47 La Puerta de Rubí Aretas dormía, recostado en siete almohadas de raso bermejo. Jotapa estaba sentada junto a él, sosteniendo su mano frágil y venosa. Inquieto, se movía de un lado a otro, las sábanas de seda empapadas de sudor por cuarto día consecutivo. Su respiración era entrecortada.
Ayeshe le acarició la frente con sus viejos dedos. Demasiadas veces había oído a la muerte llamar a la puerta mientras la vida menguaba. Por sencillo que fuera el viejo beduino, sabía que el rey Aretas se estaba muriendo. Todo estaba conectado con el Hebreo. De eso estaba seguro.
Jotapa se levantó, volvió a encender las chispeantes lámparas, y luego sirvió otra dosis de poción medicinal en la copa del rey. La poción, la última de una docena este mes solamente, había llegado en camello al amanecer, enviada por el califa de Persia, al este.
El viejo amigo de Aretas, Abgar de Edesa, había cruzado llanos y desiertos para visitarlo, pero Aretas no soportó ninguna de las historias del rey armenio sobre cómo el Hebreo lo había curado cuando estaba muriéndose; de hecho, Aretas despidió al gran y generoso rey, lamentando la pérdida de su antigua amistad.
Ayeshe sacudió la cabeza.
—Su mal es una enfermedad del alma. ¡La poción no hará nada! —Ayeshe alzó los brazos al aire y murmuró sombrío en sirio—. Todo es por culpa del Hebreo.
Jotapa suspiró.
—Se nos escapa, Ayeshe. Se ha convertido en una sombra del gran rey de Arabia que fue una vez.
—No ha perdonado al Hebreo por morir en la cruz o por haberle quitado a su hijo.
Llamaron suavemente a la puerta. Jotapa frunció el ceño. Era tarde, apenas faltaban unas horas para el amanecer. Cogió una de las linternas y se acercó a la puerta del dormitorio, la abrió con cuidado y se quedó boquiabierta cuando la entrada se iluminó de un brillante resplandor.
En el centro del resplandor, mirando a Jotapa, estaba Jesús.
La princesa cayó de rodillas.
Alzó la mirada, desde el borde de Su túnica de seda índigo hasta el fajín platino en torno a Su cintura.
Su rostro irradiaba una luz tan brillante que Su cabeza y Sus cabellos parecían blancos como la nieve, pero cuando las titilantes ondas de luz se calmaron, ella pudo distinguir la tupida cabellera oscura. En la cabeza llevaba una corona de oro engarzada con tres grandes rubíes.
Contempló hipnotizada los altos pómulos de bronce, los destellantes ojos claros que relampagueaban con tonos de azul a esmeralda a marrón como llamas de fuego vivo. El gran rey del cielo. Su rey. Hermoso más allá de la imaginación.
Jesús se acercó lentamente a Aretas. Se detuvo junto a la cama, mientras Jotapa observaba desde la puerta. Miró al rey dormido con expresión de infinita ternura y compasión.
—Mi amigo Aretas —murmuró, inclinándose sobre él, y acariciando suavemente el fino cabello plateado del rey moribundo—. Benditos aquellos que no me han visto y sin embargo creen —añadió con asombro. Miró a Aretas con profunda compasión en los ojos, una compasión que comprendía la confusión del rey, que perdonaba su escepticismo, que diluía su amargura y abrazaba a Aretas el hombre, Aretas, el amigo que lo había protegido cuando era un niño.
Jotapa contuvo el aliento cuando su padre agitó los párpados. Luego lo vio fruncir el ceño y mirar largamente al rostro de Jesús. Una fugaz sensación de reconocimiento iluminó los rasgos del anciano.
Sacudió incrédulo la cabeza, y una sonrisa de increíble gozo se extendió por su rostro. Se lo quedó mirando, embelesado, sin apartar los ojos del semblante de Jesús.
—Eres Tú —susurró, e intentó incorporarse apoyándose en sus débiles brazos. Torpemente, agarró con sus débiles manos las fuertes manos de Jesús. Entonces frunció el ceño. Volvió las manos de Jesús para verle las palmas.
Miró las heridas abiertas, luego se llevó ambas manos a la boca, horrorizado, las lágrimas corriéndole por el rostro.
Jesús sonrió y asintió. Aretas enterró el rostro en las manos de Jesús, y sus lágrimas cayeron en las heridas abiertas. Jesús atrajo al débil anciano contra Su pecho, profundamente conmovido. Jotapa los contempló a través de las lágrimas, riendo al mismo tiempo de pura y abandonada dicha.
—Mi amigo el Hebreo —murmuró Aretas entre sollozos.
Y Jesús lloró. Jotapa vio absorta cómo un brillante sello blanco se materializaba lentamente en la frente de Aretas con el signo de una cruz.
—Ven, amigo mío —dijo Jesús—. Hay algo que debo enseñarte.
Con infinita amabilidad Jesús levantó a Aretas de la cama y, sujetándolo con fuerza por la cintura, lo condujo hasta las enormes puertas del palacio que daban a los exóticos jardines orientales. Retiró las gruesas cortinas de seda rosa.
Allí, al pie de las escalinatas de mármol, estaba Zahi, radiante, los brazos extendidos hacia su padre.
Aretas se volvió a mirar a Jesús, los ojos muy abiertos. Jesús asintió.
Jotapa se acercó a él, emocionada hasta las lágrimas.
—¿Vas a llevártelo?
—Si ese es su deseo —respondió Jesús tranquilamente.
Aretas miró a Zahi, luego a Jesús, luego a Jotapa.
—Es mi deseo. —Se volvió, vacilante, hacia su hija—. Quiero ir con ellos, Jotapa —susurró—. Quiero visitar la tierra de la Puerta de Rubí.
Jotapa corrió a los brazos de su padre. Él la apretó con fuerza contra sí. Ella lo abrazó como si no quisiera soltarlo nunca, manchando con sus lágrimas su bata. Finalmente, lo miró. Sus palabras apenas eran distinguibles entre los sollozos.
—Te echaré de menos, queridísimo padre… Ve —dijo entre lágrimas—. Ve con aquellos a quienes amas.
Aretas la besó en la cabeza, como hacía cuando era niña.
—¡Serás una gran reina de Arabia! —declaró. Entonces se volvió hacia Jesús, que asintió.
Y sin ayuda, atravesó las grandiosas puertas y bajó los escalones de mármol hacia su hijo, que extendió los brazos para recibirlo. Se volvió una vez más para mirar a Jotapa, y entonces desapareció.
Jotapa se volvió y encontró a Ayeshe, cuyo rostro estaba bañado en lágrimas.
Se hallaban solos en la habitación.
Entonces Jotapa se volvió a mirar el lecho del rey.
Aretas yacía muerto, con la sonrisa más increíble en el rostro. En su mano derecha sostenía los tres pedazos de la cruz del Hebreo.
2010 Londres Jotapa, princesa de Jordania, dobló lentamente la misiva final de su homónima y la volvió a guardar en el fajo de antiguos papeles. Se secó las lágrimas de las mejillas con la palma de la mano y se puso en pie, acariciando la pequeña cruz de plata que llevaba colgada al cuello.
El pelo oscuro le caía suelto más allá de los hombros, hasta el largo négligé de seda. Se acercó a la gran ventana doble y abrió las cortinas, sus pies descalzos hundidos en la lujosa alfombra del ático. Los negros taxis de Londres cruzaban Westminster Bridge. Miró más allá del London Eye junto al río Támesis, hacia el Big Ben y las Casas del Parlamento, y contempló la extraña aparición blanca sobre los rascacielos de Londres.
2021 Alejandría, Egipto Vestido solo con sus pantalones vaqueros, en el balcón del viejo hotel Cecil, en la plaza de Saad Zaghlou, Nick contemplaba la ininterrumpida visión de la bahía oriental y los yates atracados. Inhaló profundamente, oliendo el aire salado del Mediterráneo.
Esta noche se permitió el raro sentimentalismo que, como ingleses en Egipto, tanto Somerset Maugham como Noel Coward habían experimentado en un balcón similar antes que él e incluso antes de que el Servicio Secreto Británico tuviera una suite en el hotel Cecil para desarrollar sus operaciones. Una razón tan buena como cualquier otra para estar aquí. Con el interés añadido de la arquitectura morisca del hotel, un recuerdo constante del antiguo lujo extravagante de Alejandría.
Nick sonrió ante los incesantes gritos y regateos a voz en grito que llegaban desde los legendarios cafés y pastelerías, aunque era casi la una de la madrugada. Había volado desde Roma a El Cairo en el último vuelo, y luego había venido directamente por la autopista principal que unía El Cairo con Alejandría, para llegar a la ciudad apenas una hora antes. Mañana al amanecer visitaría lo que consideraba el único emplazamiento real de antigüedades de la zona: Kom el-Dikka, donde habían excavado un pequeño teatro romano, antes de dirigirse al monasterio del desierto, donde el profesor Lawrence St. Cartier le estaría esperando.
Nick alzó los ojos por quinta o sexta vez hacia la luna llena que brillaba en el cielo egipcio, hacia la extraña aparición blanca, luego se volvió y entró en la decepcionante habitación del hotel. Suspiró, estudiando el predecible papel pintado de la pared y la colcha producida en masa de la cama. Luego se tumbó pesadamente en el duro colchón y cerró los ojos. Su cuerpo se debilitaba rápidamente: podía sentirlo. Había perdido otros cuatro kilos en los últimos quince días. Sus ajados vaqueros le colgaban sueltos de las caderas, sujetos solamente por un caro cinturón de cuero apretado en el último agujero.
Sabía con exactitud el día y la hora en que había sucedido. Un domingo por la noche en Ámsterdam. Eran ricos, jóvenes, aburridos. Basura famosa. Siete de ellos habían usado la misma aguja esa noche: cuatro tipos, tres chicas, toda la vida por delante. La heroína había sido un pasatiempo fugaz, el virus siguió mucho después de que la adrenalina se desvaneciera. Era la cepa más mortal del sida existente, perniciosa, invasiva.
La sexta víctima había muerto el lunes pasado. Salió en todos los periódicos británicos. Una modelo de Manchester. El mundo a sus pies. Sus padres estaban destrozados.
Nick palpó en busca del mando a distancia y encendió la tele. Cambió el canal de Nilesat, que emitía algún oscuro drama egipcio, y fue pulsando hasta encontrar Al Jazeera.
En un resumen de noticias, sonriendo desde Damasco, apareció su hermano Adrian de Vere. Gracias a Dios por Adrian. Nick sabía que nunca podría haber aguantado tanto sin él. Estudió a su hermano mayor. Adrian debía de haber seguido los consejos de Julia y contratado a un estilista. Estaba bronceado, delgado, el pelo oscuro brillante, con toda la pinta de una sofisticada estrella de Hollywood… excepto que era el recién nombrado presidente de la Unión Europea y el más joven valedor de un tratado de paz en Oriente Próximo de la historia.
Nick bostezó, agotado, luego se sumergió en un sueño inquieto de monjes y antigüedades, de sus hermanos, Jason y Adrian de Vere, el mando a distancia todavía en la mano…
También soñó con la princesa jordana.
2021 Washington d. C. Desde la azotea del edificio de la Cámara de Comercio, Jason de Vere vio cómo el Marine One despegaba de los jardines de la Casa Blanca para dirigirse a Camp David. El presidente y el ministro chino de Exteriores habían dejado la recepción de gala hacía media hora, seguidos por los últimos senadores de Capitol Hill y el grupo de la embajada china. Solo quedaban los habituales rezagados y segundones de los medios, apartados de Jason por sus bien pagados y eficaces guardaespaldas.
Depositó pesadamente su vaso de whisky en la mesa del banquete y cruzó la azotea, dejando atrás las tiendas de los medios pertenecientes a VOX Communications, su imperio mediático personal. Los equipos de grabación chinos y extranjeros habían desconectado ya; solo la BBC y Sky estaban todavía enrollando sus cables.
Jason sonrió. Jubiloso. Un acto raro. Dos años antes, VOX ya estaba preparada. Poseía ya la mayoría de las acciones en las plataformas de emisión de Estados Unidos, Europa, Asia y Oriente Próximo, había comprado Direct TV, y tres meses más tarde FOX News y su equivalente británico, SKY, para conseguir por fin la adquisición de 21st Century Fox. Y ayer VOX había firmado uno de los acuerdos de emisión globales más grandes de todos los tiempos, con Beijing… el riesgo más grande que había corrido Jason de Vere, considerándolo todo. Ahora parecía imparable. No estaba mal para un anciano de cuarenta y cuatro años.
Miró hacia la Casa Blanca, donde pudo ver el contorno familiar de los francotiradores en el tejado. Le sonó el móvil.
—Sí —respondió tranquilamente—. No, no se echará atrás. Es como queríamos. Mi posición no cambia.
Repasó sus mensajes. No había llamadas personales. De hecho, no había recibido ni una sola llamada personal desde que su divorcio con Julia se hiciera efectivo hacía trece meses… excepto de su madre, y de Adrian.
Julia. Jason se detuvo.
Se había sentido sorprendido. Más que sorprendido, aturdido por el intenso tropel de emociones por haber visto a Julia en Damasco la semana pasada. El encuentro lo había hecho sentirse incómodo. Le había desconcertado. Todavía la amaba; eso lo sabía ahora. Pero no se atrevía a correr el riesgo de tener que tratar de nuevo con emociones tan fuertes. Nunca volvería a ver a Julia en persona, nunca, juró para sus adentros, a menos que fuera una cuestión de vida o muerte.
Guardó el teléfono en la funda de su cadera y contempló por última vez la Casa Blanca, que transmitía en directo a M Street y enlazaba con los satélites VOX del mundo entero. Luego miró de nuevo la extraña imagen blanca que seguía flotando sobre el cielo de Washington. Se pasó los dedos por el pelo canoso y corto. Julia lo odiaría. Esa idea le produjo un infantil arrebato de placer.
Miró su reloj y frunció el ceño. Mañana era el cumpleaños de Adrian. Cuarenta.
Tomó nota para telefonear a Francia por la mañana.
2021 Monte San Miguel Normandía, Francia Un hombre alto, impecablemente vestido con un traje de Savile Row, estaba asomado al balcón de puertas de madera de cerezo de la biblioteca del palacio de verano. En sus manos tenía un pergamino con extrañas letras en arameo. Miraba más allá de los cientos de policías que patrullaban el perímetro de la doble verja, más allá de los helicópteros de combate, la mirada fija en la pálida aparición, visible contra la luna llena, en los cielos oscuros sobre el Atlántico.
Un sacerdote jesuita, vestido con las ondulantes ropas de su orden de Sotanas Negras, se acercó a él, su antiguo bastón de plata golpeando con parsimonia los pulidos suelos de caoba. Se detuvo a unos cuantos pasos detrás del hombre.
—El Jinete Blanco.
El hombre asintió. Su cabello, negro como el azabache, le caía justo por debajo del cuello de la camisa y brillaba a la luz de la luna.
—Nuestro signo está en los cielos.
Se volvió, y el contorno de sus rasgos cincelados fue súbitamente visible a la luz de la luna. Su perfil era fascinante, extrañamente hermoso.
—Hemos esperado más de dos mil años para nuestra venganza.
El hombre contempló la monumental visión al otro lado de la bahía. Avanzó hacia la luz y miró en dirección a la aparición. Sus manos temblaron de rabia contenida mientras encendía una vela negra, la acercaba al pergamino y lo veía arder.
—Y ahora vengaremos nuestro deshonor —murmuró Lucifer—. Nuestra humillación a manos del Nazareno.
Lucifer se alisó las ropas de jesuita, acarició la serpiente de plata tallada en el mango de su bastón y sonrió lenta y maliciosamente.
—Vengaremos el Gólgota.
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