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5.43 -11°CMitch bajó de su camioneta y miró automáticamente hacia el callejón para ver si estaban allí los reporteros, espantado después del desborde, horas antes, en el área de aparcamiento del patinódromo. No permitiría que ninguno de ellos lo siguiera. Sacar una fotografía del fracaso de un jefe de policía mientras arrastra su lamentable culo camino a casa. Dejar que los secuestradores se lleven a los niños de las calles de su pueblo. No puede sorprender a nadie. Fíjense qué sucedió en Miami. Lo llevaba sobre sus doloridos hombros como una capa pesada; ...la culpa, que lindaba con la furia, oscurecida por su carácter. Se arrojó lejos de sí con un violento movimiento del brazo, refunfuñando y menospreciándose. Qué fracaso eres, Holt. Esto no es como en Miami. Guárdate la vieja furia bien adentro, donde debe estar, y renuévala para encontrar a Josh. Más fácil decirlo que hacerlo. La furia, la sensación de impotencia, pérdida y traición eran ecos de su pasado. Y aunque, como todos los policías, sabía que no debía personalizar un caso, no podía dejar de pensar que este crimen había sido perpetrado contra él. Éste era su pueblo, su paraíso, el pequeño mundo seguro que podía controlar. Ésta era su gente, su responsabilidad. Él representaba seguridad para ellos, y ellos eran la prolongación de su familia. Familia. La palabra lo acompañó mientras recorría el sendero hacia la puerta de atrás, con la nieve chirriando bajo suspies, en la helada quietud de la madrugada. Entró en la casa y se quitó las pesadas botas en la entrada trasera. En la cocina, Scotch, el viejo perro labrador, era su único compañero cuando Jessie no estaba, abrió un ojo y lo miró sin levantar la cabeza de su acolchada cama perruna. A las doce, Scotch se había retirado de su trabajo de cuidador. Se pasaba el tiempo durmiendo o vagando por la casa, llevando en la boca todo lo que encontraba en su camino: un zapato, un guante, un almohadón del sofá, un libro. Una de las muñecas Minnie Mouse de Jessie estaba haciendo de almohada entre su cabeza y sus patas. Mitch se la dejó. El viejo bribón la habría robado del dormitorio, pero también era probable que Jessie lo hubiera acostado con ella. Los Strauss vivían enfrente, y todos los días después de la escuela Jessie venía con su abuelo para sacar a Scotch y jugar con él. Ella adoraba al viejo perro. Scotch aguantaba con paciencia los juegos de disfraces y servicios de té, devolviéndole un amor incondicional. Con estas imágenes que generaban tiernos sentimientos, Mitch atravesó la cocina en medias. La luz que estaba sobre la pileta emitía un tono ámbar y sombras sobre la habitación. La casa era de los años treinta: cómoda, de una planta y media, con suelos de madera dura, hogar en la sala, y un gran arce y robles en el patio. Una casa con estilo que estaba como reprimido por su falta de habilidad para la decoración. Ése había sido el fuerte de Allison. Era una constructora de nidos, con un gran ojo para el estilo y amor por los pequeños detalles. Ella habría convertido esta cocina en un lugar de calidez y encanto, con cuadros y ristras de pimientos y antiguos frascos llenos de especias. Mitch la había dejado exactamente como estaba cuando se mudó: las paredes casi vacías, la cortina de la ventana que estaba sobre la pileta era algo dejado por los dueños anteriores. Las únicas cosas que Mitch había agregado eran dibujos que Jessie había hecho para él. Los había colocado con imanes en el refrigerador y pegado en la pared con cinta adhesiva. De alguna manera, las imágenes brillantes, infantiles de la habitación sólo servían para destacar lo vacía y sola que estaba la casa. Cuando observó los dibujos se sintió vacío. Solo. Dios, a veces la soledad dolía tanto que hubiera dado cualquier cosa por escapar de ella... incluyendo su vida. Habría muerto como pago, aunque vivir era un castigo más duro. Pensamientos locos, irracionales, le habían dicho en el departamento de psiquiatría. Lógicamente, sabía que no era culpa suya. Lógicamente, sabía que no hubiera sido posible prevenir lo que sucedió. Pero la lógica no tenía nada que ver con sus sentimientos. Se inclinó hacia atrás contra la pileta, entrecerró los ojos y vio a su hijo. Kyle tenía seis años. Brillante. Tranquilo. Quería una bicicleta para Navidad. Quería llevar a su papá a la escuela durante la semana de trabajo y se llenó de alegría cuando Mitch le contó que iba a ser policía. –Los policías ayudan a la gente y la protegen de los tipos malos. Un sonido ronco, torturado salió de la garganta de Mitch. Los sentimientos estaban liberados, las rejas se habían debilitado por la fatiga, los recuerdos y el miedo. Se tapó la boca con una mano y trató de detenerlos. Todo su cuerpo se conmocionó con el esfuerzo. Tenía que concentrarse. Tenía un trabajo que hacer. Su hija lo necesitaba. Las excusas iban surgiendo una tras otra. Tenía que negar esos sentimientos. Ignorarlos. Dejarlos de lado. Su pueblo lo necesitaba. Josh Kirkwood lo necesitaba. Se esforzó para abrir los ojos. Observó el aterciopelado gris del amanecer por la ventana de la cocina, pero en su memoria aún podía ver a Kyle. Se nubló la visión, la imagen se dividió, el rostro del segundo cuerpo se superpuso con el de Josh. Dios mío, por favor. No le hagas eso a él. No le hagas eso a sus padres. No me hagas eso a mí. La vergüenza lo cubrió como agua fría. Una luz se encendió en la cocina de los Strauss. Las seis de la mañana. Jurgen se había levantado. Hacía tres años que se había jubilado de su trabajo en el ferrocarril, pero continuaba con su rutina como si aún estuviera yendo todos los días al patio de maniobras de la Great Northern. Levantarse a las seis, preparar el café. Conducir hasta la parada de Big Steer, en la interestatal, para recoger el Star Tribune porque no se podía confiar en los muchachos que repartían los periódicos. Regresar a casa para tomar el café con un cuenco de cereal mientras leía el periódico. Su momento de tranquilidad antes de que se levantara Joy y comenzara con su letanía diaria: un comentario falazmente suave sobre todo lo que estaba mal en el mundo, en el pueblo, en el barrio, en su casa, con su salud, y con su yerno. Aunque Mitch quisiera evitar a sus suegros, la repentina necesidad de ver a Jessie fue más intensa. Verla, abrazarla, saber que estaba viva, sana y salva. Volvió a calzarse las botas y salió sin molestarse en atarlas. Jurgen salió por la puerta de atrás de su prolija casa tipo Cape Cod, con su uniforme de téjanos y camisa de franela. Era un hombre fornido, de mediana estatura, con penetrantes ojos celestes al estilo Paul Newman y corte de pelo al estilo militar. –¡Mitch! Estaba preparando el café. Pasa –le dijo con una mezcla de sorpresa y molestia al ver interrumpida su rutina–. ¿Alguna novedad sobre el muchacho Kirkwood? Es algo terrible... –No –le respondió Mitch suavemente–. Nada aún. Jurgen sacó el recipiente de la cafetera y colocó una cucharada de Folger. Demasiado, como siempre. Joy diría que estaba demasiado fuerte, como siempre, y luego lo bebería para poder comentar más tarde lo mal que le había caído. –Siéntate. Se te ve terrible. ¿Qué te ha traído por aquí a esta hora? Mitch ignoró las sillas arregladas prolijamente alrededor de la mesa. –Vine a ver a Jessie. –¿A Jess? ¡Son las seis de la mañana! –Lo sé. Tengo poco tiempo –murmuró Mitch. Se fue hacia el comedor y subió por la escalera, dejando que Jurgen pensara lo que quisiera. Jessie tenía el dormitorio en el que se había criado su madre. La misma cama, el mismo tocador, el mismo empapelado color marfil con rosas color malva. Jessie, siendo como era Jessie, le había agregado sus toques propios: pegatinas de la Sirenita y de la princesa Jazmín de Aladino. Joy la había reñido, pero los adhesivos no se despegaban fácilmente, así que habían quedado allí. Como ella pasaba tanto tiempo en esa habitación, los cajones estaban llenos con su ropa. En los estantes de los juguetes los lugares preferenciales los tenían los muñecos de Disney: Mickey y Minnie, el pato Donald y sus sobrinos, un reloj despertador roto con Pepe Grillo arriba tapándose los oídos con las manos. El reloj había sido de Kyle. Al verlo Mitch siempre sentía una puñalada de dolor. Entró en la habitación, cerró la puerta, y se apoyó contra ella. Su hija dormía en el centro de una cama de dos plazas, abrazada a su osito. Era la imagen de la niñez, durmiendo y soñando dulces sueños. Su largo pelo castaño estaba trenzado, y la gruesa trenza desaparecía bajo el cobertor. El cuello fruncido del camisón de franela le enmarcaba el rostro, y las pestañas oscuras se curvaban sobre sus mejillas. Su boquita regordeta formaba una O perfecta mientras respiraba profunda y regularmente. No podía mirarla así, cuando parecía más vulnerable, más preciosa, sin sentir que la emoción le golpeara el abdomen con la fuerza de una mula. Ella era todo para él. Ella era la razón por la cual nunca había cedido a la desesperación de terminar con el dolor después de que le arrebataran a Allison y a Kyle. Su amor por ella era tan profundo, tan impetuoso, que a veces lo asustaba. Lo asustaba pensar qué haría si también la perdía a ella. Levantó con cuidado las sábanas y el cobertor y se acomodó junto a ella, y apoyó la espalda contra el cabezal de roble. Jessie abrió los ojos, lo miró y le sonrió somnolienta. –Hola, papi –murmuró. Se movió y se acomodó con el oso en la falda de su padre. Mitch le acomodó el cobertor abajo del mentón y le dio un beso en la cabeza. –Hola, preciosa. –¿Qué estás haciendo aquí? –Queriéndote, ¿está bien? Ella asintió con la cabeza y escondió el rostro en el grueso jersey de lana que le cubría el pecho. Mitch la abrazó, sintió su respiración y aspiró profundamente su aroma de niña y de Mr. Bubble. –¿Encontraron al niño perdido, papá? –le preguntó con tono adormecido. –No, querida –le contestó con la garganta dolorida–. Aún no. –No te preocupes, papá –le aseguró abrazándolo con fuerza–. Peter Pan lo llevará de regreso a casa. |
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