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Sal Terrae 94 (2006) 533-547 Amistad y misión en la Vida religiosa actual. Problemas y propuestas José Antonio García, sj* Dice C.S. Lewis en su libro Los cuatros amores: «La amistad es, en un sentido que de ningún modo la rebaja, el menos natural de los amores, el menos instintivo, el menos biológico, gregario y necesario». Ni como individuo ni como especie necesita el ser humano de la amistad para desarrollarse y perdurar, así como necesita del amor erótico o del paterno-filial. Sin estos segundos, la vida no sería posible; sin la amistad, sí. El amor erótico, al igual que el paterno-filial, tienen un fuerte arraigo en las pulsiones más constitutivas del hombre. La amistad, por el contrario, no. ¿Por qué, entonces, siendo la amistad la forma de relación menos biológicamente necesitada, es sin embargo tan valorada y ansiada por todos nosotros? En un número como éste, dedicado a tres grandes amigos –Ignacio, Javier y Fabro–, parece lógico comenzar preguntándose por su propia amistad: ¿cómo nació?; ¿en qué se apoyó?; ¿qué efectos produjo en ellos? Una pregunta cuyo interés no sería tanto histórico como práctico, pues lo que nos interesa saber, finalmente, es si aquella amistad ofrece o no alguna clave de la que extraer propuestas para la Vida Religiosa en el momento actual. Tal es el objetivo de este artículo. 1. Ignacio, Fabro, Javier: una amistad nada «obvia» Iñigo llega a París el 2 de febrero de 1528 con el fin de proseguir sus estudios en la Sorbona. Al año siguiente, cambia de Colegio y le alojan en el mismo aposento de otros dos estudiantes, el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier. En ese momento, Ignacio tiene 38 años; Fabro y Javier, 23. Allí permanecerán juntos hasta abril de 1535, es decir, unos 6 años. ¿Qué unía, en principio, a estos tres hombres? Nada, absolutamente nada. Lo normal habría sido que su convivencia fracasara en poco tiempo. Si de hecho no fue así, hay que preguntarse por qué. Iñigo y Javier provenían de una nobleza políticamente enfrentada. Como se ha hecho notar, la bala que hirió a Íñigo en la defensa de Pamplona bien podría haber sido disparada por un hermano de Javier que militaba en el ejército contrario. Por otra parte, la patria de Fabro, Saboya, tampoco estaba en buenas relaciones con España. Y si las contradicciones políticas entre los tres eran así de patentes, no lo eran menos las temperamentales. Javier era un atleta, un joven muy dotado y ambicioso que aspiraba a una canonjía en Pamplona. «Muy determinado en sus cosas», dirá de él Simón Rodrigues, otro de sus compañeros. Fabro, por el contrario, era de carácter suave y bondadoso, muy dotado para la amistad, pero indeciso y muy escrupuloso. Ignacio, a su vez, llegaba a París con una salud endeble, pero con una decisión ya madurada y firme de entregarse a Dios ayudando a la gente. ¿Cuál fue, entonces, el secreto de que con un material humano tan dispar llegara a formarse en aquellos seis años un grupo de amigos entrañables cuya repercusión en la Iglesia y en el mundo habría de ser posteriormente tan grande? ¿Cómo sucedió que, siendo y pensando de modos tan distintos, llegaran a querer lo mismo? Una amistad tan poco «obvia» como aquélla no pudo tener como fundamento la casualidad. Algo más hondo tuvo que fraguarla Creo que la primera clave de explicación hay que buscarla en una carta que el propio Ignacio escribe desde Venecia a un sacerdote catalán, Juan de Verdolay, el 24 de julio de 1537, con la velada intención de atraerlo hacia su grupo. Entre otras cosas, le dice lo siguiente: «De París llegaron aquí, mediado enero, nueve amigos míos en el Señor, todos maestros en Artes y asaz versados en teología, los cuatro de ellos españoles, dos franceses, dos de Saboya y uno de Portugal». Esa expresión, «amigos en el Señor», encierra, a mi modo de ver, el primer secreto de una amistad que, además de verdaderamente humana, fue espiritual y apostólica. Esa, precisamente, que tanto preocupa y de la que tan necesitados estamos hoy en la Vida Consagrada. He aquí las razones: 1.1. «Amigos en el Señor» habla, en primer lugar, de una amistad humana, de un amor real, de un apoyo mutuo y a múltiples niveles. Así lo manifiestan los relatos que han llegado hasta nosotros. Al leerlos, uno tiene la impresión de que el añadido «en el Señor» no disuelve los elementos humanos de la amistad sino que, más bien, al radicarlos en Cristo, los hace más consistentes. Los libera de los vaivenes del mero sentimiento humano. «Él [Juan de la Peña, regente del Colegio de Santa Bárbara] quiso que yo enseñase a este santo hombre [Ignacio] y que mantuviese conversación con él sobre cosas exteriores y, más tarde sobre las interiores; al vivir en la misma habitación compartíamos la misma mesa y la misma bolsa... Así se pasaron casi cuatro años en mutua conversación... Y así llegamos a ser una misma cosa en deseos y voluntad y propósito firme de querer tomar esta vida que ahora llevamos», cuenta Fabro en su Memorial. Por lo que respecta a la relación de Ignacio y Javier, consta que este último se mostró en un principio sumamente hostil, despreciativo y hasta burlón con el recién llegado. «La más ruda pasta que él hubiera nunca manejado», dirá Ignacio de él. Poco a poco, sin embargo, Javier va cediendo ante la paciencia, bondad y ayuda desinteresada de Ignacio hasta hacer los Ejercicios bajo su dirección. Años más tarde, le escribirá desde la India: «Y entre otras muchas santas palabras y consolaciones de su carta, leí las últimas que decían: “Todo vuestro, sin poderme olvidar en tiempo alguno, Ignacio”; las cuales, así como con lágrimas leí, con lágrimas las escribo, acordándome del tiempo pasado, del mucho amor que siempre me tuvo y tiene... Dios me es testigo de cuán intensamente le pido veros aun en esta vida». En otra carta dirigida a todos sus compañeros, añade: «y para que jamás me olvide de vosotros... tomé de las cartas que me escribisteis vuestros nombres... y los llevo continuamente conmigo por las consolaciones que de ellos recibo». Confesiones así confirman la impresión de que la amistad entre aquellos tres hombres era verdaderamente de carne y hueso. Y de que su fundamentación en Cristo no disminuyó ninguna de sus más fuertes y tiernas vibraciones humanas. 1.2. Con la expresión «en el Señor», Ignacio está apuntando a la Fuente y la Meta de donde nacía aquella amistad. También al secreto de su fortaleza y duración. Cuando esos tres primeros amigos, y más tarde el grupo de los diez, reflexionen sobre los vínculos que les unen, no los atribuirán a la casualidad, sino a Dios. Es el Señor quien los ha juntado; Él quien, a través de los Ejercicios de Ignacio, los ha seducido y llamado a su seguimiento. Son amigos, por voluntad de Dios y para una misión. Esto explica que, en el momento crucial de decidir si permanecer unidos o dispersarse definitivamente, ha crecido tanto en ellos esta visión compartida –cuyo contenido es la misión, cuyo tejido humano es la amistad, y cuyo autor y fundamento es el Señor– que deciden rápidamente lo primero, es decir, no deshacer lo que Dios hizo nacer en ellos, sino fortalecerlo, «reduciéndose a un solo cuerpo». Es un hecho igualmente cierto que una de las preocupaciones primordiales de Ignacio al escribir las Constituciones será mantener viva y operante aquella amistad, institucionalizada ahora en forma de Cuerpo apostólico, la Compañía de Jesús. ¿Existe algo de transcultural en esta historia de amistad brevemente descrita? ¿Algo que podamos aprender hoy día, cuando «el ocaso de lo social y la moderna revolución del individuo» (A. Touraine) pueden erosionan hasta límites insostenibles y peligrosos los vínculos de las relaciones humanas, religiosas y apostólicas de la Vida Consagrada? Volveremos sobre esta pregunta en la tercera parte del artículo; pero antes... 2. Dificultades antiguas y modernas de la amistad Al principio era el estado de separación, la soledad, afirma la psicología dinámica. El proceso de hominización, es decir, la lenta aparición de la autoconciencia y la libertad, sólo fue posible por el progresivo distanciamiento del ser humano con respecto a la naturaleza exterior y a la pulsión de los propios instintos. El precio a pagar por esa emancipación fue la soledad y la experiencia de angustia generada por ella. «La vivencia de la separatidad –dice Erich Fromm– provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia». Pues bien, es justamente esa situación de separación la que empuja al hombre a construir los puentes de una nueva relación con el mundo, en un ansia infinita de saldar la brecha abierta por la evolución. La que impulsa todas sus búsquedas de re-encuentro, sean éstas acertadas o no. Conviene tener en cuenta esta ambigüedad. La autoconciencia de separación y la inevitable angustia que lleva aparejada puede ser buena consejera... o muy mala. Puede sugerir, por ejemplo, la superación de esa brecha mediante un encuentro con los demás y con las cosas a través de la palabra, el respeto, el amor, la amistad... Pero también puede impulsar la regresión a formas pre-humanas de relación como las existentes en la fusión o en la destrucción y el dominio. En todo caso, la tensión está servida y no es de fácil solución. Porque se trata, en definitiva, de armonizar dos principios constitutivos de la persona humana que, en principio, parecen apuntar en direcciones opuestas: el principio de individuación y el principio de pertenencia. Sin el proceso de individuación no crecemos como personas autónomas y libres; no podemos, por tanto, renunciar a él. Sin el proceso de pertenencia no desarrollamos otras capacidades igualmente humanas, como el amor, la colaboración y la con-vivencia; tampoco podemos renunciar a ella. Así pues, aunque la amistad sea, como afirmábamos al comienzo, la forma de relación biológicamente menos necesitada, dada la ambigüedad radical de su punto de partida, no escapa al doble peligro apuntado: el de encubrir fraudulentamente una forma de superar la separación por la apropiación y el dominio (una individuación sin pertenencia) o el de buscar la fusión como remedio a la soledad (una pertenencia sin individuación). Dos enemigos de la amistad tan antiguos como el hombre, a los que deberemos estar siempre atentos. Pero al lado de estas dificultades, que son de siempre, existen otros «enemigos modernos» de la amistad sobre los que me gustaría decir una palabra. Si algo caracteriza a las identidades modernas, es el énfasis en la autonomía, en contraposición a la fuerte vinculación social de épocas anteriores. Se trata, sin duda, de un fenómeno producido socialmente, y cuyas causas no vamos a analizar aquí, pero con fuertes repercusiones sobre la auto-comprensión que el hombre y la mujer actuales tienen de sí mismos. El individuo moderno se percibe a sí mismo, en palabras de Peter L. Berger, como «especialmente subjetivado, especialmente individuado, especialmente separado». Esta nueva autoconciencia provoca que, en un primer momento, el hombre actual se sienta más autónomo y libre, más dueño de sí, lo cual le llena de autosatisfacción y orgullo. Pero, en un segundo momento, provoca también que se sienta menos vinculado y más solo. Necesitado, por ello, de echar nuevamente anclas fuera de sí, que le conecten con el entorno del que se emancipó. Con una condición. Esas nuevas anclas deberán ser ligeras, reversibles, múltiples, nunca decisivas. Si lo fueran, el yo perdería una conquista a la que no quiere renunciar: la de su autonomía y libertad. No se tratará, consiguientemente, de establecer vínculos, sino contactos, de formar comunidades en cuanto «enclaves de estilo de vida» (R.N. Bellah). En el fondo, el individuo estaría buscando salir de sí, no tanto por el otro cuanto por sí mismo: por huir de su propia soledad; para superar la sensación de angustia que le produce vivir referido únicamente a sí mismo. Llegamos así a la siguiente paradoja, en la que muchos analistas sitúan uno de los malestares más extendidos de la cultura actual: Por una parte: A mayor individualización, mayor experiencia de soledad; y a mayor experiencia de soledad, mayor ansia de proximidad y mayores expectativas proyectadas sobre el otro, sea éste amigo, esposa, amante... Pero, por otra: A mayor requerimiento de cercanía, mayor miedo del «partner» a caer en vínculos que aprisionen; y a mayor miedo a perder autonomía, mayor rechazo de tales requerimientos y vínculos. De ahí que uno de los sociólogos más leídos en el momento actual, Zygmunt Baum, haya podido afirmar en su libro, Amor líquido, que «ninguna relación amatoria duradera puede erigirse en el suelo ambivalente de la intimidad mutua». ¿Cómo se sale de ese circuito mortal? No lo sé; pero, puesto que aventuraré algunas propuestas referidas a la amistad en la Vida Religiosa, quisiera expresar antes tres convicciones personales: La primera es que las dificultades que experimenta hoy la amistad en la Vida Religiosa (al igual que en otros estados de vida cristiana) tienen mucho que ver con la paradoja y la ambivalencia expresadas anteriormente. Los religiosos y religiosas no estamos hechos de una pasta distinta, ni nos libramos de experimentar los mismos impactos culturales que los demás. Por eso, nuestra situación participa de ese doble y simultáneo grito que parece caracterizar la situación del hombre y la mujer modernos: «¡No te acerques demasiado, que me asfixio; necesito mucho espacio para vivir! ¡Pero no te alejes mucho, porque me siento perdido –perdidos en el espacio– y me muero de soledad!». Y no sabemos cómo resolver ese círculo vicioso y sin aparente solución. La segunda convicción es que los problemas creados socialmente (los problemas de la amistad, como los de cualquier otra forma de relación, lo son en gran parte) difícilmente pueden ser solucionados de un modo individual. Lo construido socialmente sólo socialmente puede ser re-configurado. Si realmente tienen salida, ésta será fruto de la implicación, la lucidez, la paciencia, la tenacidad y la fe de muchos. Y en la Vida Religiosa, concretamente, de una y muchas comunidades, del Cuerpo apostólico en su totalidad, que establece y universaliza algunas estructuras de apoyo que hagan viable –contando con la buena voluntad de todos, pero yendo más allá de ella– el tipo de amistad humana, religiosa y apostólica que estamos anhelando. La tercera es que, en cualquier hipótesis, la misión de ese Cuerpo apostólico, en cuanto «visión compartida» por sus miembros, habrá de ser el motor de dicha re-configuración. Pero que, con todo, ese dato solo no será suficiente. Ya veremos por qué. 3. Amistad, conversación y misión en la Vida Religiosa: propuestas El ejemplo de amistad humana, religiosa y apostólica de Ignacio, Fabro y Javier venía exigido por el guión, pero no es único. Cada Congregación religiosa tiene sus modelos propios en los que inspirarse, nacidos de una forma peculiar de mirar y vivir el Evangelio. Proponer patrones idénticos para todos no respondería, por tanto, a esa peculiaridad carismática. Con todo y con eso, creo que sí es posible aventurar algunas consideraciones y propuestas que nos implican a todos por igual. He aquí algunas de ellas: 3.1. Nuestra forma de vida nace de una «vocación con-vocada» en torno a Jesucristo (Mc 3,13-15). Por ser «vocación», es llamada y misión. Por ser «con-vocada», es en comunión de vida con otros. En tal perspectiva, una «amistad intimista» no sería solución válida ni fecunda. Pero tampoco lo sería una «amistad funcional». Es fácil imaginarse a dos enamorados mirándose sin cesar a los ojos y hablando horas y horas de sus sentimientos. A dos amigos, no. A los amigos les une fundamentalmente una visión, una tarea, y la conversación en torno a ella. No hablan tanto de su relación cuanto de sus sueños. Cuando se trata de una vocación religiosa, los amigos no quieren ni pueden dejar al margen ese dato fundante ni a quien lo desencadenó. Saben que es el Señor, no la casualidad, quien los llamó para una misión. Viven de esa fe y la incorporan a su conversación como elemento central de su confianza, de su amor mutuo y de su envío apostólico. ¿No se va extendiendo en nuestras vidas un silencio espeso sobre este punto central? ¿No corremos así el peligro de que un dato primero y fundante –que fue el Señor quien nos llamó para una misión y que, por tanto, Él es el fundamento de nuestra amistad– pase a ser un implícito poco o nada inspirador y operativo? En la Vida Religiosa estamos llamados a ser, unos para otros, mediación de la presencia y el proyecto de Dios sobre nuestras vidas, instrumentos de mutua consolación, «amigos en el Señor». Pero ¿podrá suceder algo de eso por vía de implícitos, es decir, sin sacramentalizarlo humana y religiosamente, sin orarlo y conversarlo? En el caso que nos ha servido de ejemplo, sabemos, como ya hemos insinuado, de la gran preocupación de Ignacio por mantener la unión entre los dispersos: la unión de corazones hacia dentro y la convergencia misionera hacia fuera. Hombre realista y práctico como era, sabía muy bien que «ni conservarse puede ni regirse, ni por consiguiente conseguir el fin que pretende la Compañía a mayor gloria divina, sin estar entre sí y con su cabeza unidos los miembros de ella». ¿Cómo lograrlo y cómo mantenerlo? Estos fueron algunos medios que le parecieron más importantes: – No admitir en ella a profesión a personas no mortificadas, inmaduras, auto-centradas, porque «como no sufren orden, así tampoco unión, que es en Cristo nuestro Señor tan necesaria...». – Ejercitarse en la obediencia como medio de buscar organizadamente y en diálogo espiritual lo que Dios quiere de nosotros – El vínculo principal para la unión es el amor de Dios, un amor que desciende hacia todos, que genera visión y reúne en torno a ella, que crea amistad humana apostólica. – La comunicación de unos con otros a través de la conversación espiritual y de otras formas de saber unos de otros. – Y, finalmente, un «modo de proceder» espiritualmente interiorizado y compartido, una especie de cultura congregacional, que defienda al Cuerpo de un pluralismo tal que, en vez de enriquecer al Cuerpo, terminara dinamitando su necesaria cohesión interna. El mayor enemigo de la amistad humana, religiosa y apostólica no es hoy, como podía serlo entonces, la dispersión geográfica, sino otras dispersiones más desafiantes: la dispersión ideológica, la dispersión afectiva, la dificultad y hasta el rechazo a entrar en procesos de discernimiento apostólico, la consiguiente anomía corporativa, etc. Los medios ideados entonces siguen dando mucho que pensar todavía hoy. Y más la intuición de fondo que los puso en marcha... A una comprensión así de la Vida Religiosa no le cuadra mucho la versión «intimista» de la amistad, por su exceso de fijación en el ámbito de los sentimientos y por su carácter esencialmente fusional y defensivo. Pero hay que decir con igual fuerza que, por el otro extremo, tampoco le cuadra bien la que podríamos llamar «amistad funcional», es decir, un tipo de relación enfocada a la tarea, con exclusión o reducción a mínimos de sus dimensiones más humanas, religiosas y comunitarias. ¿Dónde nos encontramos ahora, entre esos dos extremos señalados? En los años anteriores y posteriores al Vaticano ii, vivimos un fuerte impulso hacia una mayor y necesaria personalización de las relaciones. En el lenguaje utilizado más arriba, hacia una mayor individualización e interrelación. Baste recordar el éxito que tuvieron en aquellos años temas como la realización personal, la búsqueda de relaciones interpersonales, la ruptura de las fronteras entre hombre y mujer, etc., etc. Pasados los años, sin embargo, y como fruto seguramente de sueños no realizados y de decepciones inherentes a aquel proceso, se empezó a producir el movimiento inverso, en el que –si no me equivoco, y hablando en términos generales– nos encontramos ahora. No estamos en los mejores tiempos de las amistades humanas y apostólicas en la Vida Religiosa. No se nos ve muy apasionados por pensar y orar juntos, por conversar y compartir las «visiones» propias de nuestra vocación y de nuestro modo de proceder, por discernir el deseo de Dios sobre el mundo y sobre nuestra misión en él. ¿Nos estará sucediendo también a nosotros que «a mayor miedo a perder la autonomía, mayor huida de toda propuesta que parezca amenazarla, creando vínculos, pero mayor soledad también»? Por ser «visión activamente compartida», la amistad entre nosotros no tiene salida por vía del intimismo. Pero por ser con-vocación de seres humanos en torno al Señor, de la que fluye una relación de amor, tampoco la tiene por vía funcional. No somos héroes, sino pobres hombres y mujeres necesitados del apoyo de aquellos con quienes compartimos vida y misión. Quien crea no necesitar de nadie para vivir su entrega al Señor y su misión no es ningún modelo de religioso. 3.2. Necesitaremos, por tanto, articular mejor que hasta ahora los componentes humanos, espirituales y apostólicos de la amistad religiosa. De esa nueva articulación depende en gran medida la eficacia de la misión y nuestra dicha evangélica. ¿Cómo? Lo primero es el deseo, y el deseo hay que descubrirlo y cultivarlo. Después está su instrumentación. Ya hemos indicado que cada «familia religiosa» ha de explorar sus propias rutas al respecto; pero me atrevo a sugerir las siguientes, por considerarlas comunes a todos nosotros: a) La importancia de poner en juego «lo elemental» Renunciando a maximalismos que en la práctica funcionan como fuga de la realidad, merece la pena afianzar lo elemental, que es también lo fundamental de todo crecimiento en la amistad. ¿Qué, en concreto? El Padre F.-X. Dumortier, provincial de los jesuitas de Francia, lo concretaba así en una carta dirigida a sus compañeros: «Elemental es lo que hace humana la vida con otros: el respeto, la justicia, el cuidado del otro que se preocupa de no herir, catalogar, destruir, abrumar... Elemental es estimar al otro: esa mirada y actitud del corazón que acoge, se maravilla, descubre, perdona... Elemental es la caridad sencilla, cotidiana, ordinaria hacia todos nuestros compañeros o compañeras, aunque no podamos ser igualmente amigos de todos o todas...». ¿No formará también parte de lo elemental compartir más nuestra vida privada: descanso, diversión, charla, paseo...? Por más que nos ocupe la misión, vida privada la tenemos todos, y es bueno que así sea. Pero deberíamos preguntarnos si esa deriva tan generalizada y notable a estructurarla de modo también privado y en direcciones raramente coincidentes con las de los demás compañeros, es buena o no. El test es bien sencillo. Basta preguntarse por lo que produce con respecto a lo que es el Centro y la Misión de la comunidad apostólica: ¿ayuda o des-ayuda a esa necesaria cohesión? b) Tres dimensiones de nuestra amistad merecen, por tanto, ser especialmente subrayadas y cuidadas Están ya señaladas: – Que sea una amistad referida a Cristo; es Él quien nos da unos a otros, quien nos reúne y envía; es a Él a quien seguimos. – Que sea una amistad de dimensión apostólica: buscamos juntos «lo de Dios»; gastamos nuestra vida «por la causa del nuestro Señor Jesucristo»; somos unos para otros «mediación de Dios»; la misión que nos dispersa es la que pide de nosotros un corazón de amigos. – Que sea una amistad responsable hacia el otro: presente en sus pruebas y sufrimientos, significándole sus dones, sin negarle nunca la misericordia que nosotros mismos hemos recibido... Aprecio y perdón son dos mensajes que todos necesitamos oír y que, por tanto, todos deberíamos transmitir... De una amistad así no son enemigas otras amistades –todo lo contrario–, pero depende de cuáles y de cómo. Cuando el corazón está centrado en el Señor y su misión, y cuando podemos decir del Cuerpo apostólico al que pertenecemos: «éste es mi cuerpo», la amistad con otros, mujeres y hombres, se convierte en una bendición. Nos llena de «valencias no experimentadas todavía» que revierten positivamente en nosotros, en la relación con nuestros compañeros o compañeras y en la misión. Lo único que se pide de ellas es que sean relaciones amigas y lúcidamente célibes, y que no funcionen como huida o alibi de las comunitarias. c) La conversación espiritual es un medio privilegiado de la unión de corazones hacia dentro, y de la synergia apostólica hacia fuera El término «conversación espiritual» puede sonarnos a piadoso y despertar en nosotros imágenes de las que no queremos participar. Bien. Lo utilizo aquí por el enlace que tiene con aquellos tres amigos de los que habla este artículo, Ignacio, Fabro y Javier, para quienes ciertamente no tenía esa connotación. ¿Qué es, en concreto, una conversación espiritual? ¿Cuál es su virtualidad con respecto a la amistad en la Vida Religiosa? Que sea «espiritual» está aludiendo, en primer lugar, a una conversación de espíritu a espíritu, de corazón a corazón, según la terminología bíblica. Con ello no se está descartando que pueda existir otro tipo de conversaciones, ni que todas nuestras conversaciones tengan que ser «espirituales», sino solamente que existe ese modo concreto de conversación, y que es muy importante contar con él para determinados momentos de nuestra vida. ¿Cómo explicarlo mejor y hacerlo más comprensible? Es fácil verificar que nuestras «conversaciones» pueden nacer de diversos niveles. Pueden brotar de la sensibilidad externa, de las ideas, de los afectos, y también de ese centro personal que llamamos «corazón». Cada modo de comunicación tiene su momento y su objeto, no siempre intercambiables. Un intercambio de sensibilidad a sensibilidad, o de idea a idea, es bueno para lo que es, pero no suficientemente bueno para otros momentos y otros objetivos. Pues bien, lo que afirmamos aquí es que, cuando nuestra conversación gira en torno al Señor que nos reúne en Cuerpo apostólico, o a las «visiones compartidas» que genera en nosotros y al modo concreto de llevarlas a cabo, o a las mociones espirituales de fondo que conmueven nuestra alma, el ámbito ideal de la comunicación no es el de la sensibilidad, ni el de las ideas, ni el de los afectos, sino el del corazón habitado por Dios. A eso se refiere el concepto de «conversación espiritual». ¿No nos estará sucediendo en la Vida Religiosa actual algo similar a lo que, según los analistas de la cultura moderna, sucede en la sociedad civil: una creciente sustitución de las comunidades humanas por los llamados «enclaves de vida»? Estos últimos comprometen poco, porque, o no crean vínculos estables, o crean sólo aquellos que se pueden romper fácilmente. Aquéllas no, porque, si no establecen vínculos permanentes con los que sus miembros se comprometen, terminan por no existir como tales. La conversación espiritual, al lado por supuesto de otras más informales pero igual de necesarias, genera comunidad y genera también misión. Alimenta vínculos y crea visión. Por eso estamos necesitados de ella. Llamados también a comprenderla mejor y a practicarla más. Termino con una confesión personal. En mi vida de jesuita, ya larga y cargada de peripecias, nada agradezco tanto y nada me ha hecho tan feliz como la amistad. Puedo asegurar también que, junto a sus elementos más informales de camaradería, charla, diversión, etc., nada me ha ayudado tanto en ella como la conversación espiritual y los conatos, siempre humildes y limitados, de discernir en común lo que Dios quiere de nosotros. Dos ámbitos de la amistad religiosa cargados de promesa, pero insuficientemente explorados todavía por nosotros. * * * Os llamo amigos. «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15b). Curioso razonamiento el de Jesús: por el hecho de entregarles lo que ha escuchado de su Padre, los discípulos pasan, de ser de siervos, a ser amigos. ¿Qué cosa tan importante ha oído y les ha trasmitido? ¿Y por qué esa transmisión opera una trasformación tan grande en ellos... y en Jesús mismo? Los exegetas sabrán explicarlo mejor que yo. Desde una percepción espontánea, y en línea con la argumentación de este artículo, se me ocurre pensar que lo que Jesús les ha entregado es su identidad más profunda, la de ser Hijo, y su visión sobre el mundo, el reinado de Dios. Y que es esa comunicación, en cuanto acogida y apropiada por los discípulos, la que los convierte en amigos del Señor y, al mismo tiempo, en amigos en el Señor. ¿No volvemos con ello al tema central de que la amistad humana, espiritual y apostólica propia de la Vida Consagrada tiene su fuente de alimentación en el hecho de «compartir activamente una visión», y en poderlo hacer desde la comunión con un Señor personalmente amado y también compartido? * Director de la revista Manresa. Madrid. |