Teología moral fundamental y bioética




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TEOLOGÍA MORAL FUNDAMENTAL Y BIOÉTICA
Formación permanente del clero

17 de septiembre de 2008


  1. INTRODUCCIÓN.




    1. Definición de los términos:




  • TEOLOGÍA MORAL FUNDAMENTAL

Exposición científica, nutrida por la doctrina de la Sagrada Escritura, que muestra la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y la obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo.


  • BIOÉTICA

Estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los principios y valores morales.


    1. Necesaria relacionalidad




  • Sería inadecuado e inútil para la fe misma negar la legitimidad y la necesidad de una reflexión racional y filosófica acerca de la vida humana.

  • Es contrario a la tradición de la Iglesia negar el valor de la razón.

  • Las razones sobrenaturales del creyente, no se deben usar para dispensar la reflexión sobre los hechos humanos.



  1. NACIMIENTO BIFOCAL DE LA BIOÉTICA


Nos ha tocado a lo largo de esta exposición trabajar con una realidad preferentemente reciente, ya que técnicamente ha surgido en el año 1971. Una realidad que tiene ya desde su origen un nacimiento bifocal:

  • Bioethics: Bridge to the future, del científico Potter, V.R. Concibe la bioética como una disciplina nueva y diversa, que tiene la pretensión de construir un puente entre dos culturas, la del conocimiento científico (bios) y la del conocimiento humano (ética), para poder resolver el gran problema de fondo que será la supervivencia de la humanidad, que pasa necesariamente por el diálogo entre el bios y la ética. Se concibe la bioética con una gran fuerza ecológica, desde un sentido muy general y global, que vendría a ser una disciplina total y radicalmente nueva.

  • Kennedy Institute – Georgetown University, desde donde nos será aportada la heredad de Hellegers, A. Autor que introduce el término bioética como un campo de búsqueda en el mundo de la investigación académica, de la política y de los Mas Media. La bioética adquiere aquí un sentido biomédico, ofertando una ética normativa aplicada a lo concreto y centrada en tres núcleos de deberes: Derechos y deberes del paciente y del profesional, derechos y deberes de los sujetos expuestos a experimentación, y formulación de las líneas guía de la política pública en la clínica y en la investigación biomédica. Hellegers, en definitiva, ofrece una bioética que es parte de la vieja ética, debido a que este grupo de pensamiento poseía una mayor formación filosófica y moral (Reich, Ramsex, P., Mc. Cormick, Le Ray Walters, Veatch, R., Childress, J. F., Beaucham, T. L.)

Está de más afirmar que el primero de los nacimientos no ha progresado adecuadamente por razones económicas, ausencia de sostenimiento institucional, y sobre todo porque los problemas estudiados en Georgetown eran más cercanos a la vida y preocupaciones de la gente, además que el lenguaje filosófico de la segunda heredad era más tradicional y conocido que el de Potter.


  1. JUSTIFICACIÓN DEL NACIMIENTO.


Una realidad nacida en torno al año 1971, no por casualidad, sino en el marco de un concreto contexto socio cultural bien preciso:

    1. Desarrollo de la tecnología biomédica (Trasplante de órganos, contracepción clínica y quirúrgica, diálisis, procreación asistida, inseminación artificial, fecundación in vitro, desarrollo de la farmacología, atibióticos) Esto transforma la medicina, que deja de ser una disciplina diagnóstica paliativa, para convertirse en una ciencia con la capacidad para guardar y alargar la vida humana. Junto al desarrollo de la terapia se desarrolla la experimentación científica. La muerte no se ve como un acto natural, sino como un fallo de la medicina (Desarrollo de la medicina intensiva y de los cuidados intensivos, al igual que de la genética) ¿Cómo podemos afrontar y resolver con sabiduría los dilemas que este desarrollo trae consigo? ¿Cómo responder de manera humana a estos problemas que son realmente nuevos e insospechados?

    2. Cambios culturales de gran importancia. La nueva cultura de los años 60, la libertad de los sujetos. Reconocimiento del interés por la ética normativa o aplicada. La filosofía predominante será el positivismo lógico, que hará una ética que no toca para nada los problemas de la vida, es una ética centrada más bien en el lenguaje. Se hacia del todo necesaria la moral para explicar la nueva cultura (Ej. ¿Es legítima la guerra?) Surge el movimiento de los derechos civiles, se reclama el derecho a la igualdad por parte de las minorías, se lucha contra el racismo, se reconoce el feminismo, se produce el inicio del movimiento gay. A la vez, también se dan movimientos de liberación en el tercer mundo (independencia africana, teología de la liberación) Pero mientras los movimientos de liberación del primer mundo están marcados por la libertad individual del sujeto (autonomía como gran principio), los del tercer mundo están más enraizados en la filosofía marxista (el gran principio ha sido el de justicia). La presión de la autonomía con la exigencia de la participación del paciente, influye sobre la medicina, ya que la ética hipocrática, basada sobre el principio de la beneficencia, el enfermo era para el médico un disminuido, y por tanto la decisión la tomaba unilateralmente el médico, debía ser cambiada. La bioética ha nacido por tanto no bajo el signo de la justicia sino bajo el signo de la autonomía. También se dan grandes procesos de transformación de las instituciones sociales (familia, escuela, iglesia) que originan una gran falta de seguridad. En definitiva, se da una protesta y desconfianza contra los estamentos y las instituciones, también contra el estamento médico (De hecho, aún en la actualidad, quedan restos del monopolio que ha marcado a la clase médica, ya que son los mismos médico quienes deciden cuál es la medicina justa y proporcionada que se debe aplicar. Aún hoy el médico conserva una gran dosis de poder) Todo esto forma parte del humus moral en el que nace la bioética, la primera declaración de los derechos del paciente será del año 1973, mientras que la primera de los derechos humanos es de 1948, aunque ya desde el siglo XVIII se daban algunas muestras.

    3. Secularización de la cultura y resquebrajamiento del proyecto de la ilustración. La bioética es una disciplina muy secular, aunque se dan movimientos de bioética católica. Ante el pluralismo secular no existía una autoridad moral en grado de dar una orientación. En la Edad media se puede hablar socialmente de una cierta unidad moral, aunque no absoluta, nacida de la unidad religiosa. Después de Lutero, cae esta pretendida unidad moral, aunque esta no fue la única cusa. Este pluralismo ha ido creciendo desde el siglo XVII hasta nuestros días. La ilustración pensaba que era posible a través de la razón establecer una moral uniforme. Pero hoy se admite pacientemente el fallo de esta pretensión filosófica: el apuro de la postmodernidad que genera un gran escepticismo moral y a la vez la necesidad de establecer una guía y unidad moral. ¿Qué alternativas tenemos para resolver la cuestión moral?: La fuerza (Esta no debe ser nunca la vía, cuando descubrimos esto estamos en el inicio de la ética, el principio del respeto a los otros), la argumentación racional (Pero, ¿Cuánto podemos establecer a través de la razón?), el consenso democrático (Aceptar el pluralismo), la conversión. Un moralista debe trabajar a la vez con estas tres últimas alternativas. La bioética nace en un contexto sin unidad religiosa (cae la conversión), sin confianza en la razón (cae la argumentación), y por tanto la única puerta abierta será la del consenso basado en la autonomía.


Nos toca comparar una realidad antigua, como es la teología moral, con otra reciente, la bioética, y parece oportuno recordar al comienzo de esta pretensión, las palabras del padre Congar afirmando que el conocimiento de la historia nos abre a un sano relativismo, bien distinto del escepticismo y muy cercano a la sinceridad de quien no pretende dar categoría de absoluto a lo que es solamente relativo. Gracias a la historia, decía él, evitamos tomar por la tradición lo que no viene más que de anteayer y además ha sufrido alteraciones en el curso de los tiempos1.
Por otro parte, parece adecuado recordar una obviedad en el ámbito teológico, que es reconocer y asumir responsable y creativamente el necesario disentimiento entre la reflexión teológica, o si lo prefieren el teólogo, y las indicaciones del magisterio de la Iglesia. Y esto de necesidad es así por la vocación que cada uno de ellos ha recibido. Los obispos deben custodiar, conservar, transmitir, exponer el depósito de la fe, mientras que los teólogos deben aportar la inteligencia de la fe, descubrir críticamente dialogando con las ciencias. El teólogo es aquel que sale de la comunidad y a ella vuelve para servirla, aquel que asume el disentimiento, para ser honesto en el juego a doble banda que le ha tocado jugar: servicio magisterial y servicio a la reflexión teológica.
Por otro lado la teología moral, en palabras de Santo Tomás, es una ciencia incertísima, ya que toca la vida de los fieles, y la vida siempre será más rica y compleja que las normas con pretendida vocación de generalidad y por tanto necesariamente abstractas.
Además el magisterio de la Iglesia no ha tenido, hasta el día de hoy, pronunciamientos definitivos en materia moral, aunque técnicamente pueda formularlos, tal como se pone de manifiesto en el Concilio de Trento.
Con todo esto como telón de fondo de nuestra exposición vamos a ampliar la historia de la bioética, a llevarla al tratamiento que se le ha dado a la vida desde la reflexión teológica a lo largo de la historia, desde los Santos Padres hasta los problemas bioéticos actuales, reconociendo ya de antemano que sorprende de esta historia por un lado la constate aproximación tuciorista por parte del magisterio a esta problemática, y por otro lado la constate evolución y cambio en los planteamientos realizados en los diferentes momentos históricos.


  1. HISTORIA DE LA TEOLOGÍA MORAL EN SUS ASPECTOS BIOÉTICOS2.




    1. LA TRADICIÓN PRECONSTANTINIANA


El desarrollo de la tradición de la Iglesia en relación con el valor de la vida humana comienza a articularse en el interior del mundo greco­rromano, con el que el mensaje cristiano entra muy pronto en contac­to. En este contexto hostil a la primera comunidad creyente, va a desa­rrollarse una primera postura ante la vida humana, que se va a man­tener hasta la Pax Constantiniana.

Los primeros escritores cristianos dan por supuesto la condena del homicidio, que aparece siempre citado en los catálogos de pecados gra­ves: Así lo hacen la Didaje, la Epístola de Bernabe, etc... En general la con­dena del homicidio toma como punto de partida el Decálogo, pero algu­nos autores presentan otras razones, como la repugnancia ante el derra­mamiento de sangre, el horror sanguinis, que ya estaba presente en el mundo antiguo. Las penas impuestas por el homicidio eran las máxi­mas, e incluso Tertuliano en su época montanista lo considerará imper­donable, junto con los otros dos pecados capitales: la idolatría o apostasía y el adulterio. Como afirma la Evangelium Vitae, la tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y perma­nente del mandamiento no matarás y, en los primeros siglos del cristia­nismo, el homicidio se incluye entre los tres pecados más graves, junto a la apostasía y el adulterio. Se imponía una penitencia pública dura y lar­ga antes del perdón y readmisión en la comunión eclesial (n.° 54).

Un tema importante para los primeros escritores cristianos será el de la legítima defensa, en la que habría que distinguir dos situaciones: cuando la amenaza se dirige contra la propia vida o contra los bienes propios. En el primer cristianismo fue muy fuerte la tendencia a una comprensión literal del Sermón del Monte. Así Tertuliano afirmará que el cristiano no puede defender sus propios bienes con las armas y tam­poco puede hacerlo cuando existe una amenaza contra la propia vida. Cipriano exige a los cristianos la misma renuncia a la defensa propia, arguyendo que no puede mancharse con sangre la mano que ha recibi­do la Eucaristía. Igualmente Lactancio, que afirmará que el cristiano no puede defenderse de los ataques tal como lo hacen los animales: sería canino modo vivere —"vivir como los perros'. Como afirma Schópf, "en toda la época aquí investigada, no se encuentra en ningún escritor cris­tiano ni siquiera una insinuación de que esté permitido el homicidio en caso de legítima defensa. Los que escriben sobre este tema perciben en la legítima defensa sangrienta un pecado". Ello se debe, según el mis­mo autor, a tres razones: la interpretación literal del Sermón del Monte y el texto sobre el juicio final de Mt 26, 52; una insuficiente distinción entre la venganza y la defensa propia y, probablemente, algo no expli­citado, el temor ante todo derramamiento de sangre, el antes citado horror sanguinis.

La pena de muerte se había convertido en una institución sospe­chosa ya que había sido aplicada con frecuencia contra los mismos cris­tianos. Atenágoras reconoce la posibilidad de que la pena de muerte fuese justa, pero los cristianos no pueden asistir a una ejecución, postu­ra que será común en todos los Apologetas. Tertuliano prohíbe a los funcionarios cristianos pronunciar sentencias de muerte y afirmará que "las personas que tienen poder sobre la vida y la muerte, deberían ser rechazadas de la puerta de entrada" de la Iglesia. Probablemente no rechazaba todas las penas, incluida la de muerte, pero Tertuliano afir­ma que un cristiano no puede participar en tales funciones penales. Lactancio reconoce la pena de muerte como medida necesaria para la protección de la sociedad, pero afirma, al mismo tiempo, que, en virtud del quinto mandamiento, "no es lícito poner en peligro de muerte a alguien mediante declaración testimonial". Orígenes habla en varios pasajes de la pena de muerte como algo obvio, pero comparte con Tertuliano la opinión de que "no es licito a los cristianos pronunciar ni ejecutar la pena de muerte". Los primeros escritores cristianos se tienen que plantear el tema de la licitud de la guerra por razones prácticas: los casos de soldados que desean entrar en la Iglesia o, al revés, los cristianos que quieren entrar en la vida militar. Es importante subrayar que el rechazo del servicio militar no significa sin más una actitud pacifista, ya que habría que tener en cuenta otros motivos: la existencia en la milicia de cultos ido­látricos al César, la forma de vida castrense, la violencia ejercida contra los civiles...

Justino, la “Epístola de Clemente" y Taciano parecen tomar actitudes en contra de la guerra y el servicio militar. No es clara la postura de Tertuliano: en algunos textos acepta la existencia del ejército, pero tie­ne también abundantes textos en sentido contrario, afirmando que Cristo ha quitado de la mano de los cristianos toda espada. Esta mis­ma postura es defendida tajantemente por Lactancio para el que toda occisión está prohibida: por tanto, "nunca será lícito servir justamente en el ejército". Orígenes tiene textos difíciles de conciliar: en algunos parece legitimar la guerra justa, pero, en otros, exhorta a los cristianos a no luchar por el César, sino a ofrecer sacrificios y oraciones por él: aun en una guerra justa, el cristiano no puede matar a nadie". Hipólito afirma, por una parte, que hay cristianos en el ejército, pero añade que "si un catecúmeno o un creyente quieren ser soldados, deben ser rechazados pues han despreciado a Dios". A pesar de todo y según Schópf, "no existía una doctrina oficial sobre este tema en los tres primeros siglos", por lo que los partidarios de un pacifismo cristiano, basado en la primera tradición de la Iglesia, se encuentran con "contradicciones innegables".

El suicidio aparece condenado por Justino, que afirma que Dios ha puesto a los hombres en el mundo y no pueden abandonarlo por su cuenta. Clemente de Alejandría condena también el suicidio como pecado grave "aunque lo hagan los filósofos" y en la misma línea estará Lactancio que repite el mismo argumento de Justino y califica como homicidas a "todos los filósofos". En efecto, Platón, los cínicos, cirenaicos y epicú­reos admitían el suicidio en ciertas circunstancias. El mismo estoicismo admitía el valor del suicidio ante las situaciones adversas de la vida: así lo hacen Cicerón, Marco Aurelio y él propio Séneca —"Si te gusta la vida, quédate; si no te gusta, puedes marcharte. Son héroes los que ponen fin a su vida". El cristianismo, que se aproximó tanto al estoi­cismo en la moral sexual, se distancia de la Stoa en el tema del suicidio.

Sin embargo y en relación con la propia vida, los primeros escritores cristianos parecen admitir ciertas matizaciones. Un tema candente para ellos será la huida en caso de persecuciones. El carácter apasionado de Tertuliano le llevará a afirmar la ilegitimidad de esa deserción y a alabar a los que espontáneamente se presentaban a los jueces. Por el con­trario, la mayoría de los escritores rechaza la apostasía, pero se admite la huida e incluso la exigen a veces. Justino considera el martirio pro­vocado como una especie de suicidio, opinión que comparte Clemente de Alejandría al referirse a los que se presentaban voluntariamente a los jueces. Al mismo tiempo, se alaba la actitud de algunos mártires que actuaron acelerando el momento de su muerte: Ignacio de Antioquía escribe que azuzará a las fieras para consumar su martirio y testimo­nios similares se citan con loa en Germánico, Santa Apolonia -que ella misma se lanza a las llamas- Santa Eulalia de Mérida..." También se pondera el comportamiento de varias mártires cristianas que se pro­vocan la muerte para defender su pureza: Sofronia, Pelagia... Todos estos casos recibirán aprobación por parte de Eusebio, Ambrosio, Jerónimo...

Un tema que se planteará más tarde la tradición cristiana es el del tiranicidio. Sin embargo, como escribe Schopf, "los cristianos de los primeros siglos afirman el Estado y su autoridad como realidades que­ridas y dispuestas por Dios". Los creyentes se mantenían en general alejados de los hechos políticos de su tiempo, ya que muchos de ellos eran personas pobres que no se sentían llamadas a desempeñar un papel en la política y, además, sus convicciones religiosas les mante­nían alejados de lo terreno... Sólo al final de la época preconstantinia­na, cuando se comienzan a modificar los factores citados, los cristianos comienzan a participar más activamente en la cosa pública. De ahí que muchos escritores cristianos exhorten a orar por las autoridades: Policarpo, Arístides, Justino, Melitón de Sardes... Justino recha­za el culto al César, pero exhorta a los cristianos a la obediencia a las autoridades y afirma que deben pagar sus impuestos. De nuevo Schopf: "Falta en todo este tiempo cualquier signo de actitud revolu­cionaria". Ireneo es el primero en insinuar la posibilidad de una resis­tencia activa contra el usurpador. Afirma que la potestad del Estado procede de Dios y, por ello, añade que "solamente contra un usurpa­dor, no existe obligación de obediencia". Tertuliano dirá igualmente que el César es elegido por Dios y de él recibe su potestad, de donde proceden los límites de su autoridad: en casos de colisión hay que ele­gir a Dios antes que al César. No obstante, mantiene una actitud evasiva ante la política y afirma que los cristianos no deben ocupar puestos políticos e incluso dirá que un emperador cristiano constituiría una contradicción". Actitudes similares aparecen en Hipólito, Cipriano y Lactancio. Orígenes exhorta a los cristianos a actitudes de sumi­sión, basándose en Rom 13, pero la obediencia debe ser limitada y nun­ca oponerse a la voluntad de Dios.

Sin embargo, más tardíamente, los cristianos comienzan a entrar en la política. Así el Obispo Dionisio atestigua cómo los cristianos esta­ban divididos políticamente y se llegará a una rebelión de los cristia­nos armenios contra el emperador Maximinus Daza. Ha pasado el tiempo de la pasividad y los cristianos comienzan a conformar su pro­pio futuro. Eusebio acepta el tiranicidio, ya que es una buena obra para liberar a un país de un hombre nefasto, y lo aplica a la ejecución de Licinio por parte de Constantino". Por el contrario y según Schópf, en los dos primeros siglos del cristianismo, en ninguna parte se habla directamente del tiranicidio o del homicidio político.

    1. LA PAX CONSTANTINIANA


Con el Edicto de Constantino se produce un cambio muy notable de mentalidad, que ya se estaba insinuando en los años precedentes con la creciente difusión del cristianismo por el Imperio. Este nuevo estilo se manifiesta en el uso de la fuerza: así el Concilio de Arlés, 314, ame­naza con excomunión a los soldados que deserten del ejército, ya que el Estado ha dejado de ser perseguidor. Sin embargo, aún siguen vigentes las posiciones preconstantinianas: S. Basilio impone años de penitencia a los soldados que vuelven de la guerra con las manos man­chadas de sangre.

La nueva situación se refleja también en las actitudes ante las reli­giones paganas. Así, los monjes del Nilo, poseídos de celo purificador, causan destrozos en las ciudades y azotan a las gentes en las calles; los cristianos destruyen los santuarios paganos, sin respetar a los que acudían a ellos. Se dificulta el culto pagano y se induce a entrar en el cristianismo. Teodosio promulga leyes en favor de la Iglesia y para Justiniano los no bautizados carecen de derechos y los paganos y here­jes están incapacitados para desempeñar cargos públicos. Por tanto y dramáticamente, debe afirmarse que hay un cambio de religión, pero no de métodos, y que el Estado, ahora cristiano, sigue persiguiendo por motivos religiosos.

En efecto, el constantinismo ofrece a la Iglesia el poder institucio­nalizado y ésta lo acepta". Eusebio, el teólogo del Imperio, pone las bases teológicas, que justifican el uso del poder temporal por parte de la Iglesia. Hace decir a Constantino en el Concilio de Nicea: "Vosotros sois Obispos de lo interno de la Iglesia y yo de lo externo". La nueva situación conlleva una serie de consecuencias:

  • El Estado permite que los Obispos impongan sus mandamientos y concepciones de la fe en todo el Imperio.

  • Al mismo tiempo, el Emperador se siente llamado a difundir el espíritu cristiano por el Imperio, a ayudar a los cristianos contra el paganismo y a hacer valer los mandamientos cristianos entre los súbditos del Imperio.

  • El Emperador aparece como Vicario de Cristo y los enemigos de la Iglesia también lo son del Emperador. Se ha iniciado la inter­pretación religiosa que llevará al Sacro Imperio Romano Germánico.

  • La Iglesia participa en la violencia contra los paganos.


Toda esta línea se acentúa en los Santos Padres y durante la Edad Media. S. Agustín desacraliza al Imperio, al que le convierte en reali­dad terrena y secular, y afirma que los derechos del Estado pagano quedan anulados con la llegada de la Iglesia. Es ésta la destinada a rea­lizar en la tierra el ideal trascendente de "la ciudad de Dios". Surge entonces una concepción del Estado cristiano, en donde lo temporal queda sometido a lo espiritual, que llevará a una serie de consecuencias concretas. Así S. Gregorio afirmará que los soberanos de los pue­blos bárbaros deben poner su autoridad al servicio de la Iglesia y la política ha de quedar subordinada a la moral. Para S. Isidoro los poderes seculares están sometidos a la disciplina de la religión. Gregorio VII enseñará que el Papa es el que solamente puede usar las insignias imperiales y el único cuyo pie besan los Príncipes y tiene facultad para deponer a los Emperadores (Dictatus Papae). Al mismo tiempo se justi­fica el recurso a la violencia en el ámbito de lo religioso, que se refleja­rá en las excomuniones y anatemas, en las cruzadas, en las guerras contra las herejías. En este contexto, se da un gran cambio de mentali­dad respecto de la pena de muerte: comienza a ser justificada desde S. Agustín y se apli­ca contra los herejes.

También se vuelve a una comprensión de la guerra similar a la exis­tente en el Antiguo Testamento y que se manifiesta paradigmáticamente en las Cruzadas, en la reconquista de España -en donde la leyenda sitúa al mismo Apóstol Santiago luchando contra los musul­manes-, en las Ordenes Militares, en las guerras contra los cátaros y los albigenses. El Decreto de Graciano (1160) legitima la guerra y la perse­cución contra los no cristianos y los herejes. En las Cruzadas se conce­de indulgencia plenaria a los que mueren en la guerra "en nombre de Jesús" y los caballeros cristianos, manchados de sangre, celebraban las matanzas de musulmanes como "la justificación de la cristiandad y la humillación del paganismo". "En una época violenta, la Iglesia fue violenta en obras y palabras", incluso contra los herejes: un legado papal, preguntado sobre cómo distinguir a los herejes cátaros, responderá: "Matadlos a todos; Dios sabrá cuáles son los suyos".

Todo ello significa que las líneas fundamentales de la tradición pre­constantiniana han sido modificadas radicalmente. Todavía quedan, sin embargo, algunos residuos de esa tradición primera. Así, Raimundo Lulio exhortará a los cruzados diciéndoles que la conquista debe hacerse "con amor, con las oraciones y la efusión de lágrimas" y Domingo de Guzmán añadirá, en el contexto de la herejía cátara, que la verdad no se impone por la fuerza, sino por la persuasión y el convencimiento. Rogerio Bacon añadirá que "la fe no ha entrado en este mundo por medio de las armas... sino por la simplicidad de la predicación".



    1. LA DOCTRINA TRADICIONAL CATÓLICA SOBRE EL VALOR DE LA VIDA HUMANA


En la elaboración posterior de la doctrina cristiana surgirán dos tra­diciones: la escotista y la tomista. Para Scoto el "no matarás" significa la prohibición absoluta de toda occisión voluntaria del ser humano, aunque sea malhechor, y sólo puede legitimarse por una dispensa for­mal de Dios. Por el contrario, para Santo Tomás y el tomismo, el "no matarás" se traduce en "no matarás al inocente". Lo expresarán los Salmanticenses: "Lo que Dios únicamente prohíbe es la occisión injus­ta de un hombre", que es compatible con la aceptación de la pena de muerte. Será la tradición tomista la que dominará la reflexión cristiana sobre el respeto a la vida humana.

La moral católica ha defendido con fuerza el valor de la vida huma­na y ha condenado siempre el homicidio y el suicidio, basándose en tres razones clásicas:

  • La vida es un bien personal: por tanto quitar la vida propia o aje­na va en contra de la caridad debida hacia los demás o hacia uno mis­mo. Santo Tomás y Vitoria condenan el homicidio y el suicidio porque atentan contra la inclinación natural y la caridad que nos debemos hacia nosotros mismos y hacia los demás.

  • La vida es un bien de la comunidad: por ello, atentar contra la vida ajena o la propia lesiona la justicia. Los mismos Santo Tomás y Vitoria argumentarán que cada persona está ordenada a la sociedad como la parte al todo y que el que quita la vida a otro o a sí mismo está haciendo injuria contra la comunidad.

  • La vida es un don recibido de Dios, a quien pertenece. Por eso, atentar contra la vida ajena o propia es usurpar un derecho que sólo a Dios pertenece. El "no matarás" expresa el derecho de Dios sobre la vida humana y se concretará en la formulación clásica de que "Dios es el único señor de la vida humana y el hombre es sólo administrador".


Siendo esto así, también es verdad que la moral clásica enumeró varias excepciones al principio general de la inviolabilidad de la vida humana. Las tres excepciones clásicas son la legítima defensa, la pena de muerte y la guerra justa. Pero habría que añadir algunas más, per­mitidas por la Moral Casuista:

  • El aborto indirecto, como consecuencia de la aplicación del prin­cipio de doble efecto.

  • El suicidio indirecto y, posteriormente, la eutanasia indirecta, en virtud del mismo principio.

  • La legítima defensa, en donde se incluye la muerte del agresor que constituye una excepción admitida por la moral católica.

  • La pena de muerte, admitida generalmente por la misma moral.

  • La muerte del enemigo en guerra justa.

  • La muerte del tirano. Sin embargo, se ponen reparos si se trata del que se ha establecido legalmente -el tyrannus regiminis- pero no si se trata del que pretende comenzar a gobernar –tyrannus usurpationis-


Como indica Marciano Vidal, el principio general de la inviolabili­dad de la vida humana y sus excepciones se sintetizan en torno a cua­tro binomios significativos:

  • La condición de inocente o culpable: mientras que aquél tiene casi todas las garantías de inviolabilidad de su vida, la condición de malhechor admite excepciones.

  • La autoridad pública o privada: se concede a la primera la posibilidad de disponer de la vida humana, dentro de una concep­ción poco personalista de la relación de la parte al todo. Así, en el caso de la pena de muerte, siguiendo la argumentación de Séneca, se utilizará la me­táfora del órgano gangrenado, que puede ser amputado en beneficio del organismo, para justificar aquélla. Únicamente se admite justifi­cación del homicidio por la autoridad privada en el caso de la legíti­ma defensa.

  • La acción indirecta o directa, basada en el principio de doble efecto o del voluntario in causa, al que luego nos referiremos y que ten­drá un gran influjo en la Moral Clásica. Así existe una fuerte condena

    de la occisión directa, mientras que se admiten excepciones, por ejem­plo, en los temas del suicidio, eutanasia y aborto, cuando se trata de acciones indirectas.

  • La inspiración divina o humana: el concepto de "inspiración divina" fue introducido por S. Agustín para dar una justificación a cier­tos casos de homicidio o suicidio admitidos por la Biblia -Abraham, Jefté, Sansón...- o a los casos de mártires cristianos, antes citados. Por ello, se admiten ciertas excepciones cuando se trata de una inspiración divina, pero no se consideran legítimas cuando proceden de una deci­sión humana individual.


Por tanto, las excepciones de la Moral clásica se resumen en:

No quitarse la vida, a no ser por inspiración divina o de forma indirecta.

No matar a un inocente, a no ser indirectamente (aborto) o por permiso divino.

No matar al agresor, a no ser en defensa propia y "con modera­ción".

No matar al malhechor, a no ser por la autoridad pública y aten­diendo al orden jurídico.

No matar al enemigo, a no ser en caso de guerra.

No matar al tirano, a no ser que se trate del tyrannus usurpationis, el que pretende comenzar a tiranizar sin estar investido de la legítima autoridad.

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