futuro niño que pueden estar gestando). Además, estaba la protección de la maternidad, incluyendo condiciones especiales de contratación y licencias. Todo esto actuó históricamente como un boornerang en igualdad de otras condiciones, al empleador le resultaba más caro contratar mujeres, lo cual agregaba incentivos para la discriminación. El resultado: trabajo precario y sin beneficios sociales, segregación en ocupaciones “femeninas”, menores posibilidades de ascenso, discriminación salarial.
¿Cómo se asegura la igualdad de oportunidades en este contexto? ¿Qué es la igualdad en condiciones desiguales? Eliminar una buena parte de la legislación supuestamente “protectora” y reemplazarla por principios que tomen en cuenta las transformaciones tecnológicas (la lista de “tareas pesadas” no puede ser la misma en el año 2000 que a comienzos del siglo XX, por ejemplo) y las nuevas demandas de equidad en los derechos reproductivos, constituyen pasos en esa dirección. Avanzar en esta línea requiere también una profunda revisión de la relación entre las esferas de la producción y la reproducción, especialmente una redefinición de responsabilidades tareas de hombres y mujeres en la labor doméstica y en los roles familiares4.
Hasta tanto se efectivicen los cambios en el ámbito doméstico y en las responsabilidades familiares –que son lentos y difíciles por la carga de la tradición cultural– y se transforme la tipificación sexual de las ocupaciones, la aplicación de los principios de igualdad de oportunidades en el mercado de trabajo no puede ser automática. Requiere políticas y acciones compensadoras que reconozcan las diferencias de género y actúen para fomentar la equidad. Las políticas anti-discriminatorias basadas en una igualdad “literal” son contraproducentes: por ejemplo, el esfuerzo que debe hacer la primera mujer que llega a un puesto jerárquico, observada y evaluada por su capacidad personal pero también como representante del “género femenino”, es mucho mayor que el de sus colegas hombres y la coloca en una situación de profunda desigualdad. Reconocer que no hay igualdad implica, entonces, aplicar políticas especiales, afirmativas, que transformen las condiciones necesarias para generar igualdad (o equidad).
Si en términos de segregación y discriminación el potencial de igualdad de oportunidades según género está presente, éste no es el caso en otro campo, el referido a las situaciones laborales en las cuales los derechos humanos básicos (el derecho a la integridad física y a la libertad de movimiento) están en peligro. Por un lado, las situaciones de trabajo semi-servil y las migraciones forzadas para ejercer la prostitución, situaciones que están en la mira internacional en la actualidad, y que no son fácilmente reversibles. Por otro, el acoso sexual, en el mundo laboral, que comienza a ser reconocido como violación de los derechos humanos, pero que todavía no termina de salir de la invisibilidad.
En América latina, el acoso sexual vinculado a situaciones laborales es una experiencia muy extendida, aunque no se conoce con certeza su magnitud. Predominan el silencio, la invisibilidad, el ocultamiento y la culpabilización de la víctima. Como en los casos de la violencia doméstica y la violación, el reconocimiento social del fenómeno y la provisión de servicios de apoyo y ayuda a víctimas son importantes. Pero sin su encuadramiento legal y la penalización de los responsables, sin encontrar los medios de legitimar la denuncia, queda como acto privado, reprobado por algunos, permitido o aun festejado por otros. Sólo con un Estado que garantiza los derechos humanos de las y los ciudadanos se puede llegar a garantizar la “igualdad de oportunidades” en el mundo laboral, partiendo de un reconocimiento explícito de las diferencias entre mujeres y hombres en las relaciones de género.
La lógica de la diferencia: deberes y relaciones Hay todavía mucho camino por recorrer en pos de esta igualdad frente a la ley5. La igualdad literalmente entendida, sin embargo, puede ser engañosa o insuficiente en luchas situaciones: frente al embarazo y la maternidad de una trabajadora, ¿se requiere igualdad -o sea negar la diferencia entre hombres y mujeres- o un tratamiento “especial”? O, para llevar el tema a otro campo, ¿qué significa igualdad de derechos en la educación de un/a niña/o discapacitado/a, o cuya lengua materna (sic) no es la de la escuela pública oficial?
El énfasis en la norma de la igualdad refuerza una concepción basada en el derecho universal natural, reafirma que todos los seres humanos son iguales por naturaleza. Es efectivo políticamente en tanto permite combatir ciertas formas de discriminación, afirmar la individualidad y poner límites al poder. Sin embargo, la otra cara de la realidad social se impone: los individuos no son todos iguales y, en última instancia, ocultar o negar las diferencias sirve para perpetuar el sobreentendido de que hay dos clases de personas esencialmente distintas, las “normales” y las “diferentes” (inferiores). Mantener la ilusión de la igualdad y plantearla en términos de derechos universales tiene sus riesgos: puede llevar a una formalización excesiva de los derechos, aislándolos de las estructuras sociales en que existen y cobran sentido. En ese paradigma, el pasaje de lo universal hacia lo social, histórico y contingente se torna difícil.
Uno de los grandes aportes del feminismo ha sido la profunda crítica y el desenmascaramiento de los supuestos del paradigma dominante, que toma a los hombres (occidentales) como punto de referencia universal y que transforma a las mujeres (y a otros/as) en diferentes o invisibles. La crítica feminista al “androcentrismo” de la visión dominante de la igualdad ha sido clara y explícita (Facio, 1991; Bunch, 1991). Plantea que cuando se habla de igualdad de los sexos, generalmente se está pensando en “elevar” la condición de la mujeres para acercarla a la del hombre, paradigma de "lo humano" (Facio, 1991, pág. 11). Al hacer ésta crítica, el feminismo se mueve en un espacio contradictorio: reclamo de derechos iguales a los de los hombres y un tratamiento igualitario por un lado y el derecho a un tratamiento diferenciado y a la valorización de las especificidades de la mujer por el otro. Estamos aquí en presencia de una nueva tensión inevitable entre el principio de la igualdad y el derecho a la diferencia. Reconocerla tiene un beneficio importante: estimula el debate y la creatividad y ayuda a evitar los dogmatismos6.
Hay otra dimensión de la tensión entre igualdad y diferencia, que requiere atención y análisis. En efecto, la crítica de la universalización de la visión masculina corre el riesgo de caer en simplificaciones peligrosas. El peligro está en responder a la supremacía (con pretensión universalista) machista con una supremacía femenina/feminista (también con pretensiones de universalidad) que no puede conceptualizar la diferencia sin jerarquizarla, esta vez en sentido inverso (Minow, 1990). Este peligro se hace evidente en el análisis de la categoría “mujer”, que debería ser reemplazada por el análisis de las mujeres.
Existe una enorme diversidad de experiencias, diferencias de raza, clase, nacionalidad, etnia, edad, entre las mujeres. En los inicios del movimiento feminista, la mujer parecía cobrar vida. La reflexión sobre la condición femenina se hacía contrastándola con la condición masculina, es decir, se trataba de descubrir y nombrar la diferencia de género. Necesariamente, las diferencias entre mujeres quedaban relegadas cuan do de lo que se trataba era de incorporar una perspectiva diferente al análisis y a la práctica social. Por el propio desarrollo de la actividad social y política sobre el tema, por la experiencia ganada en la práctica de acciones de desarrollo dirigidas a mujeres, así como por la creciente madurez y el decantamiento histórico del movimiento (que ya lleva más de veinte años, con la renovación generacional que el paso del tiempo implica), las diferencias entre mujeres aparecen como un nuevo eje articulador del análisis.
¿Cuáles son las diferencias que cuentan? Las mujeres urbanas y rurales tienen demandas y oportunidades diferentes; las diferencias de clase son enormes y tienden a crecer con el aumento de la polarización social en la región7. La heterogeneidad socioeconómica dentro de cada país, región o ciudad es bien conocida, aunque muchas veces esté oculta por la dificultad que tienen las mujeres pobres de hacerse presentes en el espacio público (nacional e internacional). Esta dimensión de la diferencia, sin embargo, tiene sus intermediarias/os y voceras/os en los agentes de promoción del desarrollo y en algunas estadísticas e índices que alertan sobre esta polarización.
La pobreza en sí, sin embargo, no genera agentes colectivas o identidades fuertes, con una voz directa en la esfera pública. Lo que sí es cada vez más visible en los encuentros internacionales es otra dimensión de las diferencias entre mujeres: las minorías religiosas, las diferencias étnicas y raciales, que se constituyen en criterios de identidad. Las mujeres negras o las indígenas buscan sus propios espacios de construcción de identidad y de formulación de agendas y estrategias, cuestionando los mecanismos de representación y de articulación de demandas que fueron generadas por las mujeres (educadas, blancas, urbanas) que se habían convertido en voceras de los intereses de la mujer. Además de reclamar por su pobreza y por la discriminación, hay una afirmación del derecho a mantener su propia forma de vida y su propia cultura. Y esto, a su vez, implica distintas formas de comprensión de su condición y nuevas formas de plantear demandas relacionadas con ciertos derechos universales de las mujeres, como por ejemplo los derechos sexuales y reproductivos (Barrig, 1996).
Además de estas diferencias entre mujeres de distintas clases sociales, de grupos étnicos dominantes y oprimidos, con distinto bagaje cultural e histórico, hay otro criterio de diferenciación entre mujeres: la edad y la cohorte. Aquí se combinan dos fuentes de heterogeneidad: el curso de vida, o sea, las diferencias entre mujeres según la etapa de la vida que transitan (niñas, jóvenes, adultas en el momento reproductivo, adultas mayores, viejas) y el impacto de los diversos momentos históricos, que marcan patrones de vida e interacción específicos según cohorte (“nuestras abuelas” y “nosotras”; las jóvenes de hoy y las de ayer; el diferente sentido de ser madre o la aceptación social de la elección de preferencia sexual -libertades y restricciones que se van transformando-).
Si estas dimensiones etarias cruzan las categorías de la diversidad social, las dimensiones étnico-culturales tienden a superponerse, sin ser idénticas, a las brechas sociales. De ahí que, al hablar de igualdad de derechos, de ciudadanía o de oportunidades, además de mirar las diferencias entre mujeres y hombres o entre mujeres de distintos países, hay que atender a las diferencias entre mujeres dentro de un mismo país, región o ciudad.
Lo público y lo privado:
el caso de la violencia doméstica El paradigma dominante de los derechos humanos se construye en base a una diferencia: los derechos civiles y políticos de los individuos se sitúan en la vida pública; quedan fuera las violaciones a estos derechos en la esfera privada de las relaciones familiares, y esto es especialmente importante para la ciudadanía de las mujeres.
La violencia doméstica es un tabú, invisible y complejo. Ocultas bajo el manto de la privacidad, las prácticas violentas dentro de la familia, cuyas víctimas son casi siempre mujeres -pero también niñas, niños y ancianos-, surgen a la luz en la década de los años ochenta. En nuestra cultura es muy difícil reconocer y hablar de la violencia doméstica (inclusive la sexual). La complicidad entre víctimas y victimarios es enorme.
El abuso de las mujeres fue caracterizado muchas veces como expresión emocional de los hombres o como manifestación simbólica del poder que resulta de la necesidad de demostrar la masculinidad. Al coartar la libertad de las mujeres y crear un clima de terror y de sometimiento que agudiza la desigualdad de género y la dependencia de las mujeres, el círculo de la violencia doméstica fortalece las barreras estructurales que limitan las opciones de las mujeres. Y es que, a diferencia de las estructuras de dominación y de desigualdad política entre hombres, las formas de dominación de los hombres sobre las mujeres se efectivizan social y económicamente antes de la operatividad de la ley, sin actos estatales explícitos, en contextos íntimos definidos como vida cotidiana. La “privacidad” de la familia es utilizada como justificación para limitar la intervención del Estado en esta esfera. En los hechos, la dicotomización de las esferas pública y privada lleva a mutilar la ciudadanía de las mujeres (Romany, 1994). Se manifiesta aquí una tensión irresoluble entre el respeto a la privacidad y la intimidad por un lado y las responsabilidades públicas por el otro, que debiera llevar a una redefinición de la distinción entre lo público y lo privado e íntimo, distinción que ha funcionado en el plano simbólico y jurídico, pero no en la práctica, ya que el Estado moderno siempre ha tenido poder de policía sobre la familia (Donzelot, 1979; Jelin, 1982).
Dado el reconocimiento social y la indignación moral que la violencia doméstica ha generado en los últimos años, el antiguo “respeto (cómplice) a la privacidad” se transforma en urgencia de intervención cuando hay violaciones a los derechos humanos en el ámbito privado, porque el respeto a la privacidad dentro del contexto familiar no puede justificar la impunidad legal para la violencia hacia las mujeres. En este punto, si el tema de los derechos de las mujeres deja de ser planteado como demanda de igualdad y se encuadra en las demandas vinculadas al principio de anti-subordinación, el papel del Estado se transforma: la obligación afirmativa del Estado de proteger los derechos humanos básicos de sus ciudadanos se convierte en el criterio para definir la responsabilidad estatal cuando se presenta la contradicción entre el respeto a la privacidad y la defensa de las víctimas de violencia (Romany, 1994).-
Esto no elimina la tensión o contradicción. La intervención del Estado en el mundo privado tiene dos caras: la defensa de las víctimas y de las/os subordinadas/os del sistema patriarcal y la intervención arbitraria, el control y aun el terror, tan presente en la vida cotidiana durante las recientes dictaduras (y en las prácticas de criminalización de la pobreza en muchas “democracias”). Las reacciones sociales a ambas son necesariamente diferentes: protegerse a toda costa de la interferencia arbitraria del Estado o proponer la intervención y garantía estatal frente a aquello que refuerza la subordinación de género y patriarcal.
El derecho al propio cuerpo:
la sexualidad y los derechos reproductivos El cuerpo de la mujer, al tener la capacidad de gestar la vida, cobra un valor social muy especial. La necesidad del control del cuerpo de la mujer proviene de la simultaneidad de la propiedad privada y la transmisión hereditaria de la propiedad. Cuerpo que da placer sexual, cuerpo que da hijos. Cualquier intento de ejercer poder sobre la reproducción implica apoderarse y manipular el cuerpo de las mujeres, sea de forma privada o pública (políticas de población, ideologías y deseos de paternidad). El deseo de las mujeres puede contar, o no. Y con la historia de la sexualidad, pasa algo semejante: el placer es del hombre, la mujer “sirve”.
Transformar este conjunto de prácticas e ideas no es fácil. La cultura pesa: el machismo en todas sus formas se combina con el culto a la madre dedicada y sufriente, cuya contrapartida es el horror que despierta la mujer estéril, a lo cual se debe sumar la renuencia a hablar de la sexualidad. Oculta y prohibida en la palabra, real y cotidiana en la práctica (no pocas veces violenta), tornar visible la sexualidad y -exponer la opresión sexual de la mayoría de las mujeres ha sido un logro significativo de la última década. El reconocimiento público y político de esta forma de opresión y de los cambios a impulsar ha sido más lento y controvertido. La fuerte presencia de la iglesia católica y el tradicionalismo ideológico, el enraizamiento de prácticas e ideologías que culpabilizan a la víctima (¿no será que ella incitó a la violación?”; “si tuvo relaciones sexuales y no se cuido, ¡que sufra las consecuencias!”; “es irresponsable tener tantos hijos ...”) han obstaculizado y puesto freno a proyectos de cambio legal y a propuestas de servicios de salud reproductiva y educación sexual.
El industrialismo y la modernidad trajeron cambios sustanciales en la modalidad de apropiación del cuerpo femenino, sin eliminarla: se producen nuevos desarrollos tecnológicos para prevenir embarazos y combatir la esterilidad, se genera un nuevo ideal de familia con pocos hijos (inclusive con terminologías como “calidad y no cantidad”, “altruismo en vez de egoísmo” en la motivación para tener hijos) y los medios de comunicación de masas convierten al cuerpo de la mujer (joven y bonita, rubia, alta) en un objeto de consumo. Con todos estos cambios, sólo muy recientemente se ha empezado a oír las voces de las mujeres reclamando poder y el derecho de decidir sobre su propio cuerpo y sobre las formas del ejercicio de la sexualidad.
En las últimas dos décadas, la lucha de las mujeres en el campo de la sexualidad y la reproducción se viene dando con mucha fuerza, con sentidos y significados complejos y contrapuestos, a veces aparentemente contradictorios, nunca unívocos. De hecho, la expresión derechos reproductivos, enarbolada como reivindicación del movimiento de mujeres, alude a una aparente contradicción entre la demanda de autonomía y la demanda de la igualdad entre sexos: Los derechos reproductivos son los derechos de las mujeres a regular su propia sexualidad y capacidad reproductiva, así como a exigir que los hombres asuman la responsabilidad por las consecuencias del ejercicio de su propia sexualidad (Azeredo y Stolcke, 1991, pág. 16). Tomemos la primera parte de la frase. ¿Cómo se ejercen esos derechos? ¿Quién los garantiza? Para regular su sexualidad y capacidad reproductiva, o sea, el control sobre el propio cuerpo, el primer requisito es que no se ejerza violencia sobre el cuerpo de la mujer. Para ello, el doble imperativo es que los otros (hombres) no se consideren dueños de ese cuerpo y que las mujeres tengan poder para resistir la coacción o la imposición por parte de esos otros. En última instancia, la garantía de que el cuerpo de la mujer no será sometido a ciertas prácticas sin su consentimiento y voluntad implica el reconocimiento de sus derechos humanos básicos: es el derecho a la vida y a la libertad, la abolición de la esclavitud y la servidumbre y la prohibición de la tortura y el trato cruel (Declaración Universal, artículos 3, 4 y 5). En este sentido, la violación es una forma extrema de violencia corporal. Pero también lo son la imposición no consentida de métodos anticonceptivos (de manera más dramática, los quirúrgicos irreversibles) y su opuesto, la negación a contar con servicios de salud que aseguren la capacidad de regulación de la sexualidad y la reproducción.
La distancia entre esta afirmación y la realidad cotidiana para millones de mujeres en América latina es enorme. La violación es una práctica que pocas veces resulta castigada; el derecho de la mujer violada a interrumpir un embarazo no está reconocido en casi ningún país; la sexualidad de las mujeres pocas veces es ejercida como práctica de libertad.
En cuanto a la reproducción, el ideal de la libertad y auto decisión por parte de las mujeres sólo puede realizarse si están dadas las condiciones para ello. La realidad social, nuevamente aquí, dista mucho del ideal. Las políticas de población, sean éstas pro-natalistas o controladoras, implican una planificación demográfica de la fecundidad, para lo cual es central el control del cuerpo de las mujeres. Una cosa es cuando, a partir del acceso generalizado a la información y a la educación sexual y reproductiva, se establecen incentivos para orientar las elecciones reproductivas y otra muy diferente cuando se imponen estrategias reproductivas que poco toman en cuenta los deseos y la elección de las propias mujeres. Tanto la ausencia de educación y de medios de planificación de la fecundidad como los programas de control de natalidad semicompulsivos (programas de esterilización, distribución desinformada de anticonceptivos) refuerzan la condición de la mujer como objeto, como cuerpo a ser manipulado y sometido.
El énfasis reciente en las nuevas tecnologías reproductivas y la urgencia de legislar sobre las condiciones de su aplicación, dan al tema de los derechos reproductivos una nueva actualidad, esta vez centrada en la cara opuesta, es decir, en el tratamiento de la esterilidad y las manipulaciones tecnológicas para lograr la concepción y gestación “asistidas”. La paradoja es que, mientras la problematización de los derechos reproductivos (métodos y prácticas anticonceptivas) es relevante fundamentalmente para los países periféricos y para las clases populares, las prácticas conceptivas (la fertilización “asistida”) se desarrollan y aplican en los países centrales y en las clases altas de los países periféricos.
Tanto detrás de los programas de control de población como del desarrollo y la aplicación de las técnicas conceptivas hay una conceptualización de la persona, del individuo y de la familia, típicamente occidental: la visión de la familia como genética, naturalizadora de desigualdades sociales. En realidad, “las nuevas tecnologías reproductivas responden al deseo de paternidad”, a la obsesión por tener un hijo propio, de la propia sangre, donde la sangre es el vehículo simbólico que une a las generaciones y que transporta las esencias de las personas. Como dice Stolcke, un “deseo de paternidad biológica por medio de una maternidad tecnológica” (Stolcke, 1991, pág. 82).
Volvamos a la autonomía y a la igualdad, desde las cuales, contradictoriamente, se plantea el tema de los derechos reproductivos. Las mujeres afirman: “este cuerpo es mío”. ¿Hay alguna manera de conciliar la demanda de ser quien elige, decide y controla el uso de anticonceptivos, el embarazo y la gestación, y al mismo tiempo pedir que los hombres asuman, en pie de igualdad, las consecuencias del ejercicio de su propia sexualidad, es decir, su responsabilidad en la paternidad? Ambas demandas parecen necesarias y están orientadas en dirección a lograr relaciones más equitativas entre los géneros. La resolución de esta contradicción es, necesariamente, negociada.
En este punto, el tema se abre a nuevas preguntas. En primer lugar: los derechos reproductivos, ¿son derechos de las mujeres o derechos enraizados en las relaciones de género? ¿Son derechos individuales o de la pareja? ¿Quién puede ser arbitro o instancia de justicia para dirimir conflictos? Reconocer que las mujeres no pueden ser ajenas al control de sus propios cuerpos es un paso fundamental desde la perspectiva de los derechos humanos básicos. Esto implica también el reconocimiento de que, hasta ahora, la pareja ha sido asimétrica, en tanto los hombres han tenido (y siguen teniendo) más poder para pautar sus propios comportamientos sexuales y los de sus parejas. Si teóricamente existe la posibilidad, en el extremo, de transformar la demanda de autonomía de las mujeres en alguna forma de hegemonía en las decisiones reproductivas, negando el lugar del hombre, la realidad actual es la opuesta. La subordinación y la opresión sexual de las mujeres, la falta de libertad en cuanto al control sobre sus cuerpos, requiere de acciones afirmativas para contrarrestarlas.
La (¿inevitable? ¿inherente?) tensión entre las mujeres-madres decidiendo cuándo, cómo y con quién tener hijos y la incorporación de la paternidad como derecho paralelo al de la maternidad, constituyen otro nivel del problema, que requiere también de profundización analítica. La co-responsabilidad materna y paterna en el cuidado de los hijos requiere que los padres tengan voz en la decisión del cuándo y el cómo de la concepción y gestación de sus hijos. Y esto vuelve a plantear la necesidad de pensar la dimensión relacional de la pareja y de la sociedad en el tema de los derechos reproductivos, para así superar la visión de una lucha entre las unas y los otros.
Pensar los derechos reproductivos como derechos individuales o pensarlos como derechos de la pareja presenta otra cara paradójica. La sumatoria y combinación de una multiplicidad de decisiones individuales y de pareja tiene consecuencias sociales de largo plazo, a través de las tasas de natalidad y el crecimiento de población, lo cual transforma al tema en objeto de políticas nacionales e internacionales. Tener más o menos hijos es, idealmente, una opción de la persona o de la pareja, con sus costos y beneficios. La intervención del Estado a través de políticas de población puede modificar el balance entre costos y beneficios, a través de incentivos diferenciales. Pero, ¿cómo establecer las prioridades? Cuando se toman decisiones sobre el gasto social, los intereses de clase, de género, de profesiones y de empresas se entremezclan. La complejidad del fenómeno, sin embargo, no debe obstruir la capacidad critica: ¿qué recursos utilizar para garantizar cuales derechos reproductivos? Formular cuestiones de esta naturaleza lleva implícitamente a un cuestionamiento de las formas habituales de decidir políticas sociales. Implica también una propuesta de ejercer las responsabilidades ciudadanas a través de la participación en el espacio público de debate y decisión. De hecho, de lo que se trata aquí -y en general en el campo de las políticas es de transformar las políticas del Estado en políticas públicas, es decir, de todas/os.
La conquista de estos derechos y el ejercicio de estas responsabilidades no son sencillos ni están asegurados. Primero, hay una traba cultural: la socialización de género y la identidad de las mujeres siguen fuertemente asociadas con la maternidad y con el control de la sexualidad y la capacidad reproductiva por parte de otros8. En segundo lugar, existe una traba material e instrumental: la autonomía de cada mujer para decidir personalmente sobre su sexualidad y reproducción sólo es posible cuando están dadas las condiciones mínimas (en términos educacionales, económicos, sanitarios, etc.) para poder ejercerla.
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