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TEOLOGÍA MORAL FUNDAMENTAL Y BIOÉTICA Formación permanente del clero 17 de septiembre de 2008
Exposición científica, nutrida por la doctrina de la Sagrada Escritura, que muestra la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y la obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo.
Estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los principios y valores morales.
Nos ha tocado a lo largo de esta exposición trabajar con una realidad preferentemente reciente, ya que técnicamente ha surgido en el año 1971. Una realidad que tiene ya desde su origen un nacimiento bifocal:
Está de más afirmar que el primero de los nacimientos no ha progresado adecuadamente por razones económicas, ausencia de sostenimiento institucional, y sobre todo porque los problemas estudiados en Georgetown eran más cercanos a la vida y preocupaciones de la gente, además que el lenguaje filosófico de la segunda heredad era más tradicional y conocido que el de Potter.
Una realidad nacida en torno al año 1971, no por casualidad, sino en el marco de un concreto contexto socio cultural bien preciso:
Nos toca comparar una realidad antigua, como es la teología moral, con otra reciente, la bioética, y parece oportuno recordar al comienzo de esta pretensión, las palabras del padre Congar afirmando que el conocimiento de la historia nos abre a un sano relativismo, bien distinto del escepticismo y muy cercano a la sinceridad de quien no pretende dar categoría de absoluto a lo que es solamente relativo. Gracias a la historia, decía él, evitamos tomar por la tradición lo que no viene más que de anteayer y además ha sufrido alteraciones en el curso de los tiempos1. Por otro parte, parece adecuado recordar una obviedad en el ámbito teológico, que es reconocer y asumir responsable y creativamente el necesario disentimiento entre la reflexión teológica, o si lo prefieren el teólogo, y las indicaciones del magisterio de la Iglesia. Y esto de necesidad es así por la vocación que cada uno de ellos ha recibido. Los obispos deben custodiar, conservar, transmitir, exponer el depósito de la fe, mientras que los teólogos deben aportar la inteligencia de la fe, descubrir críticamente dialogando con las ciencias. El teólogo es aquel que sale de la comunidad y a ella vuelve para servirla, aquel que asume el disentimiento, para ser honesto en el juego a doble banda que le ha tocado jugar: servicio magisterial y servicio a la reflexión teológica. Por otro lado la teología moral, en palabras de Santo Tomás, es una ciencia incertísima, ya que toca la vida de los fieles, y la vida siempre será más rica y compleja que las normas con pretendida vocación de generalidad y por tanto necesariamente abstractas. Además el magisterio de la Iglesia no ha tenido, hasta el día de hoy, pronunciamientos definitivos en materia moral, aunque técnicamente pueda formularlos, tal como se pone de manifiesto en el Concilio de Trento. Con todo esto como telón de fondo de nuestra exposición vamos a ampliar la historia de la bioética, a llevarla al tratamiento que se le ha dado a la vida desde la reflexión teológica a lo largo de la historia, desde los Santos Padres hasta los problemas bioéticos actuales, reconociendo ya de antemano que sorprende de esta historia por un lado la constate aproximación tuciorista por parte del magisterio a esta problemática, y por otro lado la constate evolución y cambio en los planteamientos realizados en los diferentes momentos históricos.
El desarrollo de la tradición de la Iglesia en relación con el valor de la vida humana comienza a articularse en el interior del mundo grecorromano, con el que el mensaje cristiano entra muy pronto en contacto. En este contexto hostil a la primera comunidad creyente, va a desarrollarse una primera postura ante la vida humana, que se va a mantener hasta la Pax Constantiniana. Los primeros escritores cristianos dan por supuesto la condena del homicidio, que aparece siempre citado en los catálogos de pecados graves: Así lo hacen la Didaje, la Epístola de Bernabe, etc... En general la condena del homicidio toma como punto de partida el Decálogo, pero algunos autores presentan otras razones, como la repugnancia ante el derramamiento de sangre, el horror sanguinis, que ya estaba presente en el mundo antiguo. Las penas impuestas por el homicidio eran las máximas, e incluso Tertuliano en su época montanista lo considerará imperdonable, junto con los otros dos pecados capitales: la idolatría o apostasía y el adulterio. Como afirma la Evangelium Vitae, la tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento no matarás y, en los primeros siglos del cristianismo, el homicidio se incluye entre los tres pecados más graves, junto a la apostasía y el adulterio. Se imponía una penitencia pública dura y larga antes del perdón y readmisión en la comunión eclesial (n.° 54). Un tema importante para los primeros escritores cristianos será el de la legítima defensa, en la que habría que distinguir dos situaciones: cuando la amenaza se dirige contra la propia vida o contra los bienes propios. En el primer cristianismo fue muy fuerte la tendencia a una comprensión literal del Sermón del Monte. Así Tertuliano afirmará que el cristiano no puede defender sus propios bienes con las armas y tampoco puede hacerlo cuando existe una amenaza contra la propia vida. Cipriano exige a los cristianos la misma renuncia a la defensa propia, arguyendo que no puede mancharse con sangre la mano que ha recibido la Eucaristía. Igualmente Lactancio, que afirmará que el cristiano no puede defenderse de los ataques tal como lo hacen los animales: sería canino modo vivere —"vivir como los perros'. Como afirma Schópf, "en toda la época aquí investigada, no se encuentra en ningún escritor cristiano ni siquiera una insinuación de que esté permitido el homicidio en caso de legítima defensa. Los que escriben sobre este tema perciben en la legítima defensa sangrienta un pecado". Ello se debe, según el mismo autor, a tres razones: la interpretación literal del Sermón del Monte y el texto sobre el juicio final de Mt 26, 52; una insuficiente distinción entre la venganza y la defensa propia y, probablemente, algo no explicitado, el temor ante todo derramamiento de sangre, el antes citado horror sanguinis. La pena de muerte se había convertido en una institución sospechosa ya que había sido aplicada con frecuencia contra los mismos cristianos. Atenágoras reconoce la posibilidad de que la pena de muerte fuese justa, pero los cristianos no pueden asistir a una ejecución, postura que será común en todos los Apologetas. Tertuliano prohíbe a los funcionarios cristianos pronunciar sentencias de muerte y afirmará que "las personas que tienen poder sobre la vida y la muerte, deberían ser rechazadas de la puerta de entrada" de la Iglesia. Probablemente no rechazaba todas las penas, incluida la de muerte, pero Tertuliano afirma que un cristiano no puede participar en tales funciones penales. Lactancio reconoce la pena de muerte como medida necesaria para la protección de la sociedad, pero afirma, al mismo tiempo, que, en virtud del quinto mandamiento, "no es lícito poner en peligro de muerte a alguien mediante declaración testimonial". Orígenes habla en varios pasajes de la pena de muerte como algo obvio, pero comparte con Tertuliano la opinión de que "no es licito a los cristianos pronunciar ni ejecutar la pena de muerte". Los primeros escritores cristianos se tienen que plantear el tema de la licitud de la guerra por razones prácticas: los casos de soldados que desean entrar en la Iglesia o, al revés, los cristianos que quieren entrar en la vida militar. Es importante subrayar que el rechazo del servicio militar no significa sin más una actitud pacifista, ya que habría que tener en cuenta otros motivos: la existencia en la milicia de cultos idolátricos al César, la forma de vida castrense, la violencia ejercida contra los civiles... Justino, la “Epístola de Clemente" y Taciano parecen tomar actitudes en contra de la guerra y el servicio militar. No es clara la postura de Tertuliano: en algunos textos acepta la existencia del ejército, pero tiene también abundantes textos en sentido contrario, afirmando que Cristo ha quitado de la mano de los cristianos toda espada. Esta misma postura es defendida tajantemente por Lactancio para el que toda occisión está prohibida: por tanto, "nunca será lícito servir justamente en el ejército". Orígenes tiene textos difíciles de conciliar: en algunos parece legitimar la guerra justa, pero, en otros, exhorta a los cristianos a no luchar por el César, sino a ofrecer sacrificios y oraciones por él: aun en una guerra justa, el cristiano no puede matar a nadie". Hipólito afirma, por una parte, que hay cristianos en el ejército, pero añade que "si un catecúmeno o un creyente quieren ser soldados, deben ser rechazados pues han despreciado a Dios". A pesar de todo y según Schópf, "no existía una doctrina oficial sobre este tema en los tres primeros siglos", por lo que los partidarios de un pacifismo cristiano, basado en la primera tradición de la Iglesia, se encuentran con "contradicciones innegables". El suicidio aparece condenado por Justino, que afirma que Dios ha puesto a los hombres en el mundo y no pueden abandonarlo por su cuenta. Clemente de Alejandría condena también el suicidio como pecado grave "aunque lo hagan los filósofos" y en la misma línea estará Lactancio que repite el mismo argumento de Justino y califica como homicidas a "todos los filósofos". En efecto, Platón, los cínicos, cirenaicos y epicúreos admitían el suicidio en ciertas circunstancias. El mismo estoicismo admitía el valor del suicidio ante las situaciones adversas de la vida: así lo hacen Cicerón, Marco Aurelio y él propio Séneca —"Si te gusta la vida, quédate; si no te gusta, puedes marcharte. Son héroes los que ponen fin a su vida". El cristianismo, que se aproximó tanto al estoicismo en la moral sexual, se distancia de la Stoa en el tema del suicidio. Sin embargo y en relación con la propia vida, los primeros escritores cristianos parecen admitir ciertas matizaciones. Un tema candente para ellos será la huida en caso de persecuciones. El carácter apasionado de Tertuliano le llevará a afirmar la ilegitimidad de esa deserción y a alabar a los que espontáneamente se presentaban a los jueces. Por el contrario, la mayoría de los escritores rechaza la apostasía, pero se admite la huida e incluso la exigen a veces. Justino considera el martirio provocado como una especie de suicidio, opinión que comparte Clemente de Alejandría al referirse a los que se presentaban voluntariamente a los jueces. Al mismo tiempo, se alaba la actitud de algunos mártires que actuaron acelerando el momento de su muerte: Ignacio de Antioquía escribe que azuzará a las fieras para consumar su martirio y testimonios similares se citan con loa en Germánico, Santa Apolonia -que ella misma se lanza a las llamas- Santa Eulalia de Mérida..." También se pondera el comportamiento de varias mártires cristianas que se provocan la muerte para defender su pureza: Sofronia, Pelagia... Todos estos casos recibirán aprobación por parte de Eusebio, Ambrosio, Jerónimo... Un tema que se planteará más tarde la tradición cristiana es el del tiranicidio. Sin embargo, como escribe Schopf, "los cristianos de los primeros siglos afirman el Estado y su autoridad como realidades queridas y dispuestas por Dios". Los creyentes se mantenían en general alejados de los hechos políticos de su tiempo, ya que muchos de ellos eran personas pobres que no se sentían llamadas a desempeñar un papel en la política y, además, sus convicciones religiosas les mantenían alejados de lo terreno... Sólo al final de la época preconstantiniana, cuando se comienzan a modificar los factores citados, los cristianos comienzan a participar más activamente en la cosa pública. De ahí que muchos escritores cristianos exhorten a orar por las autoridades: Policarpo, Arístides, Justino, Melitón de Sardes... Justino rechaza el culto al César, pero exhorta a los cristianos a la obediencia a las autoridades y afirma que deben pagar sus impuestos. De nuevo Schopf: "Falta en todo este tiempo cualquier signo de actitud revolucionaria". Ireneo es el primero en insinuar la posibilidad de una resistencia activa contra el usurpador. Afirma que la potestad del Estado procede de Dios y, por ello, añade que "solamente contra un usurpador, no existe obligación de obediencia". Tertuliano dirá igualmente que el César es elegido por Dios y de él recibe su potestad, de donde proceden los límites de su autoridad: en casos de colisión hay que elegir a Dios antes que al César. No obstante, mantiene una actitud evasiva ante la política y afirma que los cristianos no deben ocupar puestos políticos e incluso dirá que un emperador cristiano constituiría una contradicción". Actitudes similares aparecen en Hipólito, Cipriano y Lactancio. Orígenes exhorta a los cristianos a actitudes de sumisión, basándose en Rom 13, pero la obediencia debe ser limitada y nunca oponerse a la voluntad de Dios. Sin embargo, más tardíamente, los cristianos comienzan a entrar en la política. Así el Obispo Dionisio atestigua cómo los cristianos estaban divididos políticamente y se llegará a una rebelión de los cristianos armenios contra el emperador Maximinus Daza. Ha pasado el tiempo de la pasividad y los cristianos comienzan a conformar su propio futuro. Eusebio acepta el tiranicidio, ya que es una buena obra para liberar a un país de un hombre nefasto, y lo aplica a la ejecución de Licinio por parte de Constantino". Por el contrario y según Schópf, en los dos primeros siglos del cristianismo, en ninguna parte se habla directamente del tiranicidio o del homicidio político.
Con el Edicto de Constantino se produce un cambio muy notable de mentalidad, que ya se estaba insinuando en los años precedentes con la creciente difusión del cristianismo por el Imperio. Este nuevo estilo se manifiesta en el uso de la fuerza: así el Concilio de Arlés, 314, amenaza con excomunión a los soldados que deserten del ejército, ya que el Estado ha dejado de ser perseguidor. Sin embargo, aún siguen vigentes las posiciones preconstantinianas: S. Basilio impone años de penitencia a los soldados que vuelven de la guerra con las manos manchadas de sangre. La nueva situación se refleja también en las actitudes ante las religiones paganas. Así, los monjes del Nilo, poseídos de celo purificador, causan destrozos en las ciudades y azotan a las gentes en las calles; los cristianos destruyen los santuarios paganos, sin respetar a los que acudían a ellos. Se dificulta el culto pagano y se induce a entrar en el cristianismo. Teodosio promulga leyes en favor de la Iglesia y para Justiniano los no bautizados carecen de derechos y los paganos y herejes están incapacitados para desempeñar cargos públicos. Por tanto y dramáticamente, debe afirmarse que hay un cambio de religión, pero no de métodos, y que el Estado, ahora cristiano, sigue persiguiendo por motivos religiosos. En efecto, el constantinismo ofrece a la Iglesia el poder institucionalizado y ésta lo acepta". Eusebio, el teólogo del Imperio, pone las bases teológicas, que justifican el uso del poder temporal por parte de la Iglesia. Hace decir a Constantino en el Concilio de Nicea: "Vosotros sois Obispos de lo interno de la Iglesia y yo de lo externo". La nueva situación conlleva una serie de consecuencias:
Toda esta línea se acentúa en los Santos Padres y durante la Edad Media. S. Agustín desacraliza al Imperio, al que le convierte en realidad terrena y secular, y afirma que los derechos del Estado pagano quedan anulados con la llegada de la Iglesia. Es ésta la destinada a realizar en la tierra el ideal trascendente de "la ciudad de Dios". Surge entonces una concepción del Estado cristiano, en donde lo temporal queda sometido a lo espiritual, que llevará a una serie de consecuencias concretas. Así S. Gregorio afirmará que los soberanos de los pueblos bárbaros deben poner su autoridad al servicio de la Iglesia y la política ha de quedar subordinada a la moral. Para S. Isidoro los poderes seculares están sometidos a la disciplina de la religión. Gregorio VII enseñará que el Papa es el que solamente puede usar las insignias imperiales y el único cuyo pie besan los Príncipes y tiene facultad para deponer a los Emperadores (Dictatus Papae). Al mismo tiempo se justifica el recurso a la violencia en el ámbito de lo religioso, que se reflejará en las excomuniones y anatemas, en las cruzadas, en las guerras contra las herejías. En este contexto, se da un gran cambio de mentalidad respecto de la pena de muerte: comienza a ser justificada desde S. Agustín y se aplica contra los herejes. También se vuelve a una comprensión de la guerra similar a la existente en el Antiguo Testamento y que se manifiesta paradigmáticamente en las Cruzadas, en la reconquista de España -en donde la leyenda sitúa al mismo Apóstol Santiago luchando contra los musulmanes-, en las Ordenes Militares, en las guerras contra los cátaros y los albigenses. El Decreto de Graciano (1160) legitima la guerra y la persecución contra los no cristianos y los herejes. En las Cruzadas se concede indulgencia plenaria a los que mueren en la guerra "en nombre de Jesús" y los caballeros cristianos, manchados de sangre, celebraban las matanzas de musulmanes como "la justificación de la cristiandad y la humillación del paganismo". "En una época violenta, la Iglesia fue violenta en obras y palabras", incluso contra los herejes: un legado papal, preguntado sobre cómo distinguir a los herejes cátaros, responderá: "Matadlos a todos; Dios sabrá cuáles son los suyos". Todo ello significa que las líneas fundamentales de la tradición preconstantiniana han sido modificadas radicalmente. Todavía quedan, sin embargo, algunos residuos de esa tradición primera. Así, Raimundo Lulio exhortará a los cruzados diciéndoles que la conquista debe hacerse "con amor, con las oraciones y la efusión de lágrimas" y Domingo de Guzmán añadirá, en el contexto de la herejía cátara, que la verdad no se impone por la fuerza, sino por la persuasión y el convencimiento. Rogerio Bacon añadirá que "la fe no ha entrado en este mundo por medio de las armas... sino por la simplicidad de la predicación".
En la elaboración posterior de la doctrina cristiana surgirán dos tradiciones: la escotista y la tomista. Para Scoto el "no matarás" significa la prohibición absoluta de toda occisión voluntaria del ser humano, aunque sea malhechor, y sólo puede legitimarse por una dispensa formal de Dios. Por el contrario, para Santo Tomás y el tomismo, el "no matarás" se traduce en "no matarás al inocente". Lo expresarán los Salmanticenses: "Lo que Dios únicamente prohíbe es la occisión injusta de un hombre", que es compatible con la aceptación de la pena de muerte. Será la tradición tomista la que dominará la reflexión cristiana sobre el respeto a la vida humana. La moral católica ha defendido con fuerza el valor de la vida humana y ha condenado siempre el homicidio y el suicidio, basándose en tres razones clásicas:
Siendo esto así, también es verdad que la moral clásica enumeró varias excepciones al principio general de la inviolabilidad de la vida humana. Las tres excepciones clásicas son la legítima defensa, la pena de muerte y la guerra justa. Pero habría que añadir algunas más, permitidas por la Moral Casuista:
Como indica Marciano Vidal, el principio general de la inviolabilidad de la vida humana y sus excepciones se sintetizan en torno a cuatro binomios significativos:
Por tanto, las excepciones de la Moral clásica se resumen en: No quitarse la vida, a no ser por inspiración divina o de forma indirecta. No matar a un inocente, a no ser indirectamente (aborto) o por permiso divino. No matar al agresor, a no ser en defensa propia y "con moderación". No matar al malhechor, a no ser por la autoridad pública y atendiendo al orden jurídico. No matar al enemigo, a no ser en caso de guerra. No matar al tirano, a no ser que se trate del tyrannus usurpationis, el que pretende comenzar a tiranizar sin estar investido de la legítima autoridad. |