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22.58 -10°CLa imagen desagradable de las facciones de Olie Swain flotaba en la mente de Mitch como un duende salido de un mal sueño, mientras salía del área de aparcamiento. Olie Swain conducía una camioneta Chevy 1983 golpeada y oxidada; que alguna vez había sido blanca. Olie, que era extraño para los patrones de todos. Olie, que tenía acceso a casi todos los niños del pueblo. Olie, acerca de quien Mitch había jurado que era inofensivo. –Esto debe ser muy difícil para ti –le dijo Helen con suavidad. Mitch la miró allí sentada en el asiento del acompañante, con su chaqueta de leopardo sintético. La chaqueta hacía juego con su sentido del humor, pero no había señales de ese humor en su expresión. Había compasión, algo que Mitch había visto lo suficiente como para toda su vida. –Es duro para todos –le respondió–. Quizá podrías llamar a Hannah. Ella realmente está sufriendo. Se culpa a sí misma. –Pobre niña –Helen llamaba “niño” a cualquiera que fuera un mes más joven que ella–. Las madres ya no pueden cometer errores. Una generación atrás todos creían que enderezarían a sus hijos. Ahora tienen que ser La Mujer Maravilla –su tono se endureció–. Supongo que Paul no sentirá la carga de la culpa. –Él estaba trabajando. A Hannah le tocaba pasar a buscar a Josh. –Mmmm. Paul se salvó por la gracia de Dios. Mitch volvió a mirar a Helen. Ella tenía los labios tensos. –Tú y Paul no se llevan bien, ¿verdad? –Paul es un burro. –¿Por alguna razón en particular? Helen no respondió. Mitch lo dejó pasar. –Helen, ¿podrías mirar algunas camionetas y decirme si alguna se parece a la que viste anoche? Para que pueda tener una descripción adecuada. –Por supuesto. Se dirigieron hasta un vendedor de coches usados del lado este del pueblo, donde las banderas y animales gigantes inflables atraían a la gente para que saliera de la autopista interestatal a comprar un automóvil diferente. En Dealin's Swede, Helen señaló una camioneta Dodge gris y dijo «como ésta, pero no igual». En el camino de regreso al pueblo, Mitch aminoró la marcha junto a varias furgonetas aparcadas, dándole la oportunidad de mirar una cierta cantidad de vehículos. Cuando llegaron a la calle donde vivía Helen, pasó por la casa y fue directamente a la zona de aparcamiento del patinódromo. Se detuvo a unos diez metros de la camioneta de Olie, sin decir nada. Helen frunció el entrecejo. Se mordió el labio inferior. A Mitch se le hizo un nudo en el estómago. –Muy parecida a ésta –le dijo lentamente. –¿Pero no como ésta? Ella giró la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro como si pudiera aflojar algún recuerdo. –No lo creo. Algo es diferente... el color o el modelo... pero se le parece... no lo sé –Helen lo miró, sacudiendo la cabeza, con una expresión de justificación–. Lo lamento, Mitch. La vi sólo unos segundos. Ojalá pudiera decir que era exactamente como ésta, pero no puedo. –Está bien –murmuró él, mientras conducía de regreso a la casa de Helen–. ¿Te has divertido en el cine? –le preguntó, mientras ella levantaba el bolso del suelo. –Sí –respondió ella con una pequeña sonrisa–. Wes es simpático. Gracias por presentarnos. Eres un buen muchacho, Mitch. –Ese soy yo... el último de los buenos muchachos. El rótulo le pareció irónico. Sí, él era un gran tipo... desviaba el interés de las mujeres hacia sus amigos, y así no tenía que lidiar con ellas. Esta noche no has eludido a Megan, ¿verdad, Holt? El recuerdo del calor y la suavidad y el aliento frío por el aire de la noche volvió a su mente. El sabor de la dulzura. Era extraño que alguien con una lengua tan agria como la de ella, fuera tan dulce. Ella era la que había retrocedido. Si por él fuera habrían ido más allá del punto sin retorno. –Tu sentido de la oportunidad apesta, Mitch –susurró mirando al sur. En la siguiente esquina giró al este y continuó por la calle que pasaba por atrás del patinódromo. El caso les demandaba todas sus energías. Y él sería el que daría rodeos cuando Megan averiguara que Olie conducía una camioneta, y que él había ido a la casa de Olie sin ella. Ella ya tenía sospechas de Olie. Saltaría sobre esta conexión de la camioneta como una loba sobre un conejo... y arrastraría a Olie en el proceso. Mitch sabía que Olie se sentía incómodo aun con las mujeres más inofensivas. Mitch no podría soportar tener que encerrar a Olie si tenía algo que ver con la desaparición de Josh. La casa de Olie era una cochera reformada en la última propiedad de la manzana. La casa principal de la parcela pertenecía a Osear Rudd, que coleccionaba Saabs y los aparcaba en cada lugar libre del patio y de la calle, violando tres ordenanzas del pueblo, y no le dejaba sitio a Olie para que aparcara su camioneta. Olie la dejaba en el aparcamiento del patinódromo e iba andando de un sitio a otro, atravesando la nieve, el barro... o lo que la estación del año le echara entre su casa y la pista. Al igual que la casa principal, la cochera estaba cubierta con papel de asfalto imitando ladrillos. No engañaba a nadie. Una chimenea salía por uno de los ángulos del techo y permitía la salida del humo de la cocina de leña, la única fuente de calor. Una luz brillaba a través de la única ventana lateral de la construcción. Mitch oyó el parloteo de un televisor mientras se acercaba a la puerta por el sendero. Letterman. Nunca hubiera pensado que Olie tenía sentido del humor. Golpeó y esperó. La televisión quedó muda. Volvió a golpear. –Olie, soy el jefe Holt. –¿Qué quiere? –Sólo hablar. Tienes que contestar un par de preguntas. La puerta se abrió y apareció el feo rostro de Olie. –¿Preguntas sobre qué? –Diferentes cosas. ¿Puedo pasar? Hace frío aquí afuera. Olie dejó libre la puerta. No le gustaba que la gente viniera a este lugar. Éste era su refugio, como el viejo cobertizo en el que se escondía cuando era un niño. El cobertizo se encontraba en un lugar abandonado, cerca de su casa, en las afueras del pueblo, donde vivía la gente despreciable. El lugar daba a un parque del pueblo, pero los senderos estaban cubiertos de plantas y hierbas, y nadie se acercaba a él. Olie hacía como que el cobertizo era de él, su lugar para esconderse y evitar que lo golpearan y se refugiaba en él después de hacer algo malo. En el cobertizo se sentía seguro. Él habrá transferido ese sentimiento de seguridad a este lugar. La cochera era pequeña y oscura. Una cueva. La había llenado con sus libros y las cosas que compraba en los negocios que vendían chatarra. No invitaba a pasar a nadie, pero no podía decirle que no al jefe de policía. Retrocedió hasta su escritorio improvisado y acarició la parte superior de la pantalla de su ordenador, como si fuera un gato. Mitch tuvo que agacharse un poco para pasar por la puerta. Entró a los dominios de Olie con una mirada indiferente. Sólo había una habitación. Una habitación oscura, fría, con una alfombra azul sucia que cubría el suelo de hormigón. La cocina consistía en un viejo refrigerador y una cocina eléctrica portátil color verde olivo. El baño era un rincón definido por un par de cortinas desiguales que colgaban de un alambre. Las cortinas dejaban ver una ducha de hojalata –Me gusta tu casa, Olie. Olie no dijo nada. Tenía la misma chaqueta de aviador verde, el mismo jersey oscuro de lana, y los mismos mitones que llevaba la noche anterior. Mitch se preguntó si se cambiaría la ropa en todo el invierno. En ese sentido también pensó si alguna vez habría usado la ducha. El lugar olía a pies sucios. Buscó un sitio donde sentarse, pero prefirió apoyarse contra un viejo sillón. Había libros por todos lados. Estantes y más estantes con libros. Pilas y más pilas de libros. Todos los muebles que había sólo parecían servir como un lugar más para apilar libros. Los sitios que no tenían libros estaban ocupados por computadoras. Mitch contó cinco. –¿Dónde conseguiste todas las computadoras, Olie? –En varios lugares. En las Cities, Los comercios las tiran porque son antiguas. No las robé. –No pensé que lo hubieras hecho. Sólo trataba de conversar un poco, Olie –le dijo Mitch con una sonrisa–. ¿Los comercios las tiran? Eso es un buen negocio. ¿Cómo te arreglas con todo esto? Olie se sentó en su silla, y con el ojo que tenía sano miraba la pantalla de la computadora y luego a Mitch y luego la pantalla... El ojo de vidrio continuó mirando a Mitch. –El profesor Priest –extendió la mano para apretar una tecla–. Él me deja estar en algunas clases. –Es un buen tipo. Olie no hizo ningún comentario. Apretó otra tecla y la pantalla quedó en blanco. –¿Y qué haces con todas estas máquinas? –Nada importante. Mitch volvió a sonreír y suspiró. Este Olie, un maestro de la conversación. –Bueno, Olie, ¿trabajaste esta noche? –Sí. –¿Algo nuevo en la pista a las cinco y media? –El club de esquí. –Practicando para el gran show del domingo, supongo. Olie lo tomó como una afirmación retórica. –Quiero hacerte un par de preguntas sobre anoche –le dijo Mitch. –No encontraron al niño. Parecía una afirmación más que una pregunta. Mitch lo observó cuidadosamente, con una expresión impasible. –Aún no, pero estamos trabajando realmente muy duro. Tenemos un par de pistas. ¿Pensaste en algo que pudiera ayudarnos? Olie miró el teclado con su ojo sano. Sacó una hilacha de una de las teclas. –Alguien cree que anoche vio subir a Josh a una camioneta. Una camioneta parecida a la tuya... vieja, color claro. No viste ninguna camioneta como ésa, ¿verdad? –No. –No le prestaste la camioneta a nadie, ¿verdad? –No. –¿Dejas las llaves en ella? –No. Mitch tomó un libro de la pila del asiento del sillón y miró la tapa. Historia de los irlandeses. Se preguntó si Olie sería irlandés o sólo curioso. Siempre consideró a Olie bastante misterioso. Olie se puso de pie. –No era mi camioneta. –Pero tú estabas en la pista –replicó Mitch. Dejó el libro y se puso las manos en los bolsillos del abrigo–. Pasando la Zamboni, ¿verdad? Quizás alguien usó tu camioneta sin avisarte. –No. No podrían. –Bueno... –Mitch se alejó del sillón–. La gente hace cosas extrañas, Olie. Para estar seguros, tendríamos que echarle un vistazo por dentro. ¿Podrías mostrármela? –No tiene una orden –Olie se arrepintió de inmediato de sus palabras. La mirada de Mitch Holt se hizo penetrante, como si fuera a apuntar con un arma. –¿Debería tener una, Olie? –esa voz suave y sedosa le levantó los cabellos de la nuca a Olie. –¡No sé nada! –exclamó Olie, golpeando una pila de libros que había sobre una mesa de televisor. Los libros cayeron al suelo y parecían ladrillos al golpear el suelo de hormigón–. ¡Yo no hice nada! Mitch observó la reacción con cara de piedra, sin demostrar la tensión que sentía en su interior. –Entonces no tienes nada que esconder. Su mente trabajaba a toda velocidad. Si Olie consentía en revisar el vehículo ahora y surgía algo, ¿descartaría más tarde un juez la prueba por no haber tenido una orden y haber obtenido el consentimiento por compulsión? Sin una identificación positiva del vehículo, Mitch no tenía una razón suficiente para obtener una orden, y dudaba de poder convencer a Olie de que firmara un consentimiento. Malditos tecnicismos. Lo que tenía era un niño perdido y la necesidad de encontrarlo que superaban ampliamente las necesidades de las Cortes. Si Olie lo dejaba inspeccionar y veía algo en la camioneta, podía hacer que la remolcaran aduciendo que el aparcamiento nocturno no estaba técnicamente permitido en el área de aparcamiento del Gordie Knutson Memorial Arena. Al incautar el vehículo podrían inventariar su contenido, y si había algo sospechoso en el inventario podrían pedir una orden para retenerla como prueba de un delito. Muy bien. Tenía un plan. Tenía las espaldas cubiertas. El siguiente movimiento era de Olie. Olie lo miró, su pequeña boca parecía un nudo. La mancha de nacimiento que tenía en la frente se le había oscurecido, y el resto del rostro estaba más pálido. Le temblaban las manos cuando levantó un dedo y señaló a Mitch. –No tengo nada que esconder. El ojo que miraba desafiante a Mitch era el de vidrio; el otro desvió su mirada. |
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