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Mi historia personal puede condicionar mi elección, pero no me quita la posibilidad de elegir. En todo caso, si pudiendo elegir creyeras que no podés hacer lo que querés, no sos libre. Sea como fuere, más allá de los demás y de mis propios condicionamientos, hay cosas que no podemos hacer. Podré salir desnudo a la calle, quizás pueda insultar a mi jefe en el banco, pero no importa lo libre que sea, no voy a poder salir volando por la ventana. Esto implica aceptar que tenemos limitaciones concretas. ¿Es entonces la verdadera libertad una ilusión imposible de alcanzar? ¿Qué clase de libertad es una libertad condicionada siempre por algo? Aquí estamos enredados en esta trama tejida por los que nos precedieron pensando este tema. Hemos llegado al lugar deseado del comienzo del saber, hemos llegado a la confusión. Me parece que para eso escribo, para confundir a todos, para transitar acompañado mis propias con-fusiones, para ver si de esa manera podemos llegar a algún lugar que nos sirva. Creo firmemente que la única manera de hablar sobre temas filosóficos, y la libertad es un asunto filosófico, no psicológico, es confundiéndose. Porque si tenés claro un concepto, y esa claridad depende de que nunca lo revisás, lo mejor que te puede pasar es que te lo empieces a cuestionar. Uno de nuestros recursos más importantes es la capacidad de entrar en confusión. Es lo único que puede dar lugar a nuevas verdades. Si uno no puede entrar en confusión respecto de los viejos sistemas de creencias, no puede descubrir nuevas cosas. Descubrir nuevas cosas tiene que ver con explorar. Explorar tiene que ver con sorprenderse. Y sorprenderse implica confundirse. Así que lo maravilloso de lo que nos pasa cuando pensamos: “¿Cómo puede ser, si yo pensaba esto y ahora no?”, es que entramos en confusión. Esta confusión sucede porque estamos en una APORÍA, como me enseña Alejandro, en un punto sin salida. Otra vez Landrú acude en mi ayuda: Cuando esté en un callejón sin salida, salga por donde entró. Y todo el razonamiento que hicimos para sostener esta libertad, desde la partida, es en sí un razonamiento falso. Porque nuestra ardua tarea partió de una idea falsa, aunque en el medio hayamos pasado por conclusiones verdaderas. El desvío proviene de confundir libertad con omnipotencia. Porque la definición de la cual partimos (“la libertad es hacer lo que uno quiere”) es la definición de omnipotencia, no de libertad. Y no somos omnipotentes. Nadie puede hacer todo lo que quiere. Por mucho que yo quiera, aunque desee fervientemente que sin teñirme el pelo me crezca rubio, no sucede. ¿Por qué? Porque no está dentro de mis posibilidades. Pero no dejo de ser libre por eso. Del mismo modo, no puedo volar, no puedo evitar morir algún día, no puedo detener el tiempo, no puedo cientos de miles de cosas, y no dejo de ser libre por eso. Además de las limitaciones que pueda tener nuestra cultura, instalar nuestra educación y determinar nuestra moral y nuestra ética, hay limitaciones físicas para poder hacer lo que uno desea. Así, la libertad se define por la capacidad de elegir, pero las limitaciones que se debe imponer a esa capacidad no son aquellas condicionadas por los derechos del otro, sino por los hechos posibles. ¿Qué pasará con nosotros, cultura de humanos, sociedad del tercer milenio, que nos empeñamos en creer que ser libres es ser omnipotentes? Poco más o poco menos, todos tenemos esta idea de libertad y entonces desde nuestra soberbia nos preguntamos: ¿Por qué no puedo hacer lo que yo quiero si soy libre? Y cuando no podemos hacer todo lo que queremos... preferimos creer que no somos libres antes de aceptar que la definición es errónea, antes de aceptar que no somos omnipotentes. Para no sofisticar tanto el tema, y para que no quede ninguna duda, utilizaré la fórmula de mi paciente Antonio que una tarde, al final de una sesión, irónicamente comentó: —Habrá que aceptarlo... ¡¡Hay cosas que NI YO puedo hacer!! Repito... No somos omnipotentes porque hay cosas que obviamente no podemos hacer realidad, y no tienen nada que ver con las leyes de los hombres, con las normas vigentes, con las limitaciones impuestas, con la educación ni con la cultura. De hecho, alguien puede dimensionar la idea de ser omnipotente, de hacer todo lo que quiere, de volverse Dios. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico y racional, ni siquiera Dios podría ser omnipotente. ¿Por qué? Los argumentos formales acerca de que Dios podría terminar con el mal en el mundo y demás, para los teólogos forman parte del plan divino que uno no entiende. Es decir, Dios sí sería omnipotente porque elegiría no hacer esto por razones inaccesibles para nosotros. Pero hay un sofisma —un planteo lógicamente correcto, pero que llega a una conclusión irracional o que no puede demostrarse como posible— que siempre me atrajo. El sofisma respecto de la imposibilidad de la omnipotencia es el siguiente. Planteo número uno: Dios existe. Planteo número dos: Dios es omnipotente. Planteo número tres: Si Dios es omnipotente puede hacer todo. Planteo número cuatro: Por lo tanto, puede hacer una piedrita chiquita, y puede hacer una piedra enorme, también. ¿Puede Dios hacer una piedra tan grande y tan pesada que no la pueda levantar nadie, ningún ser humano sobre la Tierra? También. Pero... ¿puede hacer Dios una piedra tan grande y tan pesada que no la pueda levantar ni siquiera él mismo? Ahora: Si no pudiera hacerla, entonces no sería omnipotente; ya que habría una cosa que no podría hacer. Y si pudiera en efecto hacerla, entonces habría una piedra que él no podría levantar, con lo cual tampoco sería omnipotente. Muy lejos de ser un Dios, hay infinitas cosas que yo sé que no puedo hacer. Aunque quisiera en este preciso momento cerrar los ojos, abrirlos y estar en Granada con Julia, no está dentro de lo que fácticamente puedo elegir, y no dejo de ser libre por no poder hacer eso. ¿Pero puedo yo elegir ahora bajar a la calle y en lugar de tomarme un taxi ir caminando aunque llueva torrencialmente? Sí. ¿Puedo yo bajar a la calle y esconderme en un callejón y golpear con un palo a la primera persona que pase? Sí. Hacerlo o no, depende de mí y no de mi limitación en los hechos. Es en ese terreno donde se juega la libertad, en las decisiones que tomo cuando elijo dentro de lo posible. Dicho de otra manera: La libertad consiste en mi capacidad para elegir dentro de lo fácticamente posible. Esta definición implica que sólo se puede hablar de libertad bajo ciertas condiciones. Primera condición: La elección debe ser posible en los hechos ¿Es posible hacer esto? (No pregunto si es deseable, si está mal, si el costo sería carísimo o si a los demás les gustaría. Ni siquiera pregunto qué pasaría si todos eligieran esto o si las consecuencias serían impredecibles. Pregunto: ¿es posible hacerse?) Lo fácticamente imposible es solamente aquello cuya imposibilidad depende de hechos concretos, cosas que no dependen de nosotros ni de nuestras opiniones ni de las opiniones de los otros. Por ejemplo, pensemos en una situación determinada. Me he comprometido a llevar a tres amiguitos de mis hijos a sus casas. Son las nueve menos veinte y tengo que repartir a todos antes de las nueve. Uno vive en Mataderos, otro en Belgrano y el tercero en Avellaneda. ¡Imposible! ¡No depende de mí en este momento el no poder hacerlo! No es un tema de libertades. Yo no puedo elegir que sean las ocho para poder llegar a horario ni puedo conseguir que el otro papá se equivoque y piense que llego a las diez cuando quedé a las nueve, tampoco tener un avión en la puerta en lugar de un auto, no puedo elegir que el otro no viva en Belgrano y viva en Caballito o que Avellaneda esté al lado de Flores. En este ejemplo yo puedo elegir a quién dejo primero, puedo elegir quién va a llegar a horario y quién no, puedo elegir por qué camino voy, puedo elegir llamar o no por teléfono para avisar que voy a llegar más tarde. Todo eso depende de mí, pero dentro de lo que no está en mis posibilidades, allí no puedo elegir. La libertad es tu capacidad de elegir algo que está dentro de tus posibilidades. Para saber cuáles son las posibilidades, necesitás lucidez para diferenciar qué es posible y qué no lo es. Cuando planteo este tema en las charlas, una de las primeras respuestas es: “Cuando estoy enfermo o deprimido, no puedo elegir”. La depresión es una enfermedad de la voluntad, entonces hay cosas que verdaderamente un deprimido no puede hacer. Pero aunque no está dentro de sus posibilidades elegir, no deja de ser libre. Está enfermo, que es otra cosa. Y dentro de lo posible, el enfermo puede elegir hacer algo por su enfermedad o no, cosa que un enfermo terminal por ahí no puede hacer. Si es enfermo terminal no puede elegir no estar enfermo, porque estar enfermo o no estar enfermo no está dentro de las cosas que posiblemente uno pueda elegir. Que yo tenga una ética que guía mi conducta no quiere decir que deje de ser libre, porque en realidad yo puedo seguir siendo libre y estar atado a mi ética, porque soy libre internamente, yo hago lo que quiero, solo que algunas cosas no quiero hacerlas porque están en contra de mi moral. Yo elijo de acuerdo a mi propia ética y a mi propia moral. Pero, muchas veces, poner como condición para hacer tal o cual cosa el respeto por el otro, condicionar mi accionar para no dañarte u ofenderte, es muy parecido a decir: “Yo puedo hacer esto siempre y cuando a vos no te moleste”... ¿Dónde está la libertad? Me dijo una señora: “Yo quiero esta libertad siempre y cuando el otro no sufra, porque mi libertad y mi forma de proceder pueden hacer sufrir mucho al otro”. ¿Cómo es esto? ¿Y mi sufrimiento por no ser libre? Cuando yo digo que uno puede elegir hacer lo que quiere dentro de lo fácticamente posible, siempre aparece alguien que grita... “¡Hay que respetar al prójimo!” Y yo pregunto: ¿Qué hay que respetar? ¿Por qué hay que respetar? Yo quiero saber esto. Y el que gritó no lo dice, pero piensa: “¡Tiene que respetar! ¡No puede hacer lo que quiere! ¡Aunque quiera y pueda hacerlo... No puede!” Los “¡No debe! ¡No puede! ¡Hay que respetar!” me llevan a preguntar... ¿Hay que respetar o soy yo el que elige? Porque no es lo mismo “hay que respetar” que “yo elijo respetar”... Y justamente, ésa es la diferencia entre sentirse y no sentirse libre: darme cuenta que, en verdad, soy yo el que está eligiendo. Una de las fantasías más comunes es creer que la libertad se dirige a molestar a otro. Esta idea proviene de la educación que recibimos y hay que descartarla. Porque el hecho concreto de que yo sea libre de hacer daño a otro no quiere decir que esté dispuesto a hacerlo. Es más, que yo sea libre para dañar al otro es lo único que le da valor a que yo no lo dañe. Lo que le da valor a mis actitudes amorosas es que yo podría no tenerlas. Lo que le da valor a una donación es que podría no haber donado. Lo que le da valor a que yo haya salido en defensa de una ideología es que podría no haberlo hecho, o haber salido en defensa de la ideología contraria. Y por qué no, lo que le da valor a que yo esté con mi esposa es que, si quisiera, podría no estar con ella. Las cosas valen en la medida que uno pueda elegir, porque ¿qué mérito tiene que yo haga lo único que podría hacer? Esto no es meritorio, no implica ningún valor, ninguna responsabilidad. Vez pasada pregunté en una charla qué cosas sentían que no podían hacer. Una señora de unos cincuenta años me contestó: “Por ejemplo, no puedo irme hoy de mi casa y volver cuando se me ocurra”. ¿Qué te hace pensar que no podés? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?, le pregunté. “Mi marido, mis hijos, mi responsabilidad... mi educación”, me respondió. Entonces le dije: Vos en este momento planteás una fantasía, la de abandonar todo, y si en realidad no lo hacés, a pesar de que creas que no es así, es porque elegís no hacerlo. Quiero decir, porque elegís quedarte. Por si no queda claro: No te vas porque no querés. Estás haciendo uso de tu libertad. Vos sabés que podrías elegir irte, pero no te vas; sin embargo nadie podría retenerte si hubieras elegido irte. Preferís pensar que no podés y te perdés el premio mayor. Es justamente el ejercicio de la libertad lo que le confiere valor a cada decisión. Tu marido, tus hijos, tus nietos, la sociedad, las cosas por las cuales has luchado, claro que todo esto condiciona tu decisión, pero este condicionamiento no impide que tengas la posibilidad de elegir; porque otras mujeres con el mismo condicionamiento que el tuyo han elegido otra cosa. Recordemos la historia de “Yo amo a Shirley Valentine” (Willy Russell): La mujer que de pronto deja su casa para irse a pasear por el Egeo y se encuentra con Kostas, el marinero turco que le ofrece lo que en ese momento más busca. Que uno haga lo que se espera de uno es también una elección, y tiene su mérito, nunca es un hecho automático. Que vos resignes algunas cosas como yo resigno otras es meritorio, porque es el producto de nuestra elección libre. Nosotros podríamos haber elegido dejar de lado las cosas que tenemos, y sin embargo elegimos quedarnos con estas cosas. Este es nuestro mérito, y merecemos un reconocimiento. Segunda condición: Las opciones deben ser dos o más Para que haya elección debe existir más de una opción. La cantidad de posibilidades está relacionada con mi capacidad y con el entorno en el que me muevo, pero no con la moral del entorno, sino con lo que es posible en el orden de lo real. ¿En qué situaciones existe sólo una posibilidad? Una vez, en una de mis charlas, alguien puso el ejemplo de lo que ocurría durante la dictadura: —No se podía salir a la calle a decir “me opongo”. —Sí se podía... por eso están los muertos —con-testó una chica. Y claro que podés, y porque podés es que hubo gente que murió por eso. Y porque fue una decisión libre y porque otros no eligieron eso es que haberlo elegido tiene el valor que tiene. Lo que importa saber es que aún en la dictadura uno sigue eligiendo, y hay que hacerse responsable de que uno decidió no jugarse la vida. No estoy haciendo un juicio ético. No estoy diciendo que habría que haberlo hecho. Estoy diciendo que cada uno eligió, con sus razones, y cada uno sabe qué piensa para sí. Lo que realmente uno no puede elegir es el sentimiento. En ese sentido, no hay ninguna posibilidad de elegir y, sobre todo, es muy pernicioso tratar de hacerlo. Porque es muy perjudicial tratar de empujarnos a sentir cosas que no sentimos, o actuar como si las sintiéramos. Porque los sentimientos no se eligen, suceden. En el resto de las situaciones, siempre podemos elegir. Porque aun en el caso extremo de que un señor me ponga un revólver en la cabeza y me diga: “Matalo a él o te mato”, aun en ese caso puedo elegir. Yo creo que todos podríamos justificar cualquiera de las dos elecciones. Si un señor me apunta y me dice: “Dame la plata o te mato”, está claro cuál sería la elección que cualquiera de nosotros tomaría. Y nadie juzga. “Entre la vida y el dinero, seguramente el dinero... —diría mi abuelo—. Después de todo, lo que importa es la plata, porque la salud va y viene...” Toda vez que yo pueda decir sí o no, soy libre. Cuando no tenga más remedio que decir sí, entonces no seré libre. Cuando no tenga más remedio que decir no, entonces no seré libre. Pero mientras tenga opción, hay libertad. ¿Por qué? Porque hay más de un camino, y entonces puedo elegir. Alguien dirá, como siempre... ¿Y los condicionamientos? ¿Y los mandatos? ¿Y la educación? ¿Y la moral y las buenas costumbres? ¿Y las cosas aprendidas? Todos estos factores, por supuesto, achicarán los caminos posibles, disminuirán las opciones, harán que en lugar de tener cien posibilidades tenga, por ejemplo, cuatro. Es la sensación de libertad y no la libertad la que está condicionada por la cantidad de posibilidades que tengo. Cuantas más posibilidades de elección tengo, más libre me siento. Esto se ve claramente en el tema del dinero. ¿Por qué existe en nosotros la idea de que el dinero da más libertad? Porque aumenta algunas posibilidades. Entonces, al tener más posibilidades me siento más libre. A veces no tener dinero limita mis opciones a sólo dos y entonces muy libre no podré sentirme. Lo mismo para el ambiente social, lo mismo para la estructura familiar, lo mismo para el tipo de trabajo que hacemos. El crecimiento conlleva un aumento de la sensación de libertad. Crecer significa aumentar el espacio que cada uno ocupa. En la medida que haya más espacio, habrá más posibilidades. |